—Ir en coche particular está bien, pero yendo en transporte público conoces gente.
No sé si Gregorio captó mi guiño a la frase de Woody Allen, puesto que el vaso se limitó a responderme con un circunspecto ajá. Odio ese tipo de lacónicas interjecciones, pero bastante hacía mi interlocutor respondiéndome, ya que llevaba muerto desde 2001, o eso afirmaba él, motivo por el cual llevaba desde aquel año internado en el psiquiátrico de Carfax. Era una persona agradable, que nunca se metía en problemas ni jamás elevaba el tono de voz, ya que sólo nos podíamos comunicar con él mediante una ouija que le había proporcionado el equipo médico.
—¿A ti también te pasa…te pasaba, perdón, como a Lepisma, eso de querer saber lo que lee la gente?
Gregorio movió el vaso con parsimonia hacia el SÍ; después lo giró, lo llenó con el contenido de una petaca que ocultaba bajo la ropa y tras echar un trago volvió a ponerlo en la tabla para continuar “hablando”.
Y me explicó que la última vez que fisgó disimuladamente en el libro que leía un compañero de viaje no fue en un autobús, sino en un avión. Recordaba que estaban sobrevolando Nueva York y su compañero de asiento estaba visiblemente nervioso; como se estaba poniendo también él por no poder ver las tapas del libro, por más que lo intentaba. Recordaba que se veían las Torres Gemelas por la ventanilla cuando había decidido, saltándose las más elementales reglas del decoro, preguntarle abiertamente al pasajero por el título de la obra. Recordaba que finalmente no hizo falta, puesto que su compañero se levantó del asiento pidiendo disculpas mientras se dirigía a la cabina, y Gregorio pudo al fin mirar, y recordaba aún el título del libro: Cómo derrumbar rascacielos con un avión comercial: Guía para dummies.
Y ya no recordaba nada más
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