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Lepisma y la bibliotrinchera

Lepisma y la bibliotrinchera

Hay quien dice que la guerra es algo inherente al ser humano, un comportamiento tan innato que imaginar un mundo en paz no pasa de ingenua utopía. Pues bien, o mi naturaleza no es humana, hipótesis que a estas alturas de mi vida prefiero ni plantearme, o quizás la veracidad de esa afirmación no se corresponde con la vehemencia con la que se suele proferir. Desde luego aquí no voy a solucionar el dilema de si somos buenos por naturaleza y es la sociedad la que nos pervierte, o que sea justamente al revés; simplemente voy a citar algunas obras que, por verlas en mi infancia o en la adolescencia más temprana, creo que ayudaron a forjarme como la persona que soy, alérgica a los patrioterismos, discursos exaltados, el maniqueísmo y la violencia: entenderéis, por tanto, que este comienzo de siglo XXI no sea mi época favorita de la historia. Este texto, que como cada semana redacto para el dr. Tovar, quizás sirva para que mi psiquiatra pueda conocerme un poco más a través de mis influencias.

La Cruz de Hierro (Sam Peckinpah, 1977) me enseñó que, aunque en un conflicto bélico puedan existir bandos buenos o malos, eso no tiene por qué reflejarse en la calidad humana de las personas que los integran; su estupendo final, que por supuesto no destriparé, aparte de las carcajadas de James Coburn, provocó que desde entonces desconfiara de los que abusan de términos como meritocracia o que afirman construir imperios partiendo de cero (entendiendo cero como la cuantiosa herencia familiar recibida).

Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957). Aunque aparezca en este listado, no vi este film en mi niñez, sino que tuve que esperar muchos años más. Sin embargo, yo era un niño al que le encantaba leer reseñas de películas, y las referidas a esta obra durante su estreno en España en 1986, casi 30 años después de su filmación, al haber sido prohibida por el régimen franquista, me horrorizaron por la injusticia que narraban. Digamos que me monté la película en mi cabeza y eso acrecentó mi desprecio a quienes desde la comodidad de su despacho utilizan a los soldados como peones de un ajedrez siniestro. Algo similar me ocurrió con Masacre: ven y mira (Elen Klímov, 1985), cuyo impactante título, cartel y reseñas me impactaron aunque tardara años en verla.

Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930). Algún día he de leer la novela de Erich Maria Remarque, pero la película me dejó algunos recuerdos indelebles, sobre todo el del personaje del profesor, que con sus soflamas patrióticas y belicistas incita a sus alumnos a alistarse en el ejército, y allí se encontrarán con la cruda realidad de la guerra.

Cuando el viento sopla (Jimmy Murakami, 1986) no sólo me enseñó que también había dibujos animados para adultos, sino que tampoco he de creerme a pies juntillas los folletos gubernamentales, aun encontrándome en pleno conflicto nuclear. Una película formidable, pero que me dejó tan deprimido que aún no he encontrado el momento para volverla a ver.

Querida Milagros (El Último de la Fila, 1985), una canción que es una genialidad, como todo lo que hizo el grupo en sus primeros discos. Mensaje pacifista, imágenes poéticas y una bonita historia, condensado todo ello en 4 minutos y 15 segundos que te hacen desear que esa ave extraña que es la muerte no hubiera planeado sobre la vida de Milagros y el soldado Adrián.

El meu amic Friedrich (Hans Peter Richter, 1970) Pongo el título en catalán porque así la leí, la novela era lectura obligatoria de esa asignatura. Como todos los libros que te obligaban a leer, lo empecé con ciertas reticencias, pero enseguida me enganchó y me hizo sentir en carne propia los horrores del nazismo.

Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984). Con este film basado en la obra de teatro de Fernando Fernán Gómez aprendí que las penurias de la guerra no sólo se padecen en el frente, y que Agustín González, aparte de un enorme actor, tenía más de un registro: no sólo sabía cabrearse como nadie delante de una cámara, también interpretar a un personaje bondadoso al que abrazarías al final del film.

Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971): Ufffff…

Si me estrujara las meninges podría recordar más películas, libros y canciones que me marcaron en positivo, pero lo dejaremos aquí: si las que han surgido a borbotones de mi memoria han sido precisamente estas, por algo será. Obras que, si por mí fuera, serían obligatorias en las escuelas, junto a muchas otras que no he incluido aquí porque las consumí como adulto: Maus, de Art Spiegelman, por ejemplo, obra que defendería aunque fuera con los puños ante la junta escolar de Tennessee que prohibió su lectura.

—¿Con los puños? ¿Pero tú no eras tan pacifista? —oigo decir al miembro de la junta que afirmó que ese cómic era material vulgar e inapropiado.

—Sí, lo soy —le contesto—. Pero todo tiene un límite… —le propino una sonora bofetada que se oye en la vecina Alabama— …y tú lo has sobrepasado.

Como sospecharéis por mi respuesta, no sólo de cine antibelicista vive el autor de Lepisma, sino también de películas de acción, como Harry el Sucio. Pero de eso ya hablaremos otro día.

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