—¿De dónde eres?
—De Tarragona.
—Ah, qué bonita es Barcelona.
—No, no, he dicho Tarragona.
—Bueno, pero es lo mismo, ¿no? Qué bonita la Sagrada Familia, tengo unas ganas de verla… A ver este año con la pandemia, que habrá menos gente.
—Sí, sí, puedes ir incluso sin mascarilla.
—¿Ah, sí? —me olvidaba de que mi interlocutor era incapaz de detectar un sarcasmo.
Conversaciones como ésta, en que se demuestra de qué manera una capital puede eclipsar todo lo que está a su alrededor, he tenido más de una, de dos y de tres; no así Lepisma, que me explicó que los pececillos de plata no reconocen ningún lugar que detente una superioridad sobre el resto. Se intentó hace mucho tiempo, siglos de hecho, cuando Lepisptolomeo Tisanuro quiso otorgar a la Biblioteca de Alejandría la capitalidad sobre estos pequeños insectos bibliófagos, sin tener en cuenta que no son animales gregarios como las abejas o las hormigas y, sobre todo, que viven en otro mundo el 95% de su existencia: el mundo en que se desarrolle el libro que estén devorando en ese momento, puesto que al leer entran en trance y se sumergen dentro de la trama, olvidándose completamente de la realidad. Cada libro crea su propio universo, y éste no se rige por la mismas normas que el mundo tangible: así, mientras Lepisma Saccharina leía la obra de George R. R. Martin no aceptaba más capital que Desembarco del Rey, y son conocidos los casos de pececillos de plata que han acabado tuertos o mellados mientras leían el Código de Hammurabi. Sea como sea, Lepisptolomeo no logró su objetivo y hay quien dice que el incendio que asoló la biblioteca alejandrina el 48 a.C. no fue tal y como siempre se ha contado, sino que fue un trágico accidente debido a una revuelta de pececillos de plata furiosos con tales pretensiones capitalinas. Es ésta una arriesgada hipótesis que no voy a desarrollar; bastante tiempo llevo intentando convencer al doctor Seward de mi cordura como para que ahora me descubra defendiendo teorías digamos… no del todo aceptadas por la comunidad de historiadores.
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