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Lepisma y la enciclopedia

Mucho antes de internet, uno de mis pasatiempos infantiles preferidos era la enciclopedia, objeto entonces de prestancia, pero ahora el más marginado en cualquier biblioteca. Tanto es así que los propios volúmenes enciclopédicos, para sobrevivir en este ambiente hostil, se defienden apiñándose bien juntitos unos al lado del otro y se ordenan de motu propio por orden alfabético, por aquello de no ceder a la anarquía y por mantener las formas de un mundo ya extinto, aquél en el que las familias se sacrificaban económicamente para adquirirlos, mientras que ahora ya no los aceptan ni en librerías de segunda mano. Bueno, pero que ya me voy por las ramas, lo que decía es que mucho antes de la web, yo ya jugaba a lo que llamaba la red: buscaba una palabra en la enciclopedia, y esa definición me conducía a buscar otro término. Podría decirse que era mi versión casera de los libros de Elige tu propia aventura, en la que además aprendía cosas. Solía lanzar la red sobre personajes mitológicos: si por ejemplo comenzaba por Escila, su definición me llevaba a su vecina Caribdis, que a su vez me conducía a buscar a su padre Poseidón y luego por supuesto tenía que conocer la historia de su esposa Anfitrite, y así hasta que me aburría, hasta que me reclamaban para ir a comer, o hasta que la búsqueda me devolvía al primer vocablo con el que había iniciado el juego.

Todo esto hizo que mucho después, y pese a ser un negado para la tecnología, me supiera mover relativamente bien por la web. Y eso que la primera vez que escuché la palabra internet fue a un compañero de universidad, que me dijo alucinado que había estado hablando con un estudiante que estaba en Japón y yo, ingenuo de mí, creí que aquello tenía algo que ver con el mundo de los radioaficionados. Igualmente, años más tarde, con el advenimiento de las redes sociales, si me daba por buscar en Facebook a la chica que me había gustado en el instituto, la curiosidad me conducía a entrar en el perfil de una de sus amigas, desconocida para mí, pero que había comentado en la foto de perfil de mi amor platónico adolescente; eso me llevaba a investigar la cuenta del novio pecoso de la chica desconocida, y luego a la hermana del novio, al profesor de ésta, y podía acabar en la página de un jubilado de Melbourne; y para hacerlo más absurdo aún, bien podía enfadarme por alguna opinión de dicho caballero, por mucho que no le conociera de nada y además viviera en el otro lado del mundo. Al contrario que en mi niñez, ahora no aprendía nada, pero quizás no era algo tan diferente a jugar a la red, porque al fin y al cabo, en lo que a mí me concernía, el viejo australiano, el maestro o la hermana del pecoso eran seres tan mitológicos como Perseo, Medusa o Andrómeda.

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