Aunque Lepisma no sea un personaje de cómic, sino un insecto tan real como locuaz, le ocurre como a muchas figuras del arte secuencial: no tiene hijos, pero sí sobrinos. Su preferido es Persiles Saccharina, quizás por ser el único que, al no haber llegado a la adolescencia, aún escucha sus consejos: «la lectura iguala a ricos y pobres» es uno de ellos, y a mí eso me ha retrotraído a mi examen de selectividad. Corría —aunque en esa época los años se movían muy despacio— 1992, y tras un agónico final de curso pude, contra todo pronóstico, aprobar en junio y presentarme a las pruebas de acceso a la universidad. Como no contaba con ello me sentía libre de presión y eso fue positivo para el resultado final. Esas semanas me enseñaron tres cosas: que estudio mejor con música —Nirvana fue mi banda sonora—, que el café no me ayuda a permanecer despierto, y que las alumnas de colegios de monjas, por lo menos las que estudiaban en cierto instituto privado y que se examinaron ese año, copiaban mucho más de lo que me hubiera imaginado.
—Tienes razón, la lectura nos iguala —le decía yo a Lepisma— y mientras haya bibliotecas y ahora también internet, en cuanto a libros quizás no sea tanto cuestión de dinero como del tiempo que se les pueda dedicar.
—Habla por vosotros los humanos, eso os pasa por haber inventado algo tan nocivo como el trabajo, pero… ¿por qué me vienes ahora con esto?
Y le expliqué que hace unos días fui a mi banco a solicitar un préstamo, y reconocí en la directora a una de aquellas adolescentes que habían amputado sus manuales para sacarlos a escondidas durante el examen. Ciertamente tenía un buen puesto, y eso me llevó a pensar que en determinados colegios, más que conocimientos, lo que se adquieren son contactos. Yo creo que ella también me reconoció como uno de aquellos chicos que no hicieron trampas en esa lejana selectividad, porque mientras me decía que no podría concederme el dinero que yo demandaba, sus ojos añadían “siendo honrado no lo ibas a poder devolver en tu vida”.
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