La primera vez —y última— que mis padres me ofrecieron un premio por aprobar fue al sacarme la primaria; me dejaron escoger un regalo y yo, pese a mi sorpresa, respondí con una rapidez tal que parecía que lo tuviera pensado de antemano:
—¡Un libro de Stephen King!
Como la economía familiar no daba para excesivas alegrías no teníamos video y apenas íbamos al cine, así que, como sucedáneo, yo leía y coleccionaba las críticas cinematográficas que aparecían en el Diari de Tarragona —al cual estábamos suscritos—. Reseñas de películas que seguramente tardaría años en ver pero que memorizaba sin esfuerzo y que podía incluso recitar cuando finalmente, y por poner un ejemplo, emitían El sargento de hierro en televisión:
—Mamá, papá, podríais pensar de antemano que es este un film realizado con buen pulso narrativo pero con la única finalidad de ensalzar los rancios valores castrenses y que sirva como vehículo de lucimiento para un Clint Eastwood en verdad más interesado en proyectos más personales como fue El aventurero de medianoche, un fracaso a todas luces inmerecido que…
—Niño, ¿te quieres callar de una vez?
Y no quería, pero no tenía más remedio que hacerlo.
Pues bien, nos encontrábamos a mediados de los 80, Stephen King estaba en la cresta de la ola y no dejaban de estrenarse adaptaciones de sus obras… que por supuesto yo no veía pero que conocía gracias a unas reseñas que hicieron que empezara a obsesionarme con ese escritor. De ahí que, con una sonrisa que no me cabía en el rostro, exclamara:
—¡Un libro de Stephen King!
No un libro en concreto, no El misterio de Salem’s Lot, no Carrie, no El resplandor, no…
Un libro de Stephen King.
Cualquiera.
14 años antes del nacimiento de Wikipedia, y dado que mi pasión eran las críticas cinematográficas y no las literarias, no tenía demasiado en lo que basarme, así que, ya en la librería, elegí mi regalo por la portada. Media hora después ya estaba en casa comenzando a leer La expedición. Curiosa manera de empezar con el autor de Maine, ya que se trataba de una compilación de cuatro cuentos pertenecientes a una antología titulada Skeleton Crew, que nunca se ha publicado íntegra en castellano y cuyas historias se dividieron en cuatro volúmenes publicados por tres editoriales diferentes. Un lío que por supuesto tardé años en averiguar pero cuyo intríngulis por entonces no me interesaba demasiado. Porque lo que me interesaba eran las historias, que me engancharon desde el primer momento. Me convertí en un auténtico fan, hasta tal punto que a partir de entonces comencé a leer todo lo publicado a su nombre, a firmar mis primeros cuentos con el seudónimo de Esteban Rey y a fantasear con empadronarme en la ficticia localidad de Castle Rock.
La fiebre stephenkiniana debió durarme unos cinco años; luego comencé a expandir mis gustos, a conocer nuevos géneros, nuevos autores, y tan ingente era la producción literaria de King que comencé a perderle el rastro. Estaba al tanto de lo que publicaba, pero eso no significaba que lo leyera todo, aunque de vez en cuando alguna de sus nuevas obras caía en mis manos. Fuera como fuera, el autor de It siempre tuvo un rinconcito muy especial en mi corazón y en mi biblioteca. Por eso, cuando Lepisma Saccharina me explicó la anécdota que os he dibujado en la viñeta, abrí los ojos como platos. Sin embargo, enseguida pensé que me estaba tomando el pelo —si alguna vez habéis hablado con un pececillo de plata sabréis que son entusiastas de la guasa— ¿Cómo iba a ser posible? Así se lo hice saber, pero mi plateada amiga, sin decir nada, señaló la portada de un diario que tenía sobre la mesa, al lado de un café aún humeante. Enseguida entendí lo que me estaba diciendo y asentí con un gesto.
En un mundo en el que el hecho de que el portavoz del Ministerio de Sanidad se tomara unos días libres para surfear en Portugal se consideraba una noticia importante, bien era posible que una lista de la compra fuera considerada literatura.
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