Estábamos tan poco habituados a que este país ganara algo que cuando concedieron a Alfredo Landa y Paco Rabal ex aequo el premio al mejor actor en el festival de Cannes de 1984 por su interpretación en Los Santos Inocentes lo celebré como si la selección hubiera ganado el Mundial; hablo a título personal, claro, que nadie imagine a Mario Camus manteado cual entrenador de fútbol ni coches pitando por la calle o gente gritando y bañándose en fuentes públicas. Tan elevada era nuestra autoestima que cuando nos gustaba una película se solía decir eso de «es muy buena, no parece española». No era este el caso de Los Santos Inocentes, que era una obra maestra y no es sólo que lo pareciese, sino que era una historia muy de aquí. Hoy en día a la gente le gusta o no el cine español dependiendo de sus afinidades políticas, pero esa es otra historia…
—Yo también quiero ir —me dijo Lepisma.
—Pensé que a los pececillos de plata sólo os interesaba la letra impresa.
—Ya devoré la novela, quiero verla sobre las tablas: no te preocupes, no te cobrarán entrada por mí, me colaré dentro de tu bolsillo.
Nos encantó; una vez acabada la representación, me dirigí al baño del teatro y, sentado, me dio por reflexionar sobre la obra, pensando que el pasado que reflejaba se estaba volviendo a transformar en presente. ¿Acaso esa misma tarde en el supermercado no había visto trabajando a una reponedora con muletas por miedo a coger la baja?¿No leí el otro día a un influencer, y no desde su propia plataforma, sino desde un medio generalista, abogar por el fin de la educación pública? ¿No eran frecuentes las voces que reclamaban una escuela más utilitarista, sólo enfocada al mercado laboral y no al crecimiento del alumno? Incluso hacía poco que había visto a los émulos del señorito Iván manifestarse bajo el lema Juntos por el campo, como si sus intereses, o los de los cazadores que protestaban contra la Ley de Protección Animal fueran los mismos que los de jornaleros, pequeños propietarios o los de Paco el Bajo. ¿Y qué decir de los latifundistas que pusieron el grito en el cielo ante la idea de que se realizaran inspecciones de trabajo en sus…?
—¿Acaba ya? —un señor aporreaba la puerta del WC—. Llevo ya diez minutos esperando.
—Sí, sí, disculpe— respondí, avergonzado, y fue entonces, al querer finalizar la tarea y ver el rollo vacío, cuando entendí que Lepisma no sólo había querido ir al teatro para ver la obra.
Jodío pececillo de plata… Se había comido el papel higiénico.
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