El tiempo, como un pariente inglés, es relativo: en ocasiones pasa volando y en otras se detiene, como cuando hablo a alguien de mi ingreso en un psiquiátrico: así hayan pasado cincuenta años, mi interlocutor me mirará con un gesto entre conmiserativo y de precaución como si hubiera salido justamente ayer.
—…dentro hay tiempo —nos explicó con ese tono suyo capaz de hipnotizar a un encantador de serpientes—. Ahora contiene 24 horas, pero cada mes que pase y siempre que permanezca cerrado —señaló el lacre ilustrado con el dibujo de una cola de tigre que formaba el símbolo del infinito y que sellaba la cubierta del estuche— sumará sesenta minutos más. Y así hasta que su propietario decida abrirla y pueda disfrutar de ese tiempo, aunque el cofrecito entonces perderá su magia y no volverá a recargarse.
Lola siguió adornando su historia con detalles cada vez más fantasiosos y atractivos, hasta que decidió que ya había reunido suficiente gente a su alrededor, dio una palmada y dijo con voz solemne:
—Comienza la puja.
Fue una subasta emocionante, y tras quince minutos sólo permanecíamos Bernardo y yo. Mi rival, que se encontraba ingresado por creerse un perro pachón, exclamaba que necesitaba todo el tiempo posible porque cada uno de sus años de vida equivalían a siete años humanos. Yo, que no dudaba de la humanidad de mi contrincante, me mostré inflexible y al final, añadiendo cinco paquetes más de cigarrillos a mi oferta, me hice con la caja.
Han pasado ya veintiséis meses de ese momento, y ahora estoy en casa, acariciando el cofre que debería contener, por tanto, cincuenta y una horas. ¿Qué será de Bernardo? Por lo que sé, aún sigue en el psiquiátrico, sin enfermar de leishmaniosis, que era uno de sus mayores temores. No tengo remordimientos por haberme quedado con el estuche porque este agosto se cumplieron diez años de la muerte de papá; fue algo tan repentino, me quedaron tantas cosas por decirle, tantas cosas por oírle decir, que me prometí a mí mismo que eso no me volvería a pasar. Aunque para ello tuviera que conseguir una caja mágica que contuviera tiempo y que abriría sólo en el caso de estar a punto de perder a un ser querido y disponer de unos momentos más a su lado.
Ojalá no tuviera que abrirla nunca.
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