Así es: cuando un pececillo de plata devora un libro, no sólo se nutre de su celulosa, almidón y dextrina, sino lo más importante, también de asimilar su contenido. Si lo que ha ingerido es un diario manuscrito, absorbe asimismo el alma de quien allí había reflejado sus memorias, que continuará viviendo en el cuerpo del invertebrado.
—¿A qué sabe? —preguntó el escritor, sirviéndose el segundo vaso de amontillado del desayuno.
—Una mezcla de languidez, inocencia, juventud y… algo que aún no soy capaz de descifrar —respondió Lepinsky mientras saboreaba la última página del dietario, la correspondiente al 30 de enero de 1847. Al acabar la ingesta, algo cambió en la expresión del insecto.
—¿Virginia, estás ahí?
—¿Edgar…?
Habían secuestrado el espíritu de su amada del más allá, ante la mirada atónita de los ángeles, que les cogieron envidia, pues no eran tan felices, ni siquiera la mitad. Fue esa una de las mejores épocas en la vida del autor de El gato negro: disfrutar de algo o de alguien es maravilloso, pero recuperarlo cuando ya se había dado por perdido, aún más. Su esposa se adaptó rápido a la nueva situación; le gustaba poder acompañar a su marido allí donde fuera, en su primera vida se había sentido tan sola… Poe, por su parte, había dejado de beber, no solo porque su linda prima estuviera sentada en su hombro mientras iba al bar (donde ahora únicamente consumía té), sino porque tenía la sensación de que le debía algo al universo. Cierto era que el ayuntamiento carnal entre los cónyuges era ahora poco menos que imposible, pero esa era una cuestión a la que tampoco le habían dado la menor importancia durante la primera etapa, más convencional, de su matrimonio.
Sin embargo, poco dura la alegría en la casa del literato. Pronto se hizo evidente la palidez en el cada vez menos plateado insecto, así como su dificultad en respirar y su fatiga. La tos en un pececillo de plata es algo casi inaudible, pero sin embargo era capaz de despertar a Poe, ya de por sí de sueño ligero.
—¿Qué ocurre, Valdemar? —Lepinsky no había desaparecido, sino que en su interior convivían las dos almas.
—Edgar, ya sé cual era ese sabor que no reconocí mientras me hacías alimentarme del diario de Virginia, era… —la tos le impidió acabar la frase, pero también hizo que el escritor supiera de lo que hablaba, aún sin palabras.
—No quiero perderte otra vez… —susurró mientras cerraba los ojos y maldecía el hecho de que, al devorar las memorias de su mujer, Valdemar también hubiera ingerido las gotitas de sangre que de forma involuntaria al toser, ella esparcía en cada una de las páginas.
Cuando se dio cuenta, el invertebrado estaba inmóvil, panza arriba: su amada había muerto de tuberculosis por segunda vez.
Media hora más tarde el poeta entraba en uno de esos tugurios del Bronx que tanto frecuentaba.
—Hola, Edgar, ¿te preparo una infusión de esas que ahora tanto te gustan?
—No, Roderick, ponme un brandy, como antes. Como siempre, a partir de ahora.
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