—Por lo que veo en su dibujo —señaló el doctor Seward, introduciéndolo en la carpeta donde descansaban el resto de las ilustraciones que le entregaba semanalmente desde mi ingreso en el psiquiátrico de Carfax— está usted homenajeando al inmortal Forges.
—Bueno, tristemente ya se ha demostrado que inmortal, inmortal, no era…¡Ojalá!
—Usted ya me entiende, así que déjeme seguir.
—Formideibol.
—Esto me reafirma en mi idea de que padece usted de una mitomanía galopante; mitomanía en la segunda acepción que la RAE le otorga a este término, y que hace que en demasiadas ocasiones deje usted de comportarse como individuo para hacerlo como mero reflejo de sus ídolos o de aquellas cosas que le gustan —Seward volvió a sacar el dibujo, escrutándolo con el mismo gesto con el que mi ex apartaba los, para ella, molestos granos de arroz del risotto—. Sólo hace falta ver cómo de cargadas están sus ilustraciones de guiños y referencias; si quiere conocer mi opinión…
—Francamente, querido, me importa un bledo —le interrumpí apresuradamente; con mi atropellada cháchara quería evitar que mi psiquiatra se percatara de que esa columna de humo negro no estaba en el dibujo por casualidad, sino como homenaje a la serie Perdidos—. Pero es que no creo ser mitómano, ni alguien que abuse de las citas, sino que, como dijo Bernardo de Chartres y luego popularizó Isaac Newton, sé que si quiero ver lejos he de ser consciente de que soy un enano a hombros de gigantes; y desde esta altura contemplo la revolución de los necios, que diría Umberto Eco, ya que las redes sociales han dado un megáfono a legiones de idiotas cuya opinión parece ser ahora tan válida como la de un premio Nobel y, a buen seguro, retruena más alta. Es triste que en una época en la que tenemos mil bibliotecas de Alejandría en nuestro bolsillo, el lema de esos imbéciles, que no son precisamente una minoría, sea, como bien proclamó Isaac Asimov, el de «mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento». Pese a sus innegables virtudes (también las tiene la energía nuclear y mire luego la bomba atómica), Internet puede ser lo peor que le haya pasado a la humanidad.
—Eso lo ha leído usted en Internet.
—Sí —confesé avergonzado, aunque pronto recuperé el ánimo—. Pero le ha gustado, ¿sí o no? —como esperaba, no me contestó.
—Aprovechando esta conversación, hay un tema del que hace tiempo que quería hablarle —carraspeó—. Es tal su mitomanía que esos mismos guiños y tributos los utiliza en su vida cotidiana, llegando a un extremo en el que confunde realidad y ficción: leyendo sus escritos, por ejemplo, he visto que se refiere repetidamente a esta institución como psiquiátrico de Carfax y a mí me ha rebautizado con el curioso nombre de John Seward.
—No…no le entiendo, doctor Seward —titubeé, boquiabierto. ¿Había enloquecido mi psiquiatra?
—Carfax, Seward… No hace falta que le diga que son nombres extraídos del Drácula de Bram Stoker, obra a la que se ha referido, por cierto, en varias ocasiones en sus textos. ¿Nunca le ha parecido extraño?
—He visto tantas cosas extrañas en las 62 semanas que llevo aquí…
—Nunca se ha fijado en que el papel en el que dibuja incluye el membrete de este psiquiátrico, pero como una marca al agua que sólo puede verse al trasluz, ¿verdad? —me acercó una hoja—. Parte superior izquierda.
Efectivamente, ahí no aparecía el nombre de Carfax ni nada que se le pareciera.
—Creo que me estoy mareando, doctor Sew… doctor…
—Tovar, Oriol Tovar. Encantado, nos presentamos por segunda vez —mi psiquiatra lucía una franca sonrisa.
—E… encantado —y a mí se me había quedado cara de cliffhanger.
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