“El esperanto a su alcance en siete días”, ”Adelgace en dos semanas”, “Supere su agorafobia sin salir de casa”.
Aunque promesas así siempre han existido, diría yo que ahora, cuando la gente lo quiere todo y lo quiere ya, se han multiplicado. Las canciones comerciales cada vez son más cortas porque se pagan por número de reproducciones, y comienzan por el estribillo para atrapar al oyente durante los primeros segundos y que así no cambie de tonada; los guionistas de cine porno han tenido que suprimir las secuencias de calentamiento para entrar directamente al meollo del asunto: ya no asistimos a escenas como la del fontanero y el ama de casa que no puede pagar y que susurra “Mi marido no vendrá porque es viajante, ¿cómo podríamos solucionar esto?». Y hablando de viajantes: el turismo cultural se ha transformado en ver el mayor número de museos y obras de arte en el menor tiempo posible para fotografiarse con ellas y luego pasar horas editando las imágenes y compartiéndolas en Instagram con hashtags como #AquíSosteniendoLaTorreDePisaMenudaRisa o #ConElDavidDeBuonarrottiYLuegoAVerElFestivalDeLaOTI
No quiero parecer un amargado ni un nostálgico: yo, como historiador serio que soy, reconozco que la Atlántida, Lemuria o Shangri-La también tenían sus defectos, pero a veces pienso que si los extraterrestres (#EllosHicieronLasPirámidesLoDijeronEnLaTele) nos observaran, nos verían movernos a cámara rápida, como ese truco barato de las malas comedias donde se aceleran las imágenes y las voces para que todo parezca más divertido… porque a veces, la verdad es que somos de risa.
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