Quizás por su sonoridad tan contundente, el año 2000 tenía connotaciones casi míticas para mi generación; preguntarnos sobre cómo sería entonces el mundo y qué sería de nosotros con la escalofriante edad de 27 años era una conversación tan recurrente como podía ser el tiempo que hace hoy, o que los tomates de antes sí que sabían a tomate.
Qué decepción para mí, para alguien que tuvo que colarse subrepticiamente en la biblioteca de una universidad privada (hola, Juanma, ¿te acuerdas?) y así acceder a los libros que necesitaba, y que creía que si algún día tuviéramos toda la información al alcance de la mano, se viviría una auténtica era de las luces: no caí en que también los bulos, la manipulación y conceptos que entonces no podía entender, como el clickbait, estarían al alcance de la mano de cualquiera.
Releo lo escrito y me doy cuenta de que este texto huele a naftalina, como los negocios que aún perduran con nombres como Bazar 2000 o Discopub 2001, pero no me importa: aún hay turrón 1880 y aún se anuncia con el curioso slogan el más caro del mundo.
Y todo esto venía a cuento porque yo, como Lepisma, y aunque reconozca la belleza de muchas de sus imágenes, también me dormí con Blade Runner 2049. Que no se enfaden conmigo los fans de Denis Villeneuve, soy consciente de que quizás no la vi en el momento adecuado y que es una película con los suficientes valores como para que le de otra oportunidad: lo que no puedo garantizar es en qué año ocurrirá eso.
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