Volvía del cine, y al llegar a casa me encontré con unas marcas en la puerta: dos pequeñas estrellas realizadas con algún objeto punzante que pude ver al agacharme para recoger las llaves que por las prisas se me acababan de caer. Convencido de que eran señales que habían dejado los ladrones, llamé a la policía: el agente me informó de que habían recibido muchas llamadas similares, pero que ya tenían una pista.
Ya en el salón saqué el móvil para redactar un tuit sobre la película que acababa de ver, y mientras criticaba el abuso del deus ex machina, excesivo incluso para esa adaptación musical de la Ilíada, me detuve en seco. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué tenía tanta prisa en inmortalizar mi opinión en internet? Caí en que, mientras en la pantalla Aquiles lloraba a ritmo de swing la pérdida de Patroclo, yo no estaba disfrutando de la escena, sino pensando en qué frase ingeniosa podría usar más tarde para describirla: con los mínimos caracteres posibles, por supuesto, que aquello no podría ocupar más de 280. No era habitual ese comportamiento en mí. ¿Acaso me estaba convirtiendo en aquello que odio?
Aquello que odio = la gente que, en un concierto, mira el escenario a través de la pantalla de su móvil mientras graba un vídeo movido que jamás verá, en vez de disfrutar del show.
Dejé el teléfono y respiré hondo. Llevaba años riéndome de quien ve las series a más velocidad para ser el primero en decir que las ha visto; años criticando a la gente que, incapaz de esperar al estreno de una película, la ve pirateada, sin tener en cuenta que esa actitud es la que impedirá que lleguen más films como ese a los cines; años abominando de los que, por conseguir más clicks, reseñan las obras artísticas en términos de obra maestra o bodrio sin parangón; años pensando una cosa para ahora hacer la contraria y dejarme arrastrar por la vorágine de una época en la que parece que estemos obligados a dar nuestra opinión sobre cualquier cosa. Y no lo digo por el hecho de querer compartir mi opinión sobre algo, sino por la ansiedad que había sentido por hacerlo.
Puse el móvil en modo avión, lo cual hizo que me apeteciera volver a ver Aterriza como puedas, y tras reírme por enésima vez de unos chistes que ya me sabía de memoria me fui a dormir. Al día siguiente me dispuse a tuitear, ahora sí, mi reseña, no sin antes echar un vistazo a las noticias.
—Alguna vez podrías comprar el diario en papel, ¿no? —me recriminaba Lepisma desde su estante—. Que tengo ganas de comerme El Mundo.
Una foto de mi edificio hizo que prestara especial atención a una noticia en concreto; se me atragantó el café y me levanté para bajar la persiana, y no por el diluvio que estaba cayendo. Por lo visto la policía había dado con la persona que realizaba muescas en las puertas de la zona: el culpable era un joven que, como si de James Stewart en La ventana indiscreta se tratara, amenizó su largo confinamiento espiando la vida de sus vecinos a través de unos prismáticos. Una vez superado el covid, se dedicó a puntuar la historia de cada uno de los pisos que había estado observando. En mi caso, dos estrellas sobre cinco: qué decepción, qué aburrida debió de parecerle mi vida.
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