Afirma el escritor Daniel Pennac, en una muy conocida y muy citada frase, que el verbo leer no admite el modo imperativo. A estas alturas de la historia y de la literatura, esa idea, con ser cierta y pertinente, no pasa de constituir una obviedad. Para su cumplida demostración ahí están los millones de personas que en las sociedades desarrolladas, teniéndolo todo a favor para leer, y hasta siendo exhortados a ello con regularidad más o menos fastidiosa por sus gobernantes —incluidos algunos que resulta notorio que carecen del hábito de la lectura—, se abstienen escrupulosamente de hacer el esfuerzo de abrir un libro.
No, el verbo leer no admite el modo imperativo; pero sí los otros. Y quizá sea instructivo detenerse un momento a hacer una reflexión sobre cada uno de esos modos admisibles.
Leer admite, claro está, el indicativo, que es el que nos atañe a todos los que estamos aquí reunidos, los que ya formamos parte de la congregación, porque un día fuimos engatusados, porque desprevenidamente cogimos la costumbre o porque no se nos ocurre nada mejor que hacer con las horas muertas que dejan los trabajos y los días. Me permitirán que, sin perjuicio de felicitarme por nuestra existencia y hacer las habituales y necesarias proclamaciones de solidaridad, complicidad, etcétera que nos son características, prescinda en este punto de efectuar ulteriores consideraciones sobre este modo verbal. Lo que es, fue o será no debe preocuparnos en exceso: ahí está sin necesidad de que nos esforcemos mucho, o incluso a despecho de nuestros esfuerzos equivocados. Basta con ver a cualquiera de los que sujetan un tomazo en el atestado metro de Madrid de las horas punta, con la incomodidad y la abnegación casi heroica que ello supone, para comprender que les aqueja una tara casi incurable; que bien puede conocer atenuaciones o desfallecimientos, pero muy difícilmente podrá verse del todo extinguida.
Más enjundioso resulta meditar sobre la conjugación de nuestro verbo en modo subjuntivo, lo que implica combinarlo con otros. ¿Deseo que leas? ¿Me importa que leas? ¿Me inquieta que leas? ¿Me asusta que leas? ¿Me molesta que leas? ¿Deseo que no leas? Dependiendo de quién sea el yo y quién el tú de los sucesivos términos de la gradación, el subjuntivo abre un universo de sabrosos interrogantes. Y la respuesta no siempre es tan evidente como podría parecer. Si yo, responsable público, verdaderamente deseo que los ciudadanos lean, me preocuparé de que su formación y la dotación de las bibliotecas puestas a su servicio sean mejores de lo que eran cuando llegué al puesto (como mínimo). Si por el contrario mis declaraciones a favor de la lectura no son más que un simulacro destinado a publicitarme como mandatario biempensante, me abstendré de forma sistemática de ir un milímetro más allá de lo indispensable para mantener las apariencias. Si yo, creador, concibo la literatura como comunicación con un vasto universo de lectores, y por tanto deseo ser leído por ellos, recurriré a los códigos y los asuntos que lo favorezcan. Si por el contrario prefiero apuntar a un lector cualificado por reunir tales o cuales características, muy bien puedo movilizar recursos que me conduzcan a procurarme sus simpatías a costa de repeler a quienes no son mi objetivo.
Pero en fin, todas estas son también cuestiones ya muy debatidas, y que a la postre confluyen en un océano de sobreentendidos que todos percibimos por debajo del discurso oficial de cada quién. Todos los responsables políticos dicen defender con convicción el fomento de la lectura, pero en la práctica ya sabemos que sólo algunos se aplican a ello con cierto afán, la mayoría cubren el expediente y a otros cabe sospecharlos, por cómo dejan languidecer la cultura en la indigencia —mientras se vuelcan en promocionar otros negociados—, militantes decididos de la causa de la ignorancia, que según cuándo, cómo y dónde resulta estupenda para aumentar el PIB y los porcentajes electorales. También podemos adivinar, bajo el discurso de algunos escritores en teoría ávidos de lectores, que en realidad de lo que andan anhelantes es de compradores —ya lean el libro, o sólo lo almacenen o, mejor aún, se lo inflijan como regalo a un tercero inocente y sin posibilidad de réplica—. Y tras las despectivas proclamas de alguno de esos autores elitistas, cuya apuesta por la excelencia les lleva según dicen a no escribir nada más que para sí mismos —nadie más estaría a la altura, se infiere—, se esconde a menudo el vicio inconfesable de consultar las listas de los más vendidos, ronronear de satisfacción cuando se encuentran y sentir un amargo vacío cuando se caen de ellas.
Por eso, déjenme que prefiera centrarme en el modo verbal más etéreo y evanescente, en que también se puede, y a mi juicio se debe, conjugar el verbo leer. Me refiero, claro está, al modo potencial. ¿Cuándo, cómo, qué leerías o habrías leído?
Ésta, en definitiva, es la pregunta clave a lo largo de toda la historia de la literatura. Ya se la hicieron, y se la respondieron, desde el anónimo primer compilador de las peripecias de Gilgamesh hasta quienquiera o quienesquiera que fueran el Homero que nos refirió la toma de Troya y el vagar de Ulises; cuando el verbo no era leer sino escuchar, y cuando, por tanto, más perentorio resultaba el esfuerzo de contar y más inapelable e inmediato el fracaso en el empeño por captar el interés ajeno.
La pregunta se continuó haciendo a lo largo de los siglos, primero por los redactores y copistas de manuscritos y después sobre los textos impresos, y sólo quienes acertaron a responderla con algún acierto, a juicio de sus contemporáneos o, excepcionalmente, de algún ilustre lector rezagado capaz de convencer a otros, permanecen hoy en nuestras bibliotecas y en nuestra memoria. En el momento presente, marcado por la urgencia de las modas y la presión de la rentabilidad y los resultados rápidos en todos los ámbitos, la vieja pregunta se vuelve más acuciante. Miles de autores y de editores se enfrentan cada día con ella, sabiendo que errar a la hora de darle respuesta puede acarrearles la pérdida fulminante de su condición o, cuando menos, la necesidad de buscarse otro lugar desde el que ejercerla.
No falta, desde luego, quien considera de mal gusto interrogarse de este modo: como una especie de rebajarse o apearse del pedestal sublime que constituye la creación literaria, en el que el autor sólo se mide con los dioses y no puede distraerse atendiendo a las inclinaciones de los mortales. Es una actitud ética y estéticamente legítima, qué duda cabe, y nada más lejos de mi ánimo que negarles a quienes creen en ella el derecho a sostenerla. Pero igual legitimidad ética y estética tiene quien explora a su alrededor, observa, escucha y trata de intuir caminos por los que llegar con su cuento —que es tanto como decir con sus recuerdos, sus fantasías, sus obsesiones, sus cavilaciones o sus disparates— al resto de sus hermanos humanos. Una actitud que, como bien precisara en su día Raymond Chandler, no consiste en ofrecerle sin más al público lo que éste quiere, sino en encontrar la manera de ofrecerle lo que tú quieres de un modo en que puedas convencerle de aceptarlo, ya que el imperativo queda excluido y no se escribe para que la obra quede ignorada.
La pregunta —qué leerías o habrías leído— también implica una trascendental asunción previa: salvo casos excepcionales de ineptitud o carencia total de inquietudes, todas las personas pueden ser, en mayor o menor medida, lectoras. Quienes no han desarrollado en absoluto la curiosidad por la lectura, o bien no han sido adecuadamente formados para valorarla, o no se les ha motivado de modo suficiente para disfrutar de sus beneficios o, y éste es el más crucial y dramático de los impedimentos, nadie ha acertado a ponerles en las manos un libro que les interese, en el momento y el lugar adecuado para ello. Un dato que corrobora esta tesis, situándonos en una circunstancia extrema pero por ello mismo esclarecedora, son los relativamente altos índices de lectura que se dan entre la población reclusa, cuyo nivel de formación —y por tanto de preparación y motivación lectora— está por debajo del de la población general. Y no deja de ser un elocuente dato adicional el alto porcentaje que de los préstamos en bibliotecas carcelarias representan los libros de poesía, frente al carácter minoritario que tiene este género en la calle. Naturalmente, nadie propone la privación de libertad como expediente extraordinario para lograr el aumento del número de lectores, pero el ejemplo ilustra cómo mucha gente que no lee tiene la capacidad de hacerlo —leería— si se le sabe persuadir.
Por tanto, es mucho el territorio que se puede ganar para el libro: incluso en el mundo hipercomunicado del siglo XXI y en un país que vive y disfruta intensivamente de los múltiples desarrollos tecnológicos de la era digital, cuya potencia y cuya versatilidad en la transmisión y difusión de contenidos hacen que a muchos el libro les parezca una especie de vestigio arqueológico. Aun en estos tiempos marcados por los mensajes instantáneos y sintéticos, el mensaje diferido y espacioso del artefacto literario conserva todo su sentido, si es que no lo ve acrecentado.
La velocidad, la inmediatez, la espectacularidad con que la realidad nos llega hoy a través de los medios de comunicación, generan adicción y conforman las sensibilidades y hasta las conciencias. Pero al mismo tiempo crean la necesidad de un contrapeso, en las sociedades y en los individuos. Disponemos de torrentes de información, que nos llega de forma tan puntual y apabullante como nunca nos había llegado. Nos enteramos de lo que sucede en seguida, o incluso mientras está sucediendo —el paradigma del 11-S—, y son tales los medios puestos al servicio de la información, y tan brillante el modo de presentarla, con predominio de un lenguaje audiovisual que ha alcanzado altas cotas de elaboración técnica, que parece que no se puede pedir más. Pero en el mismo fenómeno, y en su trastienda, hay amplias zonas de sombra que nos conducen a demandar otra cosa, todo aquello que los medios no dan, o dan en muy escasa medida, y que nos es tanto o más necesario que tener noticia puntual de un hecho. Como seres pensantes necesitamos dar el paso de la información al conocimiento, del dato al concepto, de la simple noción de que algo existe a la comprensión de sus causas y la representación sus posibles consecuencias. Una operación para la que los medios de la era de la imagen nos ayudan poco, porque exige trasladarse fuera del espectro de lo visible, y trasponer horizontes inalcanzables para el objetivo de una cámara. La herramienta desarrollada por los seres humanos para navegar por esos mares no es otra que la palabra, y el libro, su casa por excelencia, aunque haya otras, o pueda pensarse a estos efectos en el libro como algo más que el objeto tradicional, y sin excluir por ejemplo sus diversas formas electrónicas.
Al espectador saturado de imágenes de nuestro tiempo le conviene y le conforta especialmente, incluso aunque no lo haya descubierto aún, darse tregua de vez en cuando con el ritual sosegado y reflexivo de la lectura. Es una evasión de la lluvia de impactos que sufre nuestra mente cada día, de la tempestad de tentativas de persuasión a que nos vemos sometidos desde el mismo momento en que nos ponemos en pie, en esa condición de potenciales consumidores de todo que nos convierte en objetivo de toda suerte de vendedores. Porque muchos libros —y uno diría que casi todos los buenos— no intentan persuadirnos de nada, tan sólo nos proponen la aventura de compartir la historia o la emoción que contienen, y que en ellas mismas concluyen, para que a partir de ahí cada uno construya su personal interpretación, su particular recuerdo u olvido. Y también los libros, y quienes los escriben, pueden ofrecer otra forma de compensación no menos valiosa: ocuparse de las muchas parcelas de la realidad que no asoman a las pantallas ni a los escaparates, porque no venden o no son rentables o no hay manera de hablar de ellas en el lenguaje compacto de los medios, pero que también pueden interesarnos y conmovernos. Cualquiera que atienda con un mínimo interés a lo que le rodea, comprobará que hay nimiedades respecto de las que recibimos un estrepitoso exceso de información, a todas luces desproporcionado, y en lógico correlato, aspectos nada nimios de la realidad de los que apenas sabemos, o sabemos tarde y sabemos mal. Nuestra sociedad de la información lo es de una forma polarizada y selectiva, y cada vez lo es más. Cada vez son más, y más importantes, los espacios del conocimiento y la sensibilidad humana que quedan tras la línea de sombra, allí donde ya nadie podría hallarlos, de no ser porque hay gente que sigue escribiendo libros, y consignando en ellos el testimonio de algo que de otro modo se perdería.
La propia industria audiovisual, con todo su poderío, reconoce una y otra vez esta deuda. Muchos cineastas, en busca de la originalidad, de la diferencia que les permita distinguirse y elevarse por encima de los rivales con los que concurren en las taquillas, acuden a buscar sus historias a obras literarias. Luego es posible que muchos de los espectadores ignoren que lo que han visto fue, antes que otra cosa, palabra escrita, pero eso no disminuye el triunfo del libro. Habrá quien piense que muchos que hasta ayer lo desconocían saben hoy que hubo un rey espartano llamado Leónidas que plantó cara a los persas en las Termópilas por la película 300, de Zack Snyder. Pero eso no es cierto. Lo saben porque un señor llamado Frank Miller decidió revivir aquel viejo episodio en una forma de literatura, un cómic o historieta, en el que se inspiró el cineasta. Y a su vez Frank Miller pudo hacer ese cómic, en último extremo, porque 2.500 años atrás un señor llamado Heródoto se tomó la molestia de recoger la historia en un libro. Con todas las deformaciones y adaptaciones —no necesariamente nocivas— que impone la producción audiovisual, es a aquel griego a quienes están escuchando, sin saberlo, los que se sientan delante de la pantalla. Y el relato los cautiva. Otro tanto puede decirse de numerosas películas que consiguieron llegar al público con gran eficacia, contando historias que antes fueron un libro: desde Blade Runner hasta Black Hawk derribado, por citar sólo dos ejemplos de la filmografía de Ridley Scott, un realizador con buen olfato para el éxito.
Todas estas consideraciones, y algunas más que pudieran hacerse, nos confirman en la premisa de que el modo potencial de nuestro verbo es una sólida realidad: mucha gente leería; tiene capacidad, razones y alicientes sobrados para hacerlo. Lo que necesita es libros que atiendan a esas razones y alicientes.
Y aquí es donde llegamos al meollo de la cuestión, o por lo menos al punto en que quisiera centrar mi argumentación. Más allá de los esfuerzos institucionales y políticos de aquellos a quienes incumbe oficialmente promover la cultura, que siempre criticaremos y consideraremos insuficientes —y que acaso estén condenados a serlo—, las gentes del libro, ¿acertamos a escribir y editar una literatura que haga lectores? O lo que es lo mismo, ¿estamos atentos para ofrecer a ese lector al que hoy nos enfrentamos, en toda su potencial diversidad, y no al lector ideal o predilecto de cada quién, los libros que desearía leer y que, por tanto, leería? ¿Qué podemos hacer, qué podemos contar para que sean más los que nos escuchen? Como modernos Homeros en el ágora de la sociedad digital, ¿de qué Aquiles, de qué Ulises, de qué campañas y singladuras —y con qué estrofa— podemos hablarles a los transeúntes para que no pasen de largo?
Si quien les habla poseyera la respuesta a estas preguntas seguramente no estaría aquí, sino comprando y rehabilitando castillos en Escocia como J.K. Rowling. Al respecto no dispongo más que de algunas ideas borrosas y otras tantas intuiciones confusas, que son las que, de la manera menos confusa y borrosa posible, me dispongo a compartir seguidamente.
Antes de nada, quisiera distanciarme de una opción que alguien puede considerar, y no digo que ilegítimamente, un modo de responder a la cuestión planteada. Basta observar el mercado editorial, sobre todo en aquellos países donde es más pujante y mueve mayores cifras, para apreciar que hay ciertos atajos que pueden tomarse y que, en ciertas condiciones —que no siempre— ofrecen razonables perspectivas de éxito. Dichos atajos consisten, por resumirlos grosso modo, en imitar con un producto editorial los productos de éxito de la industria audiovisual. En el saco entran desde los best sellers aventureros y esotéricos cuyos derechos cinematográficos —y uno se atreve a sospechar que hasta el guión— están vendidos a Hollywood antes de que lleguen a las librerías, hasta los libros firmados y escritos —o no— por personajes populares en otros ámbitos hablando de sí mismos en coincidencia con el máximo apogeo de su popularidad. Nadie discute a sus autores el derecho al oportunismo —ningún código penal prohíbe esta conducta—, ni tampoco el talento para brillar en el ramo que eligen —no todos los que hacen un libro en el que sale el Vaticano acaban teniendo la cuenta corriente de Dan Brown—. Tampoco vamos a ponernos puristas y a decir que eso no es literatura. En el límite, hasta los prospectos de antibióticos son literatura, no están escritos de cualquier manera. Pero sí podemos decir que no es esa literatura vasalla de la moda y de los resultados a corto plazo la que aquí nos interesa.
Tampoco se trata de aspirar directamente a la inmortalidad, vano y por lo demás impracticable empeño. Pero sí de plantearse llegar a los lectores con una obra en la que prevalezca un sentido artístico y haya una mínima intención de lograr algo perdurable, más allá de una coyuntura particular. Y que pueda dar pie al lector a explorar, en la medida de sus posibilidades y apetencias, el ancho espacio de la literatura universal y de todos los tiempos, en lugar de invitarle a recluirse o especializarse en una determinada parcela. Que le sirva para abrir las ventanas y ver todo el campo, y no para uncirse al angosto yugo de una cofradía de frikis de tal o cual género, subgénero o saga.
Como casi todo en la vida, es una cuestión de saber qué pero también de saber cómo. Y en ninguna de las dos vertientes del problema, reconozcámoslo, lo tenemos fácil. A estas alturas, podemos llegar a temer que todas las historias posibles están ya contadas de todas las maneras posibles, y que un niño de diez años, que carga a sus espaldas con varios miles de horas de televisión —con su dosis correspondiente de publicidad, quizá el contenido televisivo de más excelente factura narrativa—, está familiarizado con y previsiblemente aburrido de todas ellas. Se sabe los trucos, las ironías, las trampas, los efectos, que reciclados una y otra vez en los más diversos formatos conducen a una indiferencia que fomenta entre los programadores el recurso a ideas cada vez más aparatosas y hasta aberrantes para captar a la cada vez más escéptica y resabiada audiencia.
Y sin embargo, ésta es una impresión engañosa. Hay muchas historias que no cuenta nadie. Las puede uno encontrar en el pasado, que a fuerza de desmemorias se convierte en un rico yacimiento de prodigios y misterios, aunque por desgracia y a menudo sirva asimismo de coto de caza para desaprensivos; y también en el presente, en ese presente tan fragmentariamente mostrado por los medios de comunicación, y tan poblado de estereotipos, prejuicios y toda clase de anteojeras para encubrir la realidad. Basta apuntar un poco fuera del foco acostumbrado, o cambiar el ángulo, o romper alguno de los muchos tópicos que se interponen entre cada uno de nosotros y los demás, para que surja el asombro y por consiguiente el interés. En este punto me gustaría reivindicar, como actitud primordial del contador de historias, la compasión y la solidaridad con los personajes. La clave de una narración son sus personajes, la manera en que a través de ellos se nos ofrezcan esbozos de genuina humanidad, en lugar de reducirlos a piezas de un mecanismo o, lo que resulta aún más nefasto, a meros reflejos de lugares comunes e ideas preconcebidas. Nuestra sociedad, diversa, heterogénea y paradójica como nunca lo fue antes, nos ofrece una galería de tipos humanos potencialmente infinita. Son muchas las formas de verdad a las que puede hoy obedecer un personaje novelesco, lo que ofrece una panoplia antes impensable de posibilidades. Hace falta la intuición para escoger aquellos que puedan resultar especialmente representativos de los conflictos y la sensibilidad de nuestro tiempo, pero ningún novelista podrá decir que no tiene de dónde sacarlos. Lo que nadie debería permitirse, en estas circunstancias, es la torpeza de recurrir a lo consabido.
Aparte de personajes, nuestro presente nos ofrece espacios y modos de viajar por ellos antes desconocidos. Las nuevas dimensiones aportadas por el desarrollo tecnológico y la globalización, que a veces nos fascinan por las ventajas que nos aportan, y otras veces nos sobrecogen y desasosiegan con las perplejidades que nos generan, abren multitud de cuestiones de las que nadie pudo escribir antes, una especie de inmensa terra incognita en un planeta ya cartografiado y hollado hasta la saciedad. Ya no es una aventura viajar a Australia, y sin embargo puede serlo salir a la calle en cualquiera de nuestras ciudades, ir a trabajar a la oficina o navegar en la soledad de una habitación a través de internet. Y no digamos ya si nos situamos en alguna de las fallas que se abren en la corteza de nuestro mundo, como la que conocieron de golpe quienes estaban en Atocha el 11 de marzo de 2004 o aquella en la que viven desde hace años quienes despiertan cada mañana en el Bagdad de ahora mismo.
De muchas de estas historias, se dirá, ya nos hablan los medios de comunicación. Y es cierto, pero no de todas, y aun de aquellas que nos llegan a través de ellos, es más lo que queda oculto que lo que se nos da a conocer. Tenemos los titulares, las líneas generales, y cuando nos lo cuenta un profesional de talento, alguno de los detalles significativos. Pero es en la suma de esos detalles, de todos, donde, como decía Stendhal, se encuentra la verdad. Y nada como la literatura para acopiarlos.
Hace falta olfato, pero también capacidad de observación y voluntad de asumir riesgos para encontrar los asuntos y los personajes que puedan emocionar y sorprender al lector. Puede ser útil examinar algunos ejemplos de protagonistas e historias que han logrado en los últimos años interesar a un amplio público, atravesando fronteras. Tomemos, por ejemplo, al que quizá sea el novelista japonés más difundido en los último años: Haruki Murakami. Si observamos los personajes que aparecen en libros como Tokio Blues o Kafka en la orilla, nos encontramos con que su factura es a la vez clásica e innovadora: por un lado son variaciones del héroe que lucha en soledad, ya presente en las epopeyas homéricas; pero por otro se trata casi siempre de seres quebrados y heridos, que compiten desde la desventaja en un terreno de juego hecho a la medida de los triunfadores, y que desde su fragilidad afirman su fuerza vital. Son reflejo de millones de personas de nuestro mundo, que tantas exclusiones y tanta desorientación provoca entre sus habitantes. Están solos, están perdidos, incluso han perdido, pero no se rinden.
Otro ejemplo iluminador podrían ser las novelas policíacas del autor sueco Henning Mankell. Lejos del estereotipo del clásico investigador cínico, seguro y de vuelta de todo, su inspector Wallander es un atribulado funcionario, cuya vida privada está hecha unos zorros —cosa que le suscita lo que le suscitaría a cualquiera, más pesar que orgullo—, y que desde su melancolía proyecta una mirada demoledora sobre el lado sombrío de esa sociedad en apariencia tan bien organizada y ejemplar en la que vive. La Suecia de Mankell deja entrever bajo las costuras de su estado de bienestar los rotos y las carencias que afectan a los individuos, los cadáveres guardados en los armarios, las frustraciones que anidan bajo la fachada de satisfacción. Y en ese ejercicio viene a representar a todas las sociedades desarrolladas, más capaces de construir una bella y persuasiva propaganda que de solucionar los problemas realmente importantes que aquejan y en ocasiones atormentan a las personas.
Por último, permítaseme citar el caso de uno de los grandes fenómenos editoriales recientes en Francia: Les bienveillantes, del escritor norteamericano en lengua francesa Jonathan Littell. No cabe duda de que una buena parte de su fuerza se la debe al tema y al personaje que elige para abordarlo: el Holocausto, pero narrado desde el punto de vista de un oficial de las SS homosexual que recuerda sus fechorías desde la confortable vejez de que disfruta bajo una identidad falsa en Francia. La perspectiva comienza siendo provocadora, para a medida que avanza el libro tornarse según los pasajes repulsiva, desasosegante o, lo que es peor, espantosamente normal y corriente. Los SS que nos muestra Littell son, en muchos casos, funcionarios agobiados por el papeleo y angustiados por problemas de mera intendencia, como la dificultad de exterminar a tantos miles de personas o de trasladarlas por las saturadas redes ferroviarias centroeuropeas. Algunos, como el protagonista, han llegado allí por accidente; a partir de un cierto momento se trata de ellos o de los judíos, y en esa disyuntiva, sin ser especialmente antisemitas, eligen su propio partido y se ven arrojados a una senda de atrocidades. Cabe cuestionar el planteamiento del libro, pero a nadie que lo lea le dejará indiferente. Littell invierte el paradigma de la literatura sobre el Holocausto, haciendo coincidir el yo con los verdugos, que siempre fueron los otros. Y lo que más escandaliza y a la vez engancha a la lectura es comprobar que ese yo inmundo, mostrado en su integridad y sin la menor indulgencia, no es tan radicalmente distinto del yo de cualquiera de nosotros.
Los tres ejemplos expuestos, tratándose de autores, géneros y relatos muy diferentes, presentan algunos rasgos comunes: un enfoque novedoso sobre la realidad, ya sea fijándose en aspectos también nuevos de ésta o variando la mirada tradicional sobre aspectos ya contados por otros; una capacidad de traspasar las apariencias y de bucear en las honduras, a veces contradictorias, de los asuntos de que se trata; y unos personajes ajenos al cliché con cuyos avatares el lector puede identificarse, porque encuentra afinidades entre sus propios sentimientos y actitudes y los que muestra la criatura de ficción, por ajeno y aun extremo que sea el contexto en que ésta se desenvuelve. Quizá en este último punto se halle el factor capital. Los héroes al estilo convencional ya son patrimonio de la industria del espectáculo, que se ha apoderado de ellos y ha construido a su alrededor un entramado inigualable para vendérselos a su clientela. En la literatura se impone una suerte de antihéroe reelaborado, que no excluye el patetismo ni la gloria pero tampoco puede quedarse en ninguno de los dos extremos, porque ello equivale a deshumanizarlo y por tanto a hacerle perder su poder de convicción.
En suma, se trata de ofrecer al lector historias sorprendentes y estimulantes, pero en las que pueda participar desde su propia experiencia vital. Hoy, más que nunca, nos hace falta que quien lee se convierta, a su modo, en protagonista de lo leído, que sienta que el libro le habla de sí. Es, quizá, la consecuencia de una sociedad narcisista y que a la vez plantea a las personas una permanente sensación de extrañamiento. Leer puede ser, así, una forma de volver a casa y reencontrarse.
Dicho todo lo anterior sobre el qué contar, habría que ocuparse, así sea someramente, del cómo contarlo. No es que se trate de una cuestión menor, de hecho es bien sabido que un error de procedimiento puede dar al traste con los propósitos más nobles y las ideas más brillantes, pero siempre he tenido la sensación de que la forma en que uno escribe una historia viene marcada de modo decisivo por lo que en ella se refiere. No puede idearse la estructura de un edificio al margen del material de que está hecho, so pena de desperdiciar recursos y esfuerzos o de exponerse a que una vez alzado los muros se vengan abajo. Sólo si uno medita adecuadamente sobre qué está contando, hallará la manera óptima de contarlo. Como dice en Alicia a través del espejo el siempre lúcido Lewis Carroll: Take care of the sense, and the sounds will take care of themselves.
Lo que parece evidente es que en nuestro tiempo han quedado superadas las extravagancias formales con las que tanto se distrajeron los creadores —y algo menos los lectores— durante gran parte del siglo XX. Perdida su capacidad de impresionar, pesa más su potencial irritante, además de suponer un lastre letal en una era en que tantos cerebros compiten por comunicar los más variados mensajes de la forma más efectiva posible. Si nos ponemos demasiado estupendos, bien puede suceder que suscitemos más inhibición que estupor. La sencillez, que ya era una virtud en tiempos de Cervantes —“no te encumbres, muchacho”— lo es todavía más en los nuestros. Una sencillez no entendida como simpleza, claro está, porque no se trata de decepcionar la inteligencia de nadie, sino por encima de todo como naturalidad. Ello no implica de ninguna manera renunciar a la elaboración: quien escribe sabe que a veces nada requiere más esfuerzo que conseguir que no se note el esfuerzo.
Déjeseme reivindicar también en este punto un valor a menudo puesto en entredicho: la eficacia narrativa. Por mucho que hayamos podido disfrutar como lectores de obras en las que esta cualidad brillaba por su ausencia, ya fuera por la destreza estilística o la profundidad de pensamiento del autor, más nos valdrá ser conscientes de que buena parte de los lectores a los que hoy nos enfrentamos han sido educados en la más drástica economía del discurso; y si bien no se trata de imitar a otros en su tendencia a la esquematización de todo, tampoco podemos esperar que la premiosidad excesiva o gratuita encuentre recompensa. Mantener siempre vivo y tenso el ritmo de la narración, sin perder calado, es, tal vez, uno de los desafíos principales del escritor contemporáneo. Y enfrentarse a la dificultad de aunar ambos logros exige una habilidad nada desdeñable. Con esto no pretendo, en absoluto, descalificar a esos autores que en la morosidad, la digresión o la especulación encuentran su realización como creadores, de los que como lector he disfrutado y en no pocas ocasiones. Pero sí advertir que con ese tipo de opciones están expulsando a muchos lectores que podrían serlo, y a los que como contador de historias me resisto a renunciar.
Lo dicho hasta aquí, si es que es válido para los lectores en general —extremo que admito discutible, como todo lo que queda expuesto—, con mayor motivo lo será, a mi juicio, si pensamos en ese lector particular que es el joven. En mi sentir, nada más erróneo que tratar a ese lector con una vara de medir distinta de la aplicada al lector adulto. Por eso defiendo con mayor vehemencia aún la necesidad, a la hora de escribir para jóvenes, de huir de tópicos y visiones superficiales y hacer el esfuerzo de ahondar y buscar historias y personajes originales y conectados con la complejidad del mundo en que vivimos. Ello, en la medida en que dificulta construir mensajes terminantes y unívocos, impedirá tal vez la utilidad más groseramente didáctica que puede atribuirse a la literatura juvenil, pero algunos pensamos que ésa no es, por cierto, una gran pérdida. Y también creo que la naturalidad y la eficacia en el modo de contar adquieren un valor añadido al escribir para jóvenes: la primera porque implica proximidad, y la segunda porque desactiva el discurso que trata de presentarles la literatura como un empeño anacrónico desligado de las exigencias de nuestro tiempo. Y la suma de ambas acredita un respeto que todo lector agradece, pero más aún quien se teme —y no sin razón— objeto de condescendencia.
Al final, todo lo hasta aquí dicho se resume en un solo empeño: desmontar, a la hora de hacer literatura, la fronda de imposturas e hipocresías que nos encontramos por doquier, y hacer el esfuerzo puro y simple de transmitir la mayor dosis de autenticidad en lo que escribamos; con saludable ambición, sin parafernalias superfluas y sin miedo. El lector de hoy, como el de siempre, agradece encontrar en la literatura, incluso en la de ficción —o con mayor motivo en ésta—, la verdad que a menudo se le hurta en la vida. En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer dejó escrita una frase al respecto cuya validez es intemporal. Permítaseme cerrar con ella mi exposición:
La verdad se resigna a una corta fiesta triunfal entre dos largos lapsos temporales en los que es reprobada como paradoja y menospreciada como trivial; pero la vida es breve y la verdad llega lejos y perdura: digamos la verdad.
(Conferencia impartida en Salamanca el 2 de junio de 2007 en el marco de las XV jornadas de bibliotecas infantiles, juveniles y escolares, organizadas por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez.)
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