Foto de portada: Recorte de la cubierta de ‘Te di ojos y miraste las tinieblas’, de Irene Solà, en su edición de Narrativas Hispánicas de Anagrama.
Recuerdo un relato, que más bien fue un ejercicio de reflexión, leído por el compañero de un ya remoto taller literario. Recuerdo, en concreto, que las dos, tres primeras páginas eran insulsas, incoloras, extremadamente aburridas. Porque en aquella historia a los personajes la vida les sonreía como un anuncio de dentífricos: todo era demasiado perfecto. Hasta que, de repente, irrumpía el conflicto, el “santo grial” de aquellos que deseamos iniciar una historia. En ese caso fue a través de una llamada al personaje por parte del propio escritor, que derribaba de un plumazo la cuarta pared y rogaba, desesperado, que su protagonista se metiera en algún problema. O, de lo contrario, el destino de aquella narración sería la papelera, pues el argumento carecía del más mínimo interés —doy fe—.
El ámbito rural es un elemento común en todas las obras citadas, que en ocasiones se erige casi como un personaje más de la historia o se queda, simplemente, en un mero escenario mudo. El campo, además, puede ser reflejado desde el idealismo, la fantasía, la violencia; convertirse en prisión o, por el contrario, en un lugar añorado —ese destino prometido que representa una evasión imposible pues, ¿cómo huir de uno/a mismo/a?—. O representar la conexión con lo ancestral y la oscuridad, como en Vrësno, de Carolina Sarmiento (Pez de Plata, 2023), o en los relatos de Ana Martínez Castillo en Ofrendas (Eolas, 2021), inquietantes a la vez que grotescos. Sin embargo, en todos los casos, este espacio supone un lugar donde las emociones se intensifican, ya que en un entorno solitario y agreste los problemas —y el ansiado “conflicto” literario— resuenan mucho más fuerte.
Lo rural y sus leyendas puede ser también motor de inspiración. La obra Te di ojos y miraste las tinieblas, de Irene Solà, reduce el espacio donde sucede la trama a una sola casa, Mas Clavell, masía testigo de la agonía de Bernadeta, que sirve de telón para desgranar la historia de una saga de mujeres marcadas por un pacto con el diablo. Lo rural, aquí, fluye junto a la trama y la influye, a través de su folklore, con brujas, mujeres de agua y bandoleros, pues todas las leyendas de la zona de Les Guilleries —donde se emplaza la masía— se entremezclan con los relatos de vida de las protagonistas. La estructura, que podría compararse con la unidad de espacio, tiempo y acción del teatro clásico —todo sucede en una sola jornada— es uno de los recursos que marcan el tiempo de una novela que retrata el ciclo del día —y de la vida—-. Retrato hecho a través de una polifonía que estira el tiempo —de la agonía de Bernadeta, de las mujeres que la acompañan y los fantasmas que cuentan sus historias— y compone la historia desde varias perspectivas.
Acaso la mejor forma de contar la realidad sea precisamente a través de diversas voces. Como lo hace, también, Núria Bendicho en otra obra localizada en el ámbito rural: Tierras muertas. Una novela que se inicia con el asesinato de uno de los hijos de la masía en la que se desarrollan los hechos y cuyos secretos completaremos a través del puzle ofrecido por los testimonios del resto de una familia marcada por la tragedia. El determinismo es uno de los elementos clave de esta novela absorbente, cuya intensidad recuerda la de Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor, con ecos de Faulkner, Rodoreda o Victor Català / Caterina Albert. Precisamente el conjunto de relatos de esta escritora, Drames rurals, clave para entender el ruralismo catalán, fue criticado por Joan Maragall que, en 1902, opinó que la escritora se centraba solo en la dureza del campo y que, por tanto, no era creíble: “En la confección del mismo ha presidido un propósito: el de revelar solo lo duro, lo acerbo, lo horrible, lo lastimoso ó repugnante de la simplicidad campesina”.
Desde luego, admiro las obras que consiguen ser interesantes basándose solo en la bondad, el éxito, la utopía. En resumen: sin apenas ese conflicto que, como decía al principio, parece tan necesario en literatura. Pero no sería esta la característica de muchas de las citadas, en las que el ámbito rural provoca que resuenen con más fuerza las inquietudes, recuerdos y tragedias de los personajes, confirmando este espacio como un gran resorte dramático. Lo que me lleva a pensar en la novela Peyton Place, de Grace Metalious, publicada en 1956. En concreto en esa frase que la hizo famosa, “pueblo pequeño, infierno grande”, y que en el caso de las tres obras anteriores —y de otras relacionadas con el ámbito rural—, quizá sería más bien: “letras y campo, infierno grande”.
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