A mí no me cuesta reconocer estas cosas. No se me caen los anillos. Me tomo una cerveza con cualquiera de vosotros y os lo cuento. Sí, es verdad. Lo confieso: hubo un tiempo en el que fui fan, muy fan, de Joël Dicker. Apenas tenía veintidós años cuando leí La verdad sobre el caso Harry Quebert. Y me enamoré. Aquella historia del escritor que no remonta el vuelo me atrapó desde el principio. Por entonces, vivía obsesionado con esto de llegar a ser un juntaletras medianamente reconocido. Por las noches le daba las vueltas a la almohada y removía las sábanas para espantar esos pensamientos desbocados que no me dejaban dormir. Quería ser escritor, y pensaba que por imaginarlo y visualizarlo miles de veces lo iba a terminar consiguiendo. En fin. Ilusiones ingenuas de un veinteañero. El caso es que me encontraba con tales quimeras rondándome la cabeza cuando este chaval publicó uno de los libros más vendidos del año. Dicker apenas tenía veintisiete tacos y ya había sido capaz de escribir una obra capaz de volcar a toda la comunidad editorial. Grand prix du roman de l’Académie Française, casi nada. Aún recuerdo esas anotaciones entre capítulo y capítulo que hablaban de boxeo y de escribir libros. Del bloqueo creativo. De la preocupación por crear una obra maestra. Aquel libro fue una maravilla. Un pelotaso, en Cádiz. También recuerdo las estanterías de las librerías donde se colocaban los títulos más leídos de la temporada, las portadas de las revistas donde Dicker era el protagonista y las críticas que dedicaron a La verdad sobre el caso Harry Quebert.
Vaya envidia.
Poco tiempo después me hice con un ejemplar de Los últimos días de nuestros padres para confirmar que este hombre era un fuera de serie. Que se le daba bien escribir y, lo más importante, que sabía cómo hacerlo. Joël cocina justo esas historias que los lectores están deseando devorar.
Lástima. Algunos años después no pude sentir la misma fascinación con El libro de los Baltimore. Y, ojo, no estoy diciendo que la novela fuese mala. Pero creo que tenía unas expectativas tan elevadas con este autor que su tercera publicación me supo a poco. No preguntadme por qué. Por entonces ni soñaba con escribir reseñas sobre los libros que leía. Aunque pensándolo ahora, con perspectiva, es muy probable que la culpa de que el libro no me impactase como los anteriores fuese mía: era unos cuantos años más viejo que cuando leí su primera obra.
Hará casi un año que leí El Tigre. Sé lo que tuvo que sentir Marty McFly en el DeLorean porque, de alguna manera, leer este cuento ilustrado por David de las Heras fue como hacer un viaje al pasado. Reviví algunas experiencias de cuando era pequeño, porque El Tigre huele a papel impreso, a cuento, dragones y fantasía. El tacto de sus hojas me transportó a la cama de mi antigua casa, cuando llovía fuera y yo leía las versiones adaptadas e ilustradas de Julio Verne y Edgar Allan Poe.
Pero la honestidad siempre por delante. No voy a mentiros. A pesar de la exquisita edición, El Tigre tampoco sació el apetito que tenía de Joël Dicker. Al fin y al cabo estamos hablando de un cuento de sesenta y cuatro páginas. Un par de cafés.
Su última novela, La desaparición de Stephanie Mailer, me ha regalado varias sonrisas. Me lo he pasado pipa leyendo esta novela, qué cojones. Esa idea de mezclar un crimen de hace veinte años y una función de teatro me ha parecido una genialidad. La literatura y la creatividad siempre están muy presentes en las obras de Dicker y quizá, por ello, me ha gustado tanto el personaje de Meta Ostrovski (un crítico literario que afronta varias humillaciones), y esa obsesión que comparten varios personajes por el manuscrito de una misteriosa obra de teatro. Aunque la trama parezca tan inverosímil como las de las películas que dan en la tele los sábados por la tarde, hay una pizca de comedia francesa en esta historia que, como he dicho anteriormente, me ha hecho pasar buenos ratos. ¿Que qué van a encontrar en este libro? Una infinidad de personajes, muchos de esos flashbacks que tanto caracterizan a Joël Dicker y un pueblo decorado al más puro estilo americano (con sus lagos, sus pantanos y todos esos lugares sombríos donde arrojar cadáveres).
Total, que llevo siguiendo a este escritor desde los comienzos y, muy probablemente, lo siga acompañando en el resto de sus novelas. Seguiré siendo fiel a Dicker y diré, aquí, delante de todos vosotros, que La desaparición de Stephanie Mailer es una apuesta segura para los regalos de Navidad. ¿Por qué no? Sé que muchos de vosotros sois reacios, pero yo espero seguir disfrutando de la carrera tan prometedora que ofrece este autor. Los superventas sin canas nunca cayeron bien a todo el mundo. Vale. Pero de una cosa sí podemos estar seguros: Joël Dicker tiene un talento innato para contar historias.
Y sería una lástima no alimentarlo.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: