Cuenta la leyenda que Diderot escribió El paseo del escéptico sobre los muros de su celda, en la prisión de Vincennes, utilizando un sistema de jeroglíficos que él mismo habría inventado. Aunque es cierto que Diderot se las apañó para escribir numerosas notas y reflexiones en los márgenes de un ejemplar de El paraíso perdido de Milton con un mondadientes mojado en una mezcla de vino y hollín, El paseo del escéptico fue escrito en 1747, dos años antes de su encierro, provocado por la publicación de su Carta sobre los ciegos para uso de quienes ven.
Recordemos que, a pesar de que Diderot salió al cabo de unos meses, una parte de su ser permaneció para siempre encerrada en Vincennes, ya que no volvió a atreverse a publicar ningún texto realmente peligroso para conformarse con la redacción de la Enciclopedia y algunas otras obras más o menos prudentes. Sin embargo, aquel otro Diderot siguió escribiendo, como el de la leyenda, en los márgenes del día, produciendo una ingente cantidad de obras que nunca publicaría en vida, si bien —pensando quizás en el propio Jean Meslier— tuvo el cuidado de guardar para que fuesen explotando, como un rosario de bombas de relojería, después de su muerte.
Ciertamente, la publicación póstuma y progresiva de los archivos Vandeul produjo numerosas revoluciones literarias y filosóficas a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX. La religiosa, Jacques el fatalista, El sobrino de Rameau, Los dijes indiscretos o El sueño de D’Alembert son sólo algunas de las obras que redactó, junto a miles de críticas, relatos y ensayos que Diderot escribió en el tiempo que le dejaba la redacción de más de 5000 artículos para la Enciclopedia, que también editó, sabiendo que jamás las vería publicadas en vida.
El paseo del escéptico es un caso particular. Como dijimos, Diderot lo escribió antes de ingresar en la prisión, si bien, a diferencia de la Carta sobre los ciegos, no tuvo la oportunidad de publicarlo. Debido a un soplo de su propia casera, Madame Guillotte, que se sintió escandalizada por las sacrílegas opiniones que Diderot expresaba durante las comidas, éste recibió la visita del infausto Nicolas-René Berryer, en aquel entonces teniente general de la policía, quien no sólo lo amenazó premonitoriamente del peligro que corría si se le ocurría poner por escrito ese tipo de opiniones, sino que también aprovechó para confiscarle una versión manuscrita de El paseo del escéptico.
A partir de ese momento, la supervivencia del texto va a ser milagrosa, y, como diría Walt Whitman, suficiente para hacer dudar a tres trillones de creyentes. Primero Berryer parece haber conservado el texto en su biblioteca personal hasta 1762; luego el texto aparece en manos de Malesherbes, el censor ilustrado que protegió a los enciclopedistas —para ser irónicamente guillotinado en 1794—; de ahí salta a manos de Jacques-André Naigeon, el amigo y colaborador del divino D’Holbach, con el que escribió, entre otras obras, El militar filósofo; Naigeon se lo habría entregado, finalmente, a Angélique, la adorada hija de Diderot, quien, a su vez, lo habría incluido en los archivos Vandeul. Allí el texto durmió el sueño de los justos hasta que fue publicado en 1830, para no ser traducido al español más que en el año 2016, por la imprescindible editorial Laetoli.
El paseo del escéptico es un diálogo alegórico en el que el sabio Cléobule le narra a su joven visitante Ariste un paseo —o viaje— que realizó por tres tipos de avenidas —o regiones—: la avenida de los espinos, que representa el fanatismo y el dolorismo religiosos; la de los castaños, que representa la animada y contradictoria sociedad de los filósofos; y la de las flores, que representa el goce de los placeres terrenales. Como era de esperar en una obra de Diderot, que fue un verdadero maestro en ese arte de dialogar consigo mismo, que tanto interesaría a Antonio Machado, todos los interlocutores de El paseo del escéptico tienen alguna parte de razón ante los ojos de su autor, cuyo escepticismo no se expresa en una defensa doctrinal de dicha corriente filosófica, sino en su capacidad para equilibrar los pesos y contrapesos del pensamiento.
El Discurso preliminar es especialmente interesante, pues vemos a Diderot plantearse de qué modo debe participar, en tanto que filósofo, en la vida pública. El sabio Cléobule le recomienda, en la línea epicúrea y libertina, que aprenda a vivir feliz y oculto —el caute, el larvatus prodeo, el intus ut libet, foris ut moris est…—, guardándose sus ideas para sí mismo. Para Cléobule, tratar de desengañar al pueblo de sus prejuicios y fantasías sería “como introducir un rayo de luz en un nido de búhos. Sólo sirve para herir sus ojos y excitar sus gritos.” ¿Para qué regresar, pues, a la caverna, si el filosofo puede vivir tranquila y felizmente en su rincón?
Pero al joven Ariste, que es el joven Diderot que aún no ha estado en Vincennes y aún no tiene miedo a publicar, esta postura le parece egoísta y cobarde. La religión no le parece un modo de mantener tranquilo a un pueblo irremediablemente ignorante, sino una pura impostura teológico-política gracias a la cual los poderosos explotan al pueblo: “El interés engendró a los sacerdotes, los sacerdotes engendraron los prejuicios, los prejuicios engendraron las guerras, y las guerras durarán mientras haya prejuicios, los prejuicios mientras haya sacerdotes y los sacerdotes mientras haya interés en que los haya”. Ariste-Diderot no puede, pues, aceptar esa escisión entre el pensamiento y la vida, y no sólo por razones éticas o políticas, sino también por razones personales: “Sólo encuentro dos [temas] que merezcan mi atención, y son precisamente los únicos sobre los que me prohibís hablar. Imponedme silencio sobre la religión y el gobierno y no tendré nada más que decir”.
El interés de este prólogo no sólo reside en que nos muestra al joven Diderot plantearse cuál debe ser su propia función en tanto que filósofo —un tema que trataría también Edward W. Said en Representaciones del intelectual, o Foucault en sus textos sobre la parresía—, sino también porque vemos en tiempo real la evolución del libertinismo o spinozismo, que mantuvo una postura elitista basada en el desprecio del vulgo ignorante respecto del cual no sentía ninguna responsabilidad, a la ilustración, que modificó la idea del pueblo, concediéndole la capacidad de aprendizaje, de autocontrol, de justicia y de valentía, para asumir, a continuación, el deber de educarlo —una cuestión no tan desconectada como podría parecerlo de la desestructuración simbólica que ha sufrido “el pueblo” en las últimas décadas, tal y como analiza Owen Jones en un libro como Chavs: La demonización de la clase obrera—.
Así, frente a Cléobule, que considera que “más vale ser un mal autor en paz que un buen autor perseguido”, Ariste-Diderot responde, tout court: “Intentaré escribir un buen libro y evitar la persecución”.
A continuación Cléobule describe su viaje por La avenida de los espinos, que representa el mundo del fanatismo y el ascetismo religiosos, tal y como apunta el impagable epígrafe inicial: “¿De qué mal está aquejado tu espíritu? Del miedo a los dioses.” (Horacio, Epístolas, II, 3) Al modo de las Cartas persas de Montesquieu, Cléobule habla del cristianismo como si fuese un viajero extranjero: “El imperio del que te hablo está gobernado por un soberano sobre cuyo nombre sus súbditos están casi de acuerdo, aunque no ocurre lo mismo con su existencia”.
Entre muchas otras costumbres propias de aquel país, Cléobule nos habla del bautismo de los niños, que es como obligar a un hombre borracho a que se aliste como soldado; del uso, por parte de los monjes, de capuchas, que son “un tragaluz móvil”; o del hábito de llevar sobre los ojos la venda de la fe, que es una prenda de vestir de la que todos se ocupan de que no se les caiga por no mostrar la obscenidad de su propia mirada. A medida que la narración de Cléobule avanza, éste y el joven Ariste reflexionan sobre la imposibilidad de conocer la voluntad de Dios; sobre la temeridad de que alguien se presente como su intermediario; y sobre los fanáticos, que son como ciegos entre zarzas y ortigas, que “creen firmemente que cuanto menos claro ven, más derechos van”.
En La avenida de los castaños, Cléobule destaca que “la diversidad de opiniones no altera en absoluto el trato amistoso y no aminora para nada el ejercicio de las virtudes”. Se describen a continuación, entre otras corrientes filosóficas: el pirronismo, el ateísmo, el deísmo, el panteísmo, el hedonismo y el cinismo. Representantes de todas ellas hablan y discuten sin cesar, aunque en la más estimulante concordia —por otra parte, si dijésemos que estos filósofos son bibliotecarios, los describiéramos algo más tristes y los ubicásemos en una biblioteca infinita, tendríamos algo muy semejante a La biblioteca de Babel, de Borges—.
Resulta especialmente interesante la conversación que tiene lugar entre un filósofo llamado Atheos y un teólogo ciego originario de la avenida de los espinos. Tras una conversación que Diderot no habría podido mantener jamás en el mundo real, el teólogo ciego, viendo que sus razones y su afabilidad son inútiles, opta por apelar a la persuasión de la amenaza y rompe a gritar “¡al impío, al desertor!”. Se convoca, entonces, una asamblea de filósofos para dirimir la disputa entre el filósofo y el ciego, si bien ésta no concluirá nada en particular, sino solo que la concordia debe ser mantenida a toda costa.
Pero, al final del capítulo, al regresar Atheos a su casa, ve que el teólogo ciego, convencido finalmente de la inanidad de sus creencias, ha secuestrado a su mujer, degollado a sus hijos y saqueado su casa. Entonces Cléobule dice erróneamente: “Lo más triste de esta aventura para el pobre Atheos es que no tenía ni siquiera el derecho de lamentarse en voz alta, porque al final el ciego había sido consecuente”. Es “La miseria del hombre sin Dios” de Pascal, es el “si Dios ha muerto todo vale” de Dostoievski, es el nihilismo de Nietzsche, es La soga de Hitchcock. Es, en fin, el coco de la amoralidad y la desesperación nihilista con el que la religión intenta que el ateísmo se duerma.
Finalmente, en La avenida de las flores, Cléobule describe “un jardín inmenso en el que se encuentra todo lo que puede estimular los sentidos”. En esta utopía hedonista se habla de la amistad, de la risa y del placer, y se rechaza el puritanismo de los que “están menos escandalizados, en el fondo de su alma, que celosos de nuestros placeres”. Diderot blande, en la estela de Montaigne, una teodicea hedonista: “¿[Acaso Dios] habría puesto en nosotros tantas sensaciones agradables solamente para afligirnos? Dicen que no ha hecho nada en vano; entonces ¿cuál es el objetivo de las necesidades y de los deseos que los siguen si no es ser satisfechos?”. (88) Contra aquellos que piensan que, “quizás, el soberano nos proponía esas cosas agradables para combatirlas, para tener derecho a recompensarnos”, una mujer responde “¿acaso me aconsejarías ser desdichada esperando una felicidad que quizá no llegue nunca? ¡Si al menos las leyes a las que quieres que me inmole viva fueran dictadas por la razón! Pero no, son un amasijo confuso de rarezas que sólo parece haber sido hecho para cruzarse con mis inclinaciones y poner al autor de mi ser en contradicción consigo mismo…”. No es extraño que Freud —como Goethe, como Zola, como Marx— tuviese a Diderot entre sus autores preferidos.
En El paseo del escéptico, un género aparentemente obsoleto como es el de la alegoría —véase De la alegoría a las novelas, de Borges— recobra fuerza en tanto que herramienta satírica y ejercicio de autodiálogo. En El paseo del escéptico se ven en movimiento buena parte de las ideas más características de la Ilustración radical. En El paseo del escéptico está condensado buena parte del desarrollo filosófico y literario, no solo de Diderot, sino también de todo el pensamiento occidental. En El paseo del escéptico descubrimos cómo mantener la libertad en tiempos hostiles. Porque el nolite te bastardes cardodorum no debería hacernos olvidar ni el sapere aude, ni el écrasez l’infame!
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Autor: Denis Diderot. Traductora: Elena del Amo. Título: El paseo del escéptico. Editorial: Laetoli. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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