MESA DE ENTRADA: LIBRARY LIFE
«It’s Monday! Let’s have cookies!» Así arrancamos la semana en el cole. Díganme que no les encanta. Es lunes, empieza el fresco en este hemisferio, el día se hace un poco cuesta arriba por la cercanía del final (cinco semanas y media, con un feriado en el medio, lo que hace un total de 25 días de clases. ¿Pero quién está contando?), y en el cole hay una maestra copada (del otro hemisferio, pero aporteñada ya) que trajo galletitas caseras llenas de chispitas de chocolate semiderretido para sus colegas. Y avisa que están a disposición de quien necesite ponerle un poco de dulzor a la mañana del lunes. ¿No te hace empezar más feliz la semana una rica galletita con café? ¿O es solo a mí que me da más energía y buen humor? ¿O soy la bibliotecaria más fácilmente comprable del planeta?
Las galletitas, además, llegaron en el momento más necesario para darme una dosis extra de energía (y buen humor) porque son días de inventariar libros, que es una de las cosas más aburridas, lentas, tediosas, monótonas (y seguro me olvido de algún otro adjetivo) que se pueden hacer en la biblioteca. Y yo tenía toda mi esperanza en poder hacerlo en otro momento, acompañada del mate y buena música. O sea, en el receso de junio. Pero no. Toca hacerlo ahora mismo, por secciones. Y ya de paso, hacer un poco de expurgo y sacar libros de ficción que nadie lee de nuestros estantes.
Y ahí entramos en un tema espinoso y controversial (al menos en nuestra biblioteca). Descartar libros. Una amante de los libros, obligada a sacar de los estantes estos preciados objetos, retirarlos del catálogo, despojarlos de sus tarjetas, sus códigos de barras, sus etiquetas de “pertenencia”. Y empiezan los debates triviales sobre cómo decidir qué libros retirar, y por qué, del catálogo. Nosotras fijamos unas reglas de expurgo -perfeccionables, por supuesto- pero que por ahora nos dejan el alma tranquila a la hora de sellar el destino de ciertos libros. Se las comparto a ver qué les parecen a ustedes:
Uno, “los clásicos” son intocables. No importa si el libro no fue retirado de la biblioteca jamás en sus 30 años con nosotros. Se queda. Dos, los libros de literatura que se usan en las clases sólo se retiran si la copia está destruida y tenemos otra. Si no, se queda hasta que pueda ser reemplazada. Tres, libros que tienen la etiqueta de nuestro programa de lectura se quedan. ¿Ven lo que me cuesta sacarlos? Si hasta empiezo diciendo los que se quedan…
Pero bueno, vamos a los que se van. Se van los libros de ficción que tienen páginas amarillas y tan viejitas que el papel se quiebra. Son ilegibles casi y los alumnos les huyen (y los adultos también). Se van los libros que hace diez años (o más) nadie saca de la biblioteca. Nos abandonan los libros que ya tienen al menos cinco años en los estantes y nadie sacó ni una vez en todo ese tiempo. Sacamos con cierto placer los libros con diseños de tapas que han quedado tan antiguos que por más que se los ofrecemos a los alumnos nos miran con cara de “ni ebrio de trementina me llevo ese libro”. Y si el ejemplar está en un estado deplorable, cayéndose a pedazos y sin posibilidades de arreglo, también le decimos “chau, chau, adiós”.
El problema al que nos enfrentamos, normalmente, después del expurgo es “¿y ahora qué hacemos con estos libros?”. No, una fogata no es una opción viable. Prender el fuego para el asado tampoco. ¿Y entonces? Algunos (los menos destruidos) los dejamos en sala de profesores con un cartelito de “Adopt a book” y suelen ser adoptados a lo largo de la semana. Otros se convierten en decoraciones que voy haciendo durante el año para la biblioteca (no es por alardear, pero mis lápices negros forrados con páginas fueron un éxito. Profes y alumnos se los llevaron copados con el look). Los que fueron “populares” entre los alumnos de Middle School, son material para nuestro concurso “Libro en tiritas” que consiste en cortar en tiritas alguna parte (el comienzo, o alguna escena “fácil” de reconocer) del libro, ponerlo en un recipiente transparente y pedirle a los alumnos que adivinen de qué libro se trata. ¿El premio? Chocolates o golosinas. Sí, estamos a favor de comprar la participación de los alumnos con golosinas. Y ellos se venden fácil, también.
Y en el medio de las cosas que van pasando todos los días en la biblioteca, y los libros que se van yendo, los alumnos repasando para el examen, o durmiendo despatarrados entre dos sillas o en el suelo, y los que me convidan mates, se empieza a saber quién se va y quién se queda un año más, tanto de los profesores como de los alumnos. Y de los profesores, colegas al fin y al cabo, uno se alegra, porque suelen cambiar para mejorar sus condiciones laborales o para conocer nuevos destinos. Pero los alumnos que se van porque a sus padres los reubican… a esos no estoy acostumbrada. Hace unos días me enteré, casi por casualidad, que este próximo 10 de junio va a ser el último día como alumno de mi lector favorito (se puede tener favoritismos claros, ¿no?): un peque de 9 o 10 años, lector incansable, al que vi sacar libros casi desde el primer día que estoy en este escritorio. Lo vi con toda su timidez de nene chico, en la biblioteca “de los grandes” semi-esconderse detrás de su mamá. Para cuando se vaya del cole vamos a haber mejorado tanto nuestra relación “bibliotecario-alumno” que cuando llegan libros que sé que le van a gustar le mando correos a su madre o se lo aviso en el comedor del colegio y viene a buscarlos, ya solo. Y cómo voy a extrañar sus comentarios apasionados y precisos sobre los libros que le gustan, sus “mehhh” cuando no era exactamente lo que él esperaba que fuera, sus ojos enormes más enormes todavía al descubrir un libro nuevo, recién llegado y con una tapa que le encanta, su caminar ahora seguro por las estanterías buscando a ese autor que sabe que debe estar acá, las sonrisas orgullosas de su mamá cuando viene a “buscar algo para leer, porque viene el fin de semana y se está quedando sin nada que leer”… Lo voy a extrañar. Mucho.
(¡Último momento! Hoy la profe de la que les hablé en el primer párrafo vino hasta la biblioteca (estamos en diferentes edificios, así que tuvo que caminar hasta acá) para traernos su nueva creación: galletitas de avena y canela. No les puedo explicar lo buenísima que estaba esa galletita, sentir los granitos de azúcar y el sabor de la canela mientras te sentás a empezar el día y en el medio ves pasar a un alumno del último año que vino al colegio con una remera de Bob Esponja. Borges decía que se imaginaba el Paraíso como una biblioteca, y a mí, a veces, me parece que trabajo ahí.)
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