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Libros clásicos sobre libros (IV): colección Ibarra

Libros clásicos sobre libros (IV): colección Ibarra

Quisiera dedicar este reportaje al escritor Rafael de Cózar, Fito para los amigos, que murió en diciembre de 2014 intentando salvar su biblioteca de las llamas de un incendio. ¡Brindamos por ti, Fito, y por Sharon Stone!

Después del éxito de la colección Gallardo, los editores de Castalia María Amparo y Vicente Soler pusieron en marcha una segunda colección de opúsculos para bibliófilos: Ibarra, que seguiría la línea de trabajo empezada en 1947 de los hermosos libritos consagrados a la exaltación del libro desde diferentes puntos de vista. La dirección literaria recayó de nuevo en Antonio Rodríguez-Moñino.

El primer tomo de la colección Ibarra salió a la venta en diciembre de 1948. El décimo y último, en noviembre de 1951, aunque el grueso salió durante 1949. Diez títulos en tres años. El tamaño, en 8º, como Gallardo. Y también en rústica. Una continuación en toda regla. Rodríguez-Moñino escribió en el prólogo del primer volumen de Ibarra su intención de “ofrecerles una serie de obras dignas por su valía de figurar al lado de los clásicos de la bibliofilia que ya poseen”.

"El inconmensurable poder de seducción de estos opúsculos sobre libros estuvo/está presente. No hay más que ver los precios actuales de estas dos colecciones en las librerías de viejo"

La serie se inició también en edición limitada, con ciento cincuenta ejemplares en papel de hilo (a 75 pesetas cada uno) y doscientos cincuenta en ófset (a 25 pesetas), aunque, como se recogía en el folleto publicitario, “en nuestro ánimo de mejorar y darle novedad en todo lo posible a nuestra Colección, hemos sustituido el tipo de letra Bodoni por el Menhart, aumentando, además, su parte gráfica con numerosas ilustraciones, para lo cual contamos con numerosos artistas en la ilustración y el grabado”.

En este curioso folleto, los editores deseaban que Ibarra “por su interés y presentación, merecerá la misma acogida por parte de los señores bibliófilos como la dispensada a la de Gallardo”. Lo cierto es que tuvo la misma buena aceptación de los entregados compradores. El inconmensurable poder de seducción de estos opúsculos sobre libros estuvo/está presente. No hay más que ver los precios actuales de estas dos colecciones en las librerías de viejo.

Bautizaron esta segunda entrega como Ibarra en honor del impresor zaragozano Joaquín Ibarra y Marín (1725-1785), un humanista de la tipografía y un notabilísimo innovador en este arte. Algunos ejemplos. Las tintas utilizadas por Ibarra eran de una calidad y brillantez excepcionales. Se decía que empleaba una fórmula secreta inventada por él. Era asimismo muy exigente en la admisión de trabajadores y no admitía aprendices si no conocían la lengua latina y tenían suficiente cultura general.

Los títulos de Ibarra, colección de opúsculos para bibliófilos (foto de los volúmenes encuadernados de Diego Martínez Casado) son los siguientes:

I) El bibliómano (1831), de Carlos Nodier, y Subasta de mi biblioteca, de Octavio Uzanne, con traducción de María Brey y prólogo de Antonio Rodríguez-Moñino. Las ilustraciones son de Fernando Cabedo Torrents. 82 páginas. El bibliómano es una de esas narraciones obligatorias para todos aquellos que quieran adentrarse en los entresijos de este apasionante mundo de quienes han perdido la cabeza por los libros, pues se refleja tanto las cualidades positivas como negativas. Le acompaña Subasta de mi biblioteca, un delicioso cuento fantasioso trazado por un verdadero apasionado del libro.

II) Bibliofilia sentimental (1948), de Vicente Castañeda, con una lámina fuera de texto y tres facsímiles de Luis Paret. 84 páginas. Un texto escrito por un contemporáneo sobre los sentimientos que suscita esta afición. Castañeda era un reputado bibliófilo y poseía una importante colección de encuadernaciones y tarjetas de visita. Cedió parte de su biblioteca al duque de Alba para que sirviese de base en la reconstrucción de la biblioteca del palacio de Liria tras los daños sufridos en 1936.

III) El incendio de la biblioteca, de Tomas Bartholino. Estudio, traducción y notas por José López de Toro, con un retrato al aguafuerte de Manuel Gil. 116 páginas. Como se recoge en este interesante texto, “para comprender en todo su alcance el valor general de una Biblioteca, es preciso saber justipreciar debidamente los desvelos, tino, paciencia, dispendios, pericia y hasta sagacidad que han sido necesarios para su formación más o menos completa”. ¿Se imaginan lo que tiene que sentir un amante de los libros viendo cómo arde su biblioteca?

IV) El primer libro de un aficionado (andanzas y desventuras) (1949), de Rafael Alfaro Taboada, con prólogo de Antonio Rodríguez-Moñino. El frontispicio, las láminas y las ilustraciones son originales de Fernando Cabedo Torrents. 80 páginas. Otro autor contemporáneo que se lanzó a pergeñar sus reflexiones sobre el proceso de escribir un primer libro. Este trabajo llegó a la editorial por correo, sin recomendaciones de ningún tipo, sin conocerse quién era el autor, pero le gustó tanto a Rodríguez-Moñino que retiró un libro suyo para publicar este en su lugar.

V) Juan de Vingles, ilustrador de libros españoles en el siglo XVI, de Sir Enrique Thomas, con 19 láminas que contienen 34 facsímiles de grabados, fuera del texto. 84 páginas. Un ensayo sobre el impresor y grabador en madera francés, que se distinguió principalmente por grabar orlas de libros. Fue un excelente artífice del que ya se ocupó Ceán Bermúdez con elogio: “grabó en madera letras con adornos de mascaroncillos, figuras y otras cosas de buen gusto”.

VI) Vida y trabajos de un libro viejo (contados por él mismo) (1949), de Jorge Campos. 72 páginas. Las ilustraciones son de Juan Segarra. El frontispicio fue iluminado a mano por el propio artista. Un cuento largo o una novela corta con tintes picarescos sobre las vicisitudes de un volumen viejo a lo largo de su existencia. Campos fue autor también de un ensayito delicioso difícil de conseguir llamado Crimen y bibliofilia, publicado por Castalia en 1953.

VII) La Biblioteca de Jules Janin, de Pablo Lacroix, con traducción de Felipe Maldonado, noticia biográfica por Joaquín del Val y dos ilustraciones. 80 páginas. Un ensayo o un reportaje periodístico sobre cómo la biblioteca de alguien que fallece “se deshace y los volúmenes toman rumbos diversos, para dar nuevos goces a otros bibliófilos”. Algo demasiado habitual de ver a lo largo de los siglos cuando los herederos no se interesan por la biblioteca familiar. ¿Qué pasará con nuestros libros?

VIII) Manuel Salvador Carmona (1862), por Valentín Carderera, con prólogo de Antonio Rodríguez-Moñino y dos hojas de ilustraciones con cuatro láminas, fuera del texto. 80 páginas. Biografía de este grabador ilustrado español (Nava del Rey, Valladolid, 1734 – Madrid, 1820). Su nombre está en el olvido desde hace muchas décadas, aunque era “un artista considerado por los reyes, elogiado por un sumo pontífice y acariciado por los Grandes de España, embajadores nacionales y extranjeros y cuanto de noble e ilustre había entre nosotros en los reinados de Carlos III y IV”. Porque para algo somos españoles.

IX) Ramillete de bibliófilos valencianos, de Francisco Almela y Vives, con siete láminas fuera del texto. 114 páginas. El escritor e historiador nacido en Vinaroz reunió vivencias y anécdotas de unos cuantos valencianos amantes de los libros en una época de intensa actividad. Se cuenta, por ejemplo, que Marcelino Menéndez y Pelayo fue obsequiado en una comida a “paella en folio”. Pasarán un rato agradable con estas lecturas no aptas para profanos.

X) Bibliofilia romántica española (1850), de Sergio Sobolevsky, con traducción y prólogo de Joaquín del Val, notas de Rodríguez-Moñino y dos hojas de ilustraciones con seis grabados, en el texto. 134 páginas. El bibliófilo ruso, que visitó España en 1850, cuenta sus aventuras bibliópatas en nuestro país. A Sobolevsky le llamaba la atención el celo con que los bibliófilos españoles guardaban sus tesoros. Y pone el ejemplo de Serafín Estébanez Calderón, con unos “armarios inaccesibles, incluso a sus más íntimos; es un harén muy cerrado, de donde salen a veces, pero sin franquear jamás el umbral del despacho, huríes de pergamino blanco con letras góticas, con iniciales iluminadas”. Como debe ser.

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