Esto va de dragones. A mediados de un septiembre de mi niñez vi Pedro y el dragón Elliot, la última película que pusieron en mi cine de verano favorito. Poco después lo cerraron y derribaron, y mi ciudad perdió un cine de paredes encaladas por las que trepaban los jazmines y cuyo ambigú tenía una bombilla roja como la de los submarinos. Desde entonces los dragones me parecieron unos animales de irresistible atracción, y no me extraña que, en forma de estatuas de piedra, poblaran la literaturizada Barcelona de La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón, o que sean bestias esenciales en la serie Juego de tronos. Durante la fiesta libresca de Sant Jordi, vi que en Barcelona despertaban de su hibernación dragones de mentirijillas de variados tamaños, y que, divorciados de un san Jorge que los alancease, aparecían también en preciosos marcapáginas que me regalaron. Por cierto, el cine de verano que tanto me gustaba se llamaba Rosales.
Esto también va de rosas. En una Barcelona en la que lloviznaba florecieron puestos que vendían rosas con espigas de trigo y que, voluntariosos, desganados o con gracia, ofrecían grupos de jóvenes que en una ocasión vi cantar para contrarrestar el día gris. El cielo había amanecido entoldado. Muchas mujeres iban con las rosas que, para cumplir la tradición, les habían regalado. A mi mujer le regalaron dos de color rojo. Y a Penélope Acero, mi editora, como quien bien la quiere ya le había regalado una rosa, le regalé un libro, Manhattan Beach, de Jennifer Egan, que me gustó mucho cuando lo leí, por su narrativa de clasicismo renovado. Las rosas en miniatura adornaron ojales y pecheras la tarde anterior en la fiesta organizada por La Vanguardia en el hotel Alma. Menudo sarao. Entre canapés, copas de cava rosado o de vino los escritores, periodistas, agentes y editores charlaban, se besaban y abrazaban como si firmasen un armisticio con la vida o la celebrasen con educada exaltación. Karina Sainz Borgo, la meteórica novelista del momento, vestía de rojo y conversaba con cantarina alegría mientras Sergio Vila-Sanjuán, reclamado por todo el mundo, dispensaba esa amabilidad y seny que quintaesenciaron a la burguesía barcelonesa. A la salida del ágape, metido en bolsas, nos repartieron a los invitados el enjundioso suplemento Cultura/s especial de Sant Jordi que los escritores y quienes orbitaban a su alrededor hojeaban con avidez, porque un libro recomendado en sus páginas queda consagrado, recibe el nihil obstat de la crítica más exigente.
Pero esto, sobre todo, va de libros. Desde primera hora de la mañana libreros y editoriales montaban a toda prisa sus puestos, que llaman paradas. Y lo hacían en las calles más céntricas de la ciudad, preparando una liturgia festera sin dejar de mirar hacia arriba, porque del cielo anubarrado caía un calabobos más atlántico que mediterráneo, como si hubiesen transfundido a Barcelona el tiempo de San Sebastián. El vientecillo movía las señeras, las banderas catalanas que, a veces tapadas con plásticos, engalanaban los tenderetes (o sea, las paradas). La gente consultaba la predicción meteorológica en los móviles y, aunque las pantallas mostraban ausencia de lluvia, no cesaba de chispear, así que o los observatorios se equivocaban o se equivocaba el tiempo por no hacer caso a los pronósticos. El caso es que la llovizna y los cielos encapotados acobardaron a los viandantes y, al principio, la afluencia de buscadores de libros fue escasa y sólo se veían paraguas abiertos, bóvedas de tela y varillas para resguardarse del agua que caía y se encharcaba en los toldos y plásticos que protegían las hileras de libros expuestos, como si fuesen invernaderos literarios.
Entre los puestos de libros menudeaban los de partidos políticos y variadas asociaciones, lo que resultaba chocante, pues parecían intrusos en la festividad de la literatura. Pero la campaña electoral lo impregnaba todo y los candidatos se paseaban arriba y abajo precedidos por cámaras de fotos y de televisión, escoltados por guardaespaldas y por una corte de fieles, se detenían para improvisar declaraciones y eran rodeados por una constelación de móviles en alto, periodistas y curiosos.
Penélope hacía de cicerone y me acompañaba a firmar de un puesto a otro. Caminábamos sorteando paseantes con chubasqueros, dábamos zancadas para llegar con puntualidad al lugar de la siguiente firma prevista. Y mi agente literaria, Silvia Bastos, hablaba conmigo en alguna de las paradas. Olvidé en uno de los puestos el bolígrafo y me dejaron otro de punta fina que me obligó a tener cuidado en las dedicatorias para no estropearlo, porque aprieto mucho los bolis al escribir, y como tengo tendencia a hacerlo rápido, me sale una letra acalambrada. Por eso nunca he utilizado estilográfica y admiro las bellas caligrafías.
Y al mediodía, escampó.
Comí con editores, escritores, directivos y comerciales de la distribuidora de libros SGEL y la charla, por supuesto, se encarriló desde el principio por caminos del mundillo literario, y después de intercambiar comentarios sobre libros que nos entusiasmaban o nos parecían ni fu ni fa y de chismorrear sobre célebres escritores fallecidos, con prisas y sin tiempo para un café de sobremesa, me fui escopeteado para proseguir con el ritual de firmas.
El tiempo mejoró, la gente se animó a salir y riadas de personas anegaron el centro de Barcelona para comprar libros. Sant Jordi se había salvado. La floresta de paraguas abiertos desapareció y sólo había rosas. Como otros escritores, estreché más manos, di más besos, me hice más fotos, dediqué más libros y escuché a los lectores relatar qué era los que más les había gustado de otras novelas. Y llegó el momento de irme para no perder el avión.
Me despedí casi a la carrera de mi primer Sant Jordi con la sensación de haber vivido un día y medio de alto octanaje, de presenciar un acto de amor colectivo a Barcelona en la que los libros son los protagonistas.
La Barcelona literaria de Cervantes, de Mercè Rodoreda, de Marsé, de Josep Pla, de Eduardo Mendoza, la ciudad que de pequeño, durante casi un año, visité todos los domingos y que aprendí a querer. Por eso, como sucede con los quereres que dejan huella, viajar a ella no es ir, sino volver.
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