Es Francisco G. Orejas un escritor elegante y culto que, desde que publicara El asesinato de Clarín y otras ficciones (Penthalon, 1981), ha ido desarrollando lentamente una obra, sobre todo ensayística, de muchísimo interés. Títulos como Académicos y mundanos: crítica de la cultura española, El sueño de la razón o Guía de la cultura asturiana, con prólogo de Gustavo Bueno, más el ejercicio de la crítica literaria y la escritura de guiones han hecho de este intelectual una figura que debería haber sido más representativa de un tiempo y una región siempre necesitada de ideas. Bien es verdad que su otro oficio, el de periodista, y más tarde al frente de grandes proyectos televisivos, no siempre es posible hacerlo compatible con la creación literaria.
Con El asesinato de Clarín y otras ficciones comenzó Francisco G. Orejas su andadura literaria. El cuento que da título al libro lo recuerdo como uno de los relatos más apasionantes de aquellos años. Tenía todos los ingredientes para que el lector no abandonara la lectura hasta el final: escritura rigurosa, humor y tensión narrativa. Aquel año 81 en que se publicó hacía yo un programa de libros en una emisora de radio que llamábamos “libre” y recuerdo que dediqué una de las sesiones a glosar este libro y a leer el cuento del asesinato, que no era precisamente corto.
Con El calcetín de Hegel (ediciones Trabe) vuelve Francisco G. Orejas a evocar una esencia borgeana y a practicar de nuevo el humor inteligente, con lo que aligera un poco la erudición que algunas veces tiene el libro. Pero el resultado es siempre satisfactorio.
La anécdota que recoge en “Metamorfosis” me hizo sacar de mi biblioteca dos ejemplares de Los Cuadernos del Norte, que dirigía el grandísimo Juan Cueto, porque en el número 8 de la revista se publicó por error un artículo de Francisco G. Orejas sobre María Zambrano firmado por E. M. Cioran. En el número 9 publicaron el verdadero texto de Cioran titulado “Una presencia decisiva” al que preceden estas líneas: ”Debido al error en el texto de E. M. Cioran sobre María Zambrano aparecido en nuestro número anterior se intercalaron párrafos correspondientes a otro artículo. Reproducimos a continuación el texto original”. En ningún momento aparece el nombre de Francisco G. Orejas y por eso comienza su relato así: “En 1981, durante un par de meses, yo fui E. M. Cioran”.
El conjunto del libro mantiene una clara solvencia de escritor con gran bagaje cultural, con erudición y estilo.
El título de El calcetín de Hegel, el Umstülpen, como el autor explica en su traducción, es “darle la vuelta al calcetín”, frase que acuñó Marx “para descubrir el núcleo racional que se oculta bajo la envoltura mística” o lo que es lo mismo, para su posterior desarrollo del materialismo.
Francisco G. Orejas es un escritor que merecería más y mayor trascendencia; que una editorial de ámbito nacional, por ejemplo, recogiera todo lo que ha escrito para ampliar su radio de acción literaria, aunque ya se sabe que en este país se lee lo que se lee. Otra cosa es que hubiese nacido en Francia.
JOAN MARGARIT: LA POESÍA COMO REFUGIO
Imagina una noche de verano
junto al mar, entre sábanas tendidas,
la luna traspasando barandas en el patio,
y sombras de alambradas en la piel
para escribir la música de un sueño.
Imagina las islas con olivos,
sus colinas de mármoles y muerte
donde Leonardo reina, condenado
por un matiz de rojo que jamás consiguió.
(De Restos de aquel naufragio, 1975-1986)
…
Con esta invitación lírica, Joan Margarit (Sanaüja, 1939) se dirige al escultor Josep Maria Subirach (Barcelona, 1927-2014) en un poema en memoria de la amistad que unió a ambos artistas.
Nórdica libros publica La sombra del otro mar, una selección de poemas de Joan Margarit, uno de los poetas vivos más grandes, un escritor en catalán que escribe sus propias versiones en castellano. Margarit, que considera la poesía como uno de los pocos refugios contra la intemperie moral en la que vivimos escribe al final de uno de sus poemas: “La poesía es hoy / la última casa de misericordia”
Josep Subirach, el amigo a quien van dirigidos los poemas de este libro, ha sido considerado como uno de los máximos exponentes de la escultura contemporánea. “Es tan personal la obra de Josep Maria”, escribe Margarit en la introducción, “que es difícil toparnos con cualquier cosa, desde una gran escultura a un pequeño dibujo, sin que nos vengan a la memoria tantas y tantas veladas, las conversaciones…”.
La sombra del otro mar es un homenaje a una larga amistad y es un libro en el que se goza de la palabra de Joan Margarit, siempre emotiva, tierna y terrible, siempre precisa, cálida y verdadera, y de las ilustraciones de Subirach, maestros ambos de una gran sensibilidad artística.
4 POEMAS
NO ESTABA LEJOS, NO ERA DIFÍCIL
Ha llegado este tiempo
cuando ya no hace daño la vida que se pierde,
cuando ya la lujuria es tan sólo
una lámpara inútil,
y la envidia se pierde en el olvido.
Es un tiempo de pérdidas prudentes, necesarias,
y no es un tiempo de llegar
sino de irse. El amor, ahora,
por fin coincide con la inteligencia.
No estaba lejos,
no era difícil. Es un tiempo
que no me deja más que el horizonte
como medida de la soledad.
Un tiempo de tristeza protectora.
(De No estaba lejos, no era difícil, 2010)
UN POBRE INSTANTE
La muerte no es más que esto: el dormitorio,
la luminosa tarde en la ventana,
y este radiocasete en la mesita
-tan apagado como tu corazón-
con todas tus canciones cantadas para siempre.
Tu último suspiro sigue dentro de mí
todavía en suspenso: no dejo que termine.
¿Sabes cuál es, Joana, el próximo concierto?
¿Oyes cómo en el patio de la escuela
están jugando los niños?
¿Sabes, al acabar la tarde,
cómo será esta nocje,
noche de primavera? Vendrá gente.
La casa encenderá todas sus luces.
(De Joana, 2002)
IDENTIDAD
¿Qué hacer con las palabras al final?
Solo puedo buscar, para saber qué soy,
en la infancia y ahora en la vejez:
ahí es donde la noche es fría y clara
como un principio lógico. El resto de mi vida
es una confusión por todo aquello
que nunca he comprendido:
las tediosas dudas sexuales
y los inútiles relámpagos
de inteligencia. Debo convivir
con la tristeza y la felicidad,
vecinas implacables.
Se acerca la última verdad, purísima y sencilla.
Como los trenes que en la infancia,
jugando en el andén, me pasaban rozando.
(De Amar es dónde, 2015)
Killing me softly o la delicadeza de la literatura
Cuando el pasado 21 de marzo Zenda publicó una entrevista de Telmo Avalle a David Foenkinos (París, 1974) yo no había leído a este autor que, desde su primera novela, pero sobre todo con La delicadeza (Seix Barral), ha conquistado el corazón de los lectores de todo el mundo. Pero ha sido esta una conquista que se ha materializado con la misma complicidad y con la misma sutileza con la que esta breve novela va haciendo mella a medida que se avanza en sus páginas.
En la entrevista a la que me refiero, David Foenkinos dice: “El éxito es muy extraño. Por ejemplo, el éxito que tuvo en Francia La delicadeza y que en cambio yo no veo qué hay de particular en ese libro. No lo comprendo, ya que escribí el libro como lo había hecho antes”. El escritor dice no saber por qué su libro ha sido un éxito; probablemente sea porque La delicadeza es una novela en la que se mezclan sabiamente optimismo con romanticismo, esperanza con felicidad, todo con un lenguaje luminoso y una estructura impecable, cuya belleza nos acerca al milagro del amor. “Con La delicadeza”, continúa diciendo el autor, “hubo gente que dijo que había utilizado la receta para el éxito, pero de ser así la hubiese utilizado antes”. En esta entrevista, que leí agradecido porque Avalle lleva al autor a ese terreno que los lectores necesitamos para saber más y el escritor accede con gusto a ser conducido, mi decisión de leer esta novela fue determinante, cuando dijo: “Recuerdo la vez en que Kundera me llamó por teléfono: “Hola David, soy Milan, gracias por La delicadeza. Fue increíble. En mi casa tengo dibujos enmarcados de Milan Kundera”.
David Foenkinos puede que no sepa cuál es la receta para conseguir el éxito con una novela. Nadie la conoce. Solo el lector es quien la hace suya, la disfruta y la trasmite. La delicadeza nos ofrece la posibilidad de darnos cuenta de que la vida se compone de pequeñas cosas que se pueden vivir con generosidad y sencillez, con lentitud y sentido del humor, con autenticidad y ternura, exigencias alejadas del ritmo actual de casi todos pero que siempre están ahí como una posibilidad para encontrar la poesía en la prosa diaria. Para eso está la literatura.
Recientemente, el ganador del Festival de Eurovisión, Salvador Sobral, tocó la fibra sensible con una canción que podríamos definir como “antifestivalera” y que triunfó por su sencillez: “Si un día alguien pregunta por mí», dice la letra, «diles que viví para amarte. Antes de ti, solo vivía cansado y sin nada que dar”, cantó Sobral con esa saudade atlántica que viene de las profundidades del alma portuguesa. Y como ese amor que espera y no sabe si regresará, el cantante le hace esta generosa y melancólica proposición: “Si tu corazón no quiere ceder, ni sentir pasión, ni quiere sufrir, si no quiere hacer planes sobre el qué vendrá después, mi corazón puede amar por los dos”.
Pues bien, ambos, Foenkinos con La delicadeza y Sobral con “Amar pelos dos” tocan la fibra más sentimental, más profunda por su sencillez y verdad. Ya lo cantó Roberta Flack en 1973: killing me softly, With his song.
Felisberto Hernández, un escritor de otro mundo
Un prólogo que empieza enseguida es un gran descuido, el preceder que es su perfume, se le pierde. Macedonio Fernández.
Sitara, la nueva editorial que ha hecho su aparición con tres libros magníficos (Tres vidas, de Gertrude Stein; Narraciones inverosímiles, de Pedro Antonio de Alarcón, y este Mosaico, de Felisberto Hernández, del que hablaré a continuación), cuenta que su nombre “es el del llamado País de las Montañas de Dios, situado al norte de Ardistán, y que fue gobernado durante miles de años por la familia Durimeh, siempre por una mujer”. Y como los tres libros aparecen en la colección Marginalia, las contras contienen comentarios al margen escritos a lápiz, haciendo honor a la frase de George Steiner que definía a un intelectual como “aquella persona que lee un libro con un lápiz en la mano”.
Felisberto Hernández (Montevideo, 1902- 1964) es uno de los grandes tabuladores latinoamericanos que ha construido un mundo propio, sobre todo con sus relatos, cuentos, fabulaciones, disquisiciones filosóficas, pensamientos narrados y no sé que más decir de una obra cuentística, a la que hay que añadir la novela, Por los tiempos de Clemente Colling y que se ha nutrido del favor y del fervor de escasos lectores. Lo dijo Juan Carlos Onetti: “Felisberto nunca fue ni será un escritor de mayorías. Desgraciadamente murió demasiado temprano para integrar ese fenómeno llamado boom y que todavía no logro explicarme de manera convincente”.
Pero nada es convincente en el mundo de la literatura, en casi ningún lugar y mucho menos en un país como este en el que casi nadie lee nada, a no ser que se destape un fenómeno editorial.
Clemente Colling, el personaje de la novela de Hernández, es organista en una iglesia de Montevideo, igual que el autor, pianista en salas de cine y profesor y concertista en su casa, en donde lo visita María Isabel Guerra, con quien se casará años más tarde.
En el libro Mosaico, hay diez líneas tituladas “Prólogo de un libro que nunca pude empezar”, en las que escribe: …“y el que se propone decir cómo es María Isabel hasta dar la medida de la inteligencia, sabe que no podrá decir no más que un poco de cómo es ella. Yo emprendí esta tarea sin esperanza, por ser María Isabel lo que desproporcionadamente admiro sobre todas las casualidades maravillosas de la naturaleza”.
Afortunadamente han pasado por nuestras vidas auténticos y conmovedores contadores de historias, como Cortázar, Borges, Rulfo y Onetti, además de estos cuatro grandes con público más restringido: Macedonio Fernández, Juan José Arreola, Roberto Artl y Felisberto Hernández, a quien echaba de menos desde que leí Nadie encendía las lámparas y Las hortensias. Pero esa ignorancia de la obra de estos autores no debe inquietarnos; pertenecen a otro grupo, como los grandes poetas que hacen del lenguaje un inquietante e inclasificable artilugio para felicidad de sus lectores.
Termina diciendo la editorial: “ Es difícil entrar en Sitara. Para hacerlo se debe pasar a través de la fragua del Bosque de Kulub. Su fuego purifica y fortalece al viajero, quien pasará de ser hombre violento a hombre de paz; solo aquellos ennoblecidos por este sufrimiento podrán acceder al país”.
Imposible más claridad a la hora de definirse como editorial. No entre aquí quien no tiemble con la mágica invitación de la palabra porque, como dice la editora María Agra de Felisberto en el posfacio: “Hernández vivió siempre en otro mundo, en un mundo donde las cosas no son lo que son sino como se sienten”.
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