A lo largo de estos pocos pero fecundos años en los que Zenda tiene abierto su escaparate en la red, no han faltado lectores que hayan afeado nuestra poca dedicación a las librerías de viejo. Es una justa reclamación: el libro usado, de viejo o —más gustosamente— de lance, es el territorio común donde damos en caer todos los verdaderos amantes de las letras encuadernadas. Diríamos, si no se nos exige demasiado compromiso en la explicación, que las bibliotecas, propias o ajenas, son como museos, mientras que las librerías de viejo serían los templos que acrisolan la verdadera esencia de la bibliofilia, el lugar donde se va a cumplir el rito.
Así que inauguramos esta sección con las altas expectativas y crecido optimismo que es de rigor. No obstante, prevendremos al avisado lector respecto a inevitables limitaciones espacio-temporales, valga el símil relativista: nos circunscribiremos a Madrid, que es lo que conocemos y transitamos, y a tiempos recientes; vale decir, no anteriores a la guerra civil.
Importa aclarar, además, que bastante de lo que aquí aparecerá procede de la tradición oral, decantada a lo largo de muchos años de conversaciones con libreros y clientes —otros clientes como nosotros, compañeros de afanes y a la vez implacables rivales en la caza del ejemplar deseado—. Por lo tanto, es información tan incierta y legendaria como el lector guste considerar. Nos parapetamos bajo la capa de Heródoto: no podemos afirmar que los hechos hayan sucedido así o de otro modo, pero los contamos para que con el tiempo no queden olvidados. Y como esta página tiene mecanismos para insertar comentarios externos, qué decir sino que animamos a todo el que tenga algo que corregir o complementar a dejar constancia de ello en beneficio de todos… amicus libri, sed magis amica veritas.
Pero antes de situarnos en el Madrid de los años cuarenta y cincuenta —la postguerra nos viene bien como punto de partida— mencionaremos algunos establecimientos señeros del tiempo anterior que en algún caso prolongaron su vida después, con el mismo u otro nombre:
- Librería Moya, de la calle Carretas, que pasaba por ser la más antigua de Madrid. De tradición médica y también editorial, Cajal la eligió para publicar sus libros.
- Librería San Martín, de la Puerta del Sol, famosa porque ante su escaparate fue asesinado Canalejas cuando era presidente del Consejo de Ministros (eran otros tiempos: ahora el anarquista buscaría al político en el palco de un estadio).
- Librería de Pedro Vindel, de la calle del Prado y luego en Juan Álvarez Mendizábal. Aunque empezó vendiendo en el Rastro —o precisamente por eso— Vindel es quizá el librero más importante de nuestra historia. Fue pionero en organizar subastas y enviar a los clientes catálogos modernos de su fondo; también publicaba sus propias ediciones de bibliófilo. Con todo, lo más conocido de su devenir bibliográfico es el descubrimiento casual en las guardas de un ejemplar de Cicerón de un pergamino del siglo XIII con cantigas de Martín Codax, que desde entonces es conocido precisamente como Pergamino Vindel y ahora pertenece a una library de Nueva York. Sus hijos Pedro, Victoria y Francisco continuaron la tradición familiar abriendo librerías independientes, siendo este último autor de un notable Manual gráfico-descriptivo del bibliófilo hispano-americano.
- Librería de Fernando Fe, en la Puerta del Sol casi esquina a Alcalá, aunque primero estuvo en la Carrera de San Jerónimo. Era estrechísima, según Rubén Darío, que en su España contemporánea nos ofrece una breve descripción de su interior. En su momento —final del siglo XIX— fue la más importante de la ciudad, hasta que la compró la Compañía Íbero Americana de Publicaciones (CIAP).
- Librería Victoriano Suárez, de la calle Preciados. También editorial importante, publicó la obra de Marcelino Menéndez y Pelayo, entre otros.
- Librería de García Rico, en la esquina de Concepción Arenal con Desengaño. De las más surtidas de principios de siglo (XX), su catálogo era la envidia del gremio, pero la recordamos sobre todo porque, en los años 70, su local lo ocupó, manteniendo estanterías y mobiliario, la mítica librería Fuentetaja de Jesús Ayuso (que luego migraría a la calle San Bernardo).
- Librería y Casa Editorial Hernando, en la calle del Arenal, con su completísima colección de clásicos (pero de las traducciones mejor no hablar) y el monopolio de la edición de las obras de don Benito Pérez Galdós.
- La Casa del Libro de la Gran Vía, entonces en construcción, inaugurada en 1923 como Palacio del Libro, fue pionera en mostrar los ejemplares con sentido comercial, mediante mesas y expositores que permitían hojearlos sin la intermediación obligatoria del librero.
- Librería Rubiños, originalmente en la calle Preciados y luego —la que hemos conocido todos— en la confluencia de Alcalá con Goya. Según alguna vez escuchamos a don Antonio, el propietario, el negocio familiar existía nada menos que desde mediados del siglo XVIII, aunque la fecha que acompañaba al rótulo era 1860. Como estaba especializada en importación de libros rusos —principalmente técnicos y científicos, de la mítica editorial Mir de Moscú— y tenía un amplio listado de suscriptores, en el franquismo circulaba la especie de que la policía pasaba cada cierto tiempo a recabar datos de los clientes.
- Y la librería Francisco Beltrán, de la calle del Príncipe, la Dossat (textos técnicos), en la plaza de Santa Ana, Romo, en la calle de Alcalá, Reus (especializada en Derecho), en Preciados…
Hemos mezclado en la relación anterior librerías de nuevo y de viejo sin mayor escrúpulo, pues en nuestro imaginario todas son de lance: los libros y catálogos que de ellas tenemos —con su sello de goma, o su venerable pie de imprenta— los hemos adquirido de segunda o quinta mano, como puede ser de otra manera, y un volumen, por ejemplo, de Hernando, siempre será para nosotros material de chamarilería (en el más noble sentido de la palabra, y aunque esté intonso). Esta distinción nuevo-usado se acentuó tras la guerra, los establecimientos estaban clasificados de esta manera e incluso pagaban contribuciones diferentes. Había algunos que tenían la doble clasificación (y contribución), tal Molina o Castillo.
La mayoría de las librerías tenían trastienda, que servía para las tertulias, para la actividad política clandestina y para esconder (y vender a los clientes de confianza) los libros prohibidos por la censura, normalmente procedentes de editoriales sudamericanas y, más tardíamente, de Francia. En aquella época era frecuente —la necesidad obligaba— revender los libros recién adquiridos inmediatamente después de leerlos. Si estaban en perfectas condiciones, el librero pagaba el cincuenta por ciento del precio facial, y lo volvía a poner a la venta con un recargo del veinticinco.
En el siguiente capítulo toca ya presentar a los cinco libreros mayores del Madrid de postguerra: Gabriel Molina, Julián Barbazán, Montero, Luis Bardón López y Blázquez.
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