Como película de robos totalmente común que es, Lift. Un robo de primera clase —que se apunta a todo ese corpus de películas de acción funcionales producidas por Netflix— plantea sin embargo una idea interesante, quizá el apéndice final, la culminación, a toda película sobre hurtos o estafas que se precie. En tiempos de criptomonedas, leasing, digitalización y, en definitiva, liquidación de la propiedad, lo tangible y lo físico, el último movimiento del capitalismo actual es robar una persona.
El ladrón de arte interpretado por Kevin Hart y su banda, de la que forma parte la española Úrsula Corberó, comienzan la película de F. Gary Gray sustrayendo de una subasta a una persona, un artista de NFT (Non Fungible Token), porque ahora la obra de arte es el propio sujeto. Más tarde Lift se olvida porque quiere o no sabe hacer más con esta propuesta y nos sumerge en el trepidante atraco de avión cargado de oro destinado a financiar el terrorismo, pero hay que defender que el director de The Italian Job (que se autoplagia en un par de ocasiones: el primer acto es extremadamente familiar al pequeño clásico de los Minis) porque el asunto pasa en un suspiro.
Con un reparto coral en el que destaca un excelente Billy Magnussen, además de unos desaprovechados Vincent D’Onofrio y Jean Reno, la película resulta tan obvia como entretenida, con un ritmo nervioso que reduce a los personajes a meros clichés pero en la que Gray demuestra por enésima vez que el oficio todavía vale algo. Pese a la despersonalización a la que se ha sometido el género de la heist-movie, la presente Lift compensa toda crítica con mucha, mucha velocidad, y pese a ello se nota la mano de un realizador con peso, aunque no personalidad. Una vez el filme mete al espectador en el avión, justo en la mitad del relato, Gray redobla la apuesta con un aquilatado montaje y una constante acción que distrae, ofrece espectáculo y no ofende.
Una pena que, en este contexto, el habitualmente histriónico Kevin Hart decida que es hora de hacer un papel de acción medianamente serio. Sin un partenaire cómico que le de la medida sino más bien tímidamente romántico, la bellísima Gugu Mbatha-Raw, Hart desaprovecha la oportunidad de decorar la monotonía de la fórmula con su labia de comediante stand-up. Pero su director demuestra que todavía es importante un director que sepa encuadrar escenarios, por mucho que el despliegue de medios y ciudades internacionales trate de armonizarse con el consabido despliegue de pantalla azul.
No deja de ser la gran paradoja de un filme que, si bien reivindica la presencia del arte físico y su democratización (ese David Hockney en la escuela) al final no es capaz de rodar una escena en un escenario de montaña sin pantalla azul. Signo de los tiempos y, en todo caso, tampoco culpa de este entretenimiento blanco, hecho con decencia y eficaz.
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