No hace mucho que el cortejo era todo un arte que requería de habilidades dignas de operaciones de espionaje. Eran tiempos en los que los jóvenes ligaban bajo la vigilancia de algún familiar. Sin embargo, siempre se lograba encontrar un resquicio al férreo contrato social bajo la ley de “tú por ahí no vas sola” que imperaba en (casi) todas las casas. Pero había un espacio común en el que sentirse un poco más libre. Un remanso de paz en muchos sentidos. En esta historia de amor, ella trabajaba todo el día y él se conformaba con saludarla de vez en cuando. Pero una vez a la semana, ella era la encargada de llevar flores a los difuntos de la familia y, entre saludo y saludo, él era informado del día D y la hora H para la operación nicho. Así pues, él y ella tenían un rato a la semana para charlar a solas. El encuentro tenía lugar en el mismo cementerio, donde los únicos que vigilaban ya no podían escandalizarse por nada. Muchos pasillos con nichos a lado y lado fueron el escenario de paseos en los que otrora se decían los comentarios que hoy día vienen precedidos por una notificación del móvil y se leen en Tinder, o WhatsApp si se ha superado la primera fase.
No son pocas las novelas góticas que han narrado encuentros románticos en cementerios. Y ahora, aún con la libertad y opciones para el cortejo, hay gente que está volviendo a ligar entre muertos. Algunos de ellos se reconocen como tafófilos, amantes de las tumbas, y hay quien ha llegado a cruzar ciertos límites que han obligado a poner restricciones en algunos camposantos. El cementerio de St. Mary, en Whitby, es famoso por formar parte de la novela Drácula. Entre sus tumbas caminó Bram Stoker y tomó prestado algunos nombres de los allí enterrados para sus personajes. Muchos góticos acuden hoy a pasear y lo que no es pasear por el mismo cementerio. John Henson, capillero de la iglesia del lugar, explicó que “fotografiaron a varias mujeres tumbadas sobre lápidas y enseñando demasiado, más de lo que sería normal en la calle, y no digamos en un cementerio. Todavía hay mucha gente de Whitby que tiene parientes enterrados aquí, y pusieron objeciones a lo que estaba pasando”.
No faltaron quejas, claro. Carole Platts, una gótica treintañera, dijo que “no se ha enterrado a nadie en ese cementerio desde 1851. Y si murieron en el siglo XIX, claramente ya han visto corsés como los nuestros”.
No es más que una de las historias que se cuentan en Una tumba con vistas, una obra en la que el periodista Peter Ross evidencia algo que yo jamás habría pensado leer en mi vida: “El turismo de cementerios está en alza”. Y como toda buena historia de amor, esta acaba en boda. En el último capítulo del libro asistimos a la boda de Liz Webb y Shaun McHale en Arnos Vale, un cementerio victoriano en Bristol reconvertido en jardín de paseo, escenario de obras de teatro y un peculiar lugar para contraer matrimonio. Liz y Shaun se casaron el día de Halloween. Una hilera de faroles y calabazas entre las tumbas marcaba el camino hacia el altar. La nómina de invitados contaba con un puñado de allegados a la pareja y unos 290.000 muertos.
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Autor: Peter Ross. Título: Una tumba con vistas. Traducción: Isabel Hurtado de Mendoza Azaola. Editorial: Capitán Swing. Venta: Todostuslibros.
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