Al escribir un guion, Billy Wilder consideraba que había que pensar en lo que le iba a interesar al público dentro de seis meses, cuando ese guion se completase y empezara la producción de la película. A lo mejor ya no le interesaba eso que creías. Aunque coincido con Rick Rubin en que “el público viene después”, es decir, en que uno debe crear para sí mismo y esperar entre humilde y napoleónicamente que alguien lo entienda, el consejo de Wilder no carece de provecho. Pues pienso que uno tiene que ponerse a escribir un libro que le vaya a seguir interesando a él mismo dentro de seis meses, un año o cinco, cuando aún no lo haya terminado.
El caso es que estos días me acordaba de varias veces en que algunos escritores han pronunciado ante mí la frase: “Tengo que entregar el libro”, acompañada de una fecha fatal y estimulante. Nunca he entendido esa frase. Tener que acabar un libro en determinado plazo es como tener que morirse los días quince, algo completamente antinatural. Uno se muere cuando toca, a ser posible habiendo acabado el libro.
Los plazos de entrega yo sólo los entiendo en algunos contextos. Si el libro es un encargo, por ejemplo. O si la obra (novela/ensayo) ya ha sido aceptada, y de lo que hablamos es de su versión final.
Un encargo es lo que provocó que un amigo me dejara hace nada este mensaje de voz en X: “A ver si acabo el puto libro de los cojones, estoy hartísimo”. Que te encarguen un libro convierte la obra en “el puto libro”, sí.
Pero la frase que me vino el otro día a la cabeza (“tengo que entregar el libro”) suele pronunciarse desde el agobio, con cierta petulancia y no pocas ganas de irse a casa (es una afirmación habitual cuando uno abandona una reunión sin pagar). Y ahí me genera pesadumbre.
No se me escapa, claro, que muchas grandes novelas, de Balzac a Burgess, se escribieron a lo tonto, por dinero, deprisa, sin ganas, con plazo propio (una deuda, una enfermedad mortal de diagnóstico erróneo), y que las fechas límite suponen a menudo un fecundo disciplinante para los autores, muy dados a dejarlo para mañana.
Sin embargo, en nuestro tiempo, menos dramático y por lo general comodón, este “tengo que entregar el libro” me desanima. Principalmente, como lector.
Alguien que tiene que entregar un libro no tiene que acabar un buen libro, sino un libro cualquiera. La calidad de esa obra dependerá ya totalmente del azar de la inspiración. Si en los tres meses que quedan para la entrega, uno está inspirado y genialoide, el libro será estupendo; si no lo está, el libro será lo que sea.
Mi pesadumbre viene de que, en ambos casos, el libro será recibido de la misma manera, como si fuera una obra seria. Entiendo que son autores con un público amplio y fiel los que ven programados sus libros sin haberlos terminado, y que al editor le da lo mismo lo que le mande porque a los lectores también les da lo mismo lo que el autor publique. Van a comprarlo igual.
Como no existe la crítica literaria, nadie se enterará de los abollones que un plazo de entrega apremiante ha provocado en la nueva obra del autor. Lo peor de todo es que ni siquiera el escritor se enterará de lo mal que ha resuelto su novela.
Sumemos a ello que, según me cuenta un amigo novelista, ahora los jóvenes autores mandan sus libros a las editoriales después de “leerlos un par de veces”, cuando lo canónico era la minuciosa relectura y la enervante corrección; o que mucha gente considera literatura lo que les da tiempo a escribir en vacaciones, la novela veraneante o el estilo estival: de nuevo, un plazo propio, donde la creatividad emana del convenio regulador de la profesión.
Hay como una obsesión en que escribir un libro no te lleve demasiado tiempo y, sobre todo, no te lleve todo el tiempo del mundo. Cualquier cosa ayuda a dedicarle las horas justas, ya sea un plazo de entrega, una vuelta de vacaciones o una lectura en diagonal. O muchas deudas.
Yo, y cuatro más, aún consideramos que una novela no se termina como un trámite burocrático, “a la máxima brevedad”, sino que acompaña al tiempo con su maduración pausada y peligrosa. Pues puede ser que la novela fracase, no salga, no valga la pena, algo que nunca sucederá si se da por hecho su punto final, en septiembre a las doce de la mañana, un martes.
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A Olmos lo sufrimos cotidianamente, a plazos y sin final. Es un vividor al que le pagan por seguir la senda literaria de la derecha ultramontana, yerma, negadora del liberalismo y cuyo episodio más reciente es Gonzalo de la Mora y Campmany. Por favor, deje de escribir cuanto antes.
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