Los protagonistas de El casco de Sargón son dos hombres, un exmilitar de la guerra de Irak y un profesor universitario, que tienen la oportunidad de cambiar sus vidas, y probablemente de restablecer una amistad forjada durante la infancia en el extrarradio barcelonés, cuando un casco sumerio del siglo XXIII a.C. cae en sus manos. Ese objeto representa el origen de nuestra civilización, pero en esta historia también simboliza la forja de los hombres.
Su autor, Jorge Benítez, cuenta en este making of el origen de su novela El casco de Sargón (Navona).
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Hace unos años, conocí en un trabajo a un chico que había participado en una misión de la ONU durante la Guerra de los Balcanes. A bordo del Transporte de Ataque Aragón, había viajado hasta Ploče, transportando unas casas prefabricadas para unos paracaidistas desplegados en Mostar, y después habían atracado en Rijeka para recoger a unos refugiados bosnios que habían sido liberados de un campo de concentración serbio. Estaba todo en YouTube, sólo tenía que poner “El viaje del Aragón”. Todo eso había pasado durante su servicio militar, que hizo allá por el año 93, cuando aún era obligatorio hacerlo. «Imagínate», me decía, «la cara que pusimos los pipiolos cuando la fragata zarpó a alta mar y nos enteramos de que íbamos a Yugoslavia».
Pero creo que debería empezar por el inicio. El casco de Sargón nació de una imagen concreta, una fotografía que me encontré hace ya un tiempo en internet en la que aparecían unos marines posando junto a la Puerta de Ishtar a plena luz del día, en actitud marcial. El pie de foto decía “Soldados americanos en la provincia de Babil (Irak)”. La imagen me extrañó porque creía recordar que la puerta de Ishtar está en realidad en el Museo de Pérgamo, en Berlín, donde se la habían llevado ladrillo a ladrillo unos arqueólogos alemanes a principios del siglo XX. Entonces investigué un poco y supe que la puerta con la que se fotografiaban con tanta convicción aquellos marines era en realidad una réplica que Saddam Hussein había ordenado construir en el emplazamiento de la original. Y esto me llevó a preguntarme cuál de las dos puertas es más real: si la original, desenterrada por arqueólogos, llevada a otro país a miles de kilómetros y puesta en un museo, en la cuneta de la Historia, o la réplica de Saddam, que sigue en Babilonia viendo pasar los ejércitos, los rebaños, los imperios.
En realidad no tenía una respuesta a esta pregunta, ni me interesaba mucho tenerla. Creo que fue Henry James quien dijo que el trabajo del escritor no es proporcionar respuestas sino plantear bien las preguntas. Entonces se me ocurrió la historia de estos dos chicos del extrarradio de Barcelona, amigos íntimos de la infancia, separados en la primera juventud por sus diferentes derivas. Uno de ellos, Javi, es un veterano de guerra que ha vuelto de Irak con estrés postraumático e intenta reformular su vida cuando lo golpea la crisis de 2008. El otro, Diego, se ha labrado, a base de becas públicas, una carrera como profesor de Historia en la universidad y se encuentra en un proceso de reubicación social.
Javi y Diego, el exmilitar y el profesor universitario, son, en definitiva, un trasunto de las dos Puertas de Ishtar. Uno ha estado en los sitios en los que se cuece la Historia. El otro la estudia y elabora un discurso al respecto. Y para que el reencuentro entre ellos funcionara, yo necesitaba que Javi volviera de Irak, la cuna de la civilización occidental, con un objeto que estuviera por encima de ellos, algo tan antiguo y oscuro como la propia guerra.
Me gustaría poder decir que, cuando se publicó mi novela, me acordé de reservar uno de los ejemplares que la editorial me envió para el chico que me había contado la gesta del Aragón, que busqué su contacto y se lo hice llegar. Pero, en realidad, las cosas fueron de otra manera. Un buen día tomé el bus 114 en mi barrio y me lo encontré ahí, con su flamante uniforme de TMB, en la cabina del conductor. Durante el recorrido por el barrio de Gràcia, fui ese impertinente que está de cháchara con el chófer bajo el letrero de “No hablen con el conductor”. Hablamos sobre todo de excompañeros de trabajo y de batallitas de empresa y, casi cuando ya llegábamos a mi parada, le dije que el libro había salido.
Ah, claro, el libro. Me preguntó el título y dijo que lo leería. Yo, obviamente, sentía mucha curiosidad por su opinión, especialmente sobre la parte del libro en la que Javi participa en una misión de la ONU en los Balcanes durante su servicio militar. De manera que fui tomando el 114 y descubriendo que, en Barcelona, son varios los chóferes que pueden hacerse cargo de una misma línea. Hasta que un día, en la parada de Gal·la Placídia, volví a encontrarme con él y me alivió saber que el libro le había gustado. De hecho, le había gustado tanto que iba a ponerlo ahí, me dijo señalando el parabrisas del autobús. Para que lo vea la gente. Yo le dije que no era necesario, pero lo cierto es que las siguientes semanas busqué mi libro en los parabrisas del 114 con más ahínco que en los suplementos literarios, sin demasiada fortuna. La última vez que me subí en su autobús, ocupé mi puesto bajo el letrero de “No hablen con el conductor” y comprobé que el libro no estaba en el parabrisas. Él debió recordar su promesa, porque sin necesidad de que yo le preguntara nada me dijo “hoy no lo llevo ahí porque se lo he prestado a un compañero”. Mejor, le dije yo. Es bueno que los libros circulen.
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Autora: Jorge Benítez. Título: El casco de Sargón. Editorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
En esta excelente reseña, promete el libro. De hecho, lo buscaré con interés especial. Sargón y los sargónidas. Quizás el primer imperio de la historia abarcando casi todo el Creciente Fértil, sin el permiso de Putin. Y pensar que un imperio que parecía eterno duró solo unos 300 años (y sin misiles hipersónicos), hace reflexionar sobre la perniciosa hybris humana, virus mortal que perdura y contagia en todas las épocas y a todos los plutócratas totalitarios. Solo hizo falta un pueblo de desarrapados, los qutu, para terminar poco a poco con tanto ensorbebercimiento. Luego, un poco más tarde, solo queda un casco…
La Historia. Imprescindible. Eterna maestra. Si nos dejáramos enseñar. No hay imperio que perdure, no hay hybris que no fenezca, no hay gobierno de coñalición que no decline y finalice… no hay leyes absurdas que no puedan ser cambiadas. No hay…
Estimado Ricarrob,
Muchas gracias por tus palabras y por tu interés en la novela. Precisamente, puse dos epígrafes en el libro que vienen muy a propósito de cuanto dices. Uno es una cita de «El hombre que pudo reinar», de Rudyard Kliping: “Y los Imperios están diciendo: tú eres otro”, señalando esa naturaleza perecedera de los imperios que bien mencionas. El otro es una frase de Tácito que leí en su obra «Germania» y que me sorprendió por su vigencia. Refiriéndose a los germanos, dice “Los dioses, quién sabe si propicios o airados, les negaron la plata y el oro”. Y tiene razón: a veces, la riqueza en recursos naturales puede ser una desgracia para un país (¿cuántas guerras han provocado el oro, la plata, el petróleo, el gas o el coltán?).
Gracias a ti, jorge, muy amable. Muchos éxitos y mi enhorabuena como lector hacia un escritor que no escribe sobre los sempiternos, manoseados y multirrepetidos temas de siempre: la guerra civil, eta y el lumpen. Es de agradecer. Gracias.