Si para Joaquín Sabina «fue en un pueblo con mar una noche después de un concierto», para mí fue una tarde de primavera después del colegio. Yo tenía once años y mi padre me llevó a una conferencia. La primera a la que asistí. Fue sobre momias. Había visto hacía poco en la tele la película La momia, protagonizada por Boris Karloff, y como me había encantado y revolucionado mi imaginación, la decisión paterna me pareció la invitación a una aventura. No estaba equivocado, como pude comprobar poco después.
La sala de la Diputación Provincial, de altos techos, lámparas de bronce, parqué gastado y sillas de terciopelo rojo estaba a rebosar de un público expectante. No era para menos. La charla iba a impartirla un arqueólogo que había hecho radiografías a las momias egipcias expuestas en el Museo Arqueológico Nacional. Cuando se apagaron las luces en aquella sala de aire decimonónico, las diapositivas proyectadas de los cuerpos momificados del Antiguo Egipto mostraron joyas bajo los vendajes, la carpintería interior de los sarcófagos e imágenes insólitas de los cadáveres amojamados. Además, el conferenciante narró, como si fuese una novela de misterio, el pavor que provocaban las maldiciones inscritas en las tumbas para ahuyentar a los profanadores y, también, leyó fragmentos del Libro de los Muertos, los textos que hablaban de la vida de ultratumba. Aquella fue la primera vez en mi vida que tuve contacto con la literatura del adiós.
En los últimos años han proliferado narraciones que, con diversa gradación elegíaca, se refieren a los progenitores desaparecidos. Me interesa el tema por razones personales, para cotejar experiencias, para sondear el corazón y la mente de quienes perdieron al padre o a la madre y sintieron la necesidad de escribir sobre ello. Di mi versión en el artículo Los libros que me enseñó a amar mi padre, y desde hace tiempo leo numerosas obras que tratan de este asunto, muchas de ellas de autores extranjeros, pues a España ha tardado en llegar este género de raigambre biográfica que ahonda en los sentimientos y que bascula entre la evocación y la venganza post mortem.
Esta temática la han tratado en los últimos tiempos dos escritoras en sendos artículos publicados en la prensa española: Karina Sainz Borgo y Mey Zamora. La primera en Ocho libros sobre el padre en la literatura contemporánea, en Vozpópuli. La segunda, en Despedir al padre, en La Vanguardia.
Me gustan las obras rastreadoras de la memoria que convierten en material narrativo la figura paterna o materna desaparecida sin echarle nada en cara. Me parece una cobardía la vendetta contra un recuerdo, algo propio de quienes no tuvieron coraje de enfrentarse en vida al padre o a la madre, y, muertos estos, desarrollan un facilón coraje a destiempo, una valentía de retrovisor. Es muy sencillo matar freudianamente al padre una vez de cuerpo presente.
Nada más concederle a Orhan Pamuk el Nobel de Literatura en 2006 leí Estambul: Ciudad y recuerdos (Mondadori, 2006). Qué digo leí: devoré, releí, aluciné, recomendé —no me sucedió lo mismo con otras novelas suyas; una lástima—. La estructura, el argumento y la voz narrativa son originalísimos porque, en un audaz juego de muñecas rusas, el autor conecta la historia de la capital turca con la de su propia familia y con sus años de infancia y adolescencia, lo que originó una potente obra que, ante todo, rendía homenaje al padre de Pamuk, un hombre inteligente, occidentalizado, cultivado y carismático con el que su hijo mantendría una zigzagueante relación de amor-odio, prevaleciendo al final la primera, no sólo porque la dedicatoria del libro es «A mi padre, Gündüz Pamuk (1925-2002)», sino porque en el breve texto «Mi padre» que abre la recopilación de artículos y conferencias del libro Otros colores (Mondadori, 2008), Orhan Pamuk escribe con tal hondura emocional sobre la muerte de su padre que jamás he leído nada tan conmovedor, algo que queda resumido en esta frase: «Mucho después todo eso quedó atrás, y la envidia y la ira que sentía por un padre que nunca me reprimió ni me hirió fueron convirtiéndose lentamente en resignación y aceptación del inevitable parecido que había entre nosotros».
Mantuve un idilio con la literatura de Paul Auster que acabó en divorcio traumático debido a sus últimas obras, aunque entre las cenizas de aquella fogata aún quedan ascuas. La invención de la soledad deslumbra tanto como mirar de frente a un coche con las luces largas. La novela, dividida en dos partes muy diferentes, narra la vida de su padre y de la familia de éste (el episodio de la abuela homicida, en plan Lejano Oeste, tiene miga). Paul Auster se comporta como un psicoanalista que indaga en los orígenes del desapego emocional de su padre hacia él y en las consecuencias que esta frialdad de nevera ha tenido en su propia vida. Es innegable la sombra hamletiana en esta novela, pues el drama de Shakespeare es la obra seminal del ramal de esta literatura en el que el peso de la figura paterna gravita de manera atormentada sobre el hijo.
Al francés Jean Rouaud el Premio Goncourt por su primera novela, Los campos del honor, le valió sacarlo de su anonimato de kiosquero y lanzarlo a una fama fulgurante que languideció con lentitud, como un atardecer de verano. Su voz narrativa evoca el pasado familiar y épocas pretéritas con tal sencillez y elegancia que caí subyugado. Los campos del honor (Anagrama, 1991) es un íntimo homenaje a su abuelo materno, a su mundo y a la generación que combatió en los campos embarrados de la Gran Guerra. Y Hombres ilustres (Anagrama, 1996) vuelve a reproducir el molde narrativo, siendo ahora el protagonista el padre del autor —enfermo del corazón— y la generación que participó en la Segunda Guerra Mundial. Me encanta el ejercicio memorístico de Jean Rouaud, su dignificación de personas corrientes cuyas vidas normales son relatadas sin asomo de hagiografía.
El noruego Karl Ove Knausgård inauguró hace una década una saga novelística de autoficción con el provocador nombre de Mi lucha, donde él es el protagonista principal. Su escritura divide a los críticos y lectores en dos bandos irreconciliables: seguidores acérrimos y detractores enconados. Yo pertenezco a los primeros. El primer libro, La muerte del padre (Anagrama, 2012), relata la vida cotidiana del autor —escritor fracasado— hasta que le comunican el fallecimiento de su padre, un hombre con personalidad antisocial, pronto a los arrebatos emocionales y alcohólico irredento. Knausgård deberá hacerse cargo del entierro de su padre, y la vuelta a su casa natal y el contacto con otros miembros de su desestructurada familia le hacen recordar pasajes de su infancia y adolescencia con un espíritu que algunos califican de proustiano, pero que a mí me parece mucho mejor por su crudeza narrativa, su ritmo hipnótico, su hermosura descriptiva y su ausencia de pasajes relamidos. Me he quedado a gusto diciendo esto último, pues comparto la opinión de Mario Vargas Llosa sobre Marcel Proust.
En los últimos años me suceden dos cosas independientes entre sí: conforme más clásicos leo y releo, más moderna se hace mi escritura; y cada vez me fascina más la literatura norteamericana. Philip Roth era un portentoso novelista que murió sin que le concedieran el Nobel, aunque al menos le dieron el Príncipe de Asturias de las Letras. Tiene un puñado de novelas excepcionales, pero también una obra memorialista ejemplar, Patrimonio: Una historia verdadera (Seix Barral, 2003), donde aborda el último tramo de vida de su padre: el diagnóstico de un tumor cerebral, los cuidados médicos y su muerte. El tratamiento narrativo se centra en esa etapa vital, la cual permite hacernos una idea de la personalidad paterna y de la relación que Philip Roth mantuvo con su padre a lo largo de los años, dejando al lector una sensación no de tristeza, sino de reconciliación con la vida.
Richard Ford es otro titán de las letras estadounidenses también en posesión del Princesa de Asturias de las Letras al que aún pueden darle el Nobel si no rigen criterios de extravagancia en la Academia sueca. Tras su novela Canadá (para mí la mejor suya) publicó Entre ellos (Anagrama, 2018), una autoficción (él la llama con acierto «una especie de memorias») dividida en dos partes: la primera dedicada a su padre, fallecido en 1960, y la segunda a su madre, que sobrevivió veinte años al marido. Ford, con un estilo muy depurado, cronístico, relata sintéticamente la vida de sus progenitores injertándola en el espíritu de la época que les tocó vivir durante su juventud y madurez, siendo esto lo más interesante de la obra, además de un breve epílogo en el que reflexiona sobre su vida, cimentada «en una infancia maravillosa».
Sobre mi madre (Alfaguara, 2013), de Richard Russo, ahonda en la delicada relación de dependencia madre e hijo, ya que ella generó un trastorno obsesivo compulsivo y tomó malas decisiones laborales; y contra todo ello se rebeló el autor, pues terminó afectando a su propia vida. Sin embargo, las hijas del escritor y él mismo cuidaron con mimo a esa madre de complicada personalidad durante sus últimos años, por lo que el espíritu de perdón y reconciliación irrigan el final del libro, lleno de páginas de gran ternura.
Seguimos cruzando el charco. Esta vez recalamos en Argentina, donde Jorge Fernández Díaz escribió Mamá (Alfaguara, 2019), quizá el libro más emocionante de la literatura del adiós. Como buen porteño, el origen de la obra está en el diván de un psiquiatra. En una deslumbrante y doble pirueta el escritor convierte la literatura oral en escrita, siendo la narración oral el relato vital que la madre le hace a un psicoanalista para tratarla de una depresión y que, después, ella le cuenta a su hijo. La madre, emigrante asturiana en su adolescencia —durante la posguerra española—, se asentará en Argentina, de manera que el desarraigo, la amistad, el amor y la evocación de la tierra perdida y la sustitución sentimental por la tierra de promisión son las vértebras que sostienen esta historia, escrita cuando la madre —fallecida recientemente— estaba sumida en la vejez. Como a veces en verano uso sombrero, me gustaría estar en julio para quitármelo ante esta obra.
El israelí Amos Oz, que sonó varios años en la candidatura del Nobel, es otro Príncipe de Asturias de las Letras, lo que dice mucho de Oviedo en detrimento de Estocolmo (ahora que caigo, esto merecería un artículo). Una historia de amor y oscuridad (Siruela, 2015) es un libro de memorias en el que el autor, con su escritura densa y prolijidad de amanuense antiguo, reconstruye su mundo familiar haciendo hincapié en personajes eruditos. La narración pivota sobre sus padres, tan distintos entre sí. El padre era un hombre abnegado y estudioso cuyo sueño frustrado fue sentar plaza como profesor universitario. La madre, que se suicidó con barbitúricos siendo aún joven, era una persona sensible mordida por la depresión y la abulia que desesperaba a Amos Oz. La hondura de sentimientos de esta obra es extraordinaria, así como la capacidad del autor para cauterizar las heridas del pasado a través de la comprensión y del amor.
La parada final la hacemos en la estación llamada España.
José María Gironella, célebre escritor en los años sesenta y setenta y ya preterido en vida más por razones políticas que literarias, escribió Carta a mi padre muerto (Planeta, 1978), que rescato sobre todo por ser uno de los pioneros en este género memorial. La obra está redactada a la manera epistolar en un tono de exaltado homenaje paterno, y quizá lo más interesante desde la óptica actual sea su perspectiva histórica, la recreación de la sociedad española desde comienzos del siglo XX.
Fernando Sánchez Dragó, con Muertas paralelas (Planeta, 2006), escribió una novela aún más torrencial e hiperbólica que cualquiera de las suyas. Concebida al estilo de las Vidas paralelas de Plutarco y atravesada por el pathos de una tragedia griega, trata del dramón que supuso para él enterarse en su juventud de que su padre, periodista de ideas conservadoras fusilado al inicio de la guerra civil, no lo fue a manos de los republicanos, sino de los nacionales. La escritura dragoniana pasa continuamente de la caricia al cañoneo en la búsqueda de datos biográficos del padre que nunca llegó a conocer, cuya pérdida es evocada como un lamento, considerada una herida en la memoria del escritor que arrastrará siempre la condición de huérfano.
La exitosa Ordesa (Alfaguara, 2018), de Manuel Vilas, es una especie de ordalía sobre la memoria de los padres, algo semejante a lo que años antes realizó Marcos Giralt Torrente con Tiempo de vida (Anagrama, 2010), obra centrada en el padre que llegó a mi vida en un momento en el que recordar era un verbo que yo aún conjugaba con dolor. La belleza de la escritura de Tiempo de vida —una obra de expiación y perdón— se condensa en pasajes de sencillas descripciones, en la voluntad de no edulcorar nada y en darse cuenta de que la vida es un gerundio y no un participio. Fue Premio Nacional de Narrativa, y pocas veces me ha parecido más atinado dicho galardón.
Las dos últimas obras que escojo son El viento de la Luna (Seix Barral, 2006), de Antonio Muñoz Molina, y Anatomía de un instante (DeBolsillo, 2009), de Javier Cercas. Ninguna trata específicamente sobre el padre muerto, pero ambas terminan aludiendo a su fallecimiento, lo que permite el entendimiento cabal de cada una de ellas.
El escritor jiennense, en la estela de William Faulkner y Gabriel García Márquez, crea su territorio literario particular en Mágina, trasunto de su Úbeda natal, donde, a mi juicio, transcurren sus mejores novelas. El viento de la Luna presenta una original estructura que confronta la vida de una ciudad de provincias (una Vetusta) en 1969 con el sueño de modernidad que significaba la primera expedición lunar tripulada. El mundo agrícola, representado por el padre de Muñoz Molina —un hortelano apegado telúricamente a la tierra—, se contrapone a las ganas del autor —un adolescente— de escapar de ese microcosmos. El antagonismo de padre e hijo en la visión de la vida no obsta para que el tratamiento de la figura paterna esté tratado con un cariño que no necesita explicitarse, como se aprecia, por ejemplo, en la última página: «Se murió casi tan sigilosamente como se había levantado tantas veces en mitad de la noche, procurando no despertar a nadie».
Anatomía de un instante es un tour de force: un ensayo histórico con ritmo narrativo novelístico cuya principal fuente es el periodismo, sobrevolado todo ello por la opinión personal del autor. La obra, que le valió a Javier Cercas el Premio Nacional de Narrativa, es una vivisección del golpe de Estado del 23-F y un análisis de la figura política de Adolfo Suárez, un presidente vapuleado por todo quisque y caído en desgracia a comienzos de 1981 convertido en el libro en un hombre con hechuras épicas. La obra se cierra con una fugaz aparición del padre —enfermo— de Javier Cercas, que morirá casi a la vez que el político. La elogiosa opinión que su padre tenía de Suárez sorprende al autor (padre e hijo sostenían opiniones políticas antagónicas), quien concluye diciendo que tal vez escribió el libro no tanto para intentar entender al político, sino a su padre, para seguir hablando con él, «para que mi padre lo leyera y supiera que por fin había entendido, que había entendido que yo no tenía tanta razón y él no estaba tan equivocado, que yo no soy mejor que él, y que ya no voy a serlo». Espléndido colofón.
Estos frioleros días de otoño, caminando bajo la lluvia con mascarilla y paraguas, he meditado acerca del nacimiento de este género literario. En los epitafios labrados en las lápidas romanas, además de pedir que la tierra te sea leve, hay breves testimonios de adioses, picoteos de epigrafía sentimental, pero hemos de esperar al canto de cisne de la Edad Media a que se escriba el poema elegíaco más profundo y hermoso de la historia: Coplas por la muerte de su padre. Estos monumentales versos de pie quebrado no sólo están a años luz del resto de la obra conservada de Jorge Manrique, sino que constituyen una excepción, pues no vuelven a aparecer obras que aborden la muerte de los padres hasta casi las últimas bocanadas del siglo XX. ¿Por qué? ¿A qué se debe que sea un fenómeno estrictamente contemporáneo? Sólo cabe conjeturar, esbozar un par de ideas al respecto.
El alargamiento de la esperanza de vida en las últimas décadas ha originado una generación de hijos muy mayores cuidando de padres ancianos (o asistiéndolos en las fases de una enfermedad terminal), lo que conduce a convivir estrechamente con todo lo que supone la vejez, algo que facilita la empatía y mueve a continua reflexión.
Por otra parte, la influencia de la psicología en nuestras vidas es enorme. Todos sabemos cómo las circunstancias de la infancia marcan en gran medida el devenir de cada persona, lo que favorece que haya escritores que, al replantearse la vida que han llevado, inculpen a sus padres si ésta ha sido insatisfactoria para justificarse a sí mismos, pasando sus decisiones personales tomadas o el contexto social a un segundo plano. Aunque también hay autores que, agradecidos —así la vida los haya tratado bien o mal—, construyen el relato de su memoria injertando en ella la narrativa de sus padres; y ese árbol siempre da frutos que permiten a cada cual firmar un armisticio con su pasado, vivir con intensidad el presente y encarar el porvenir con cierta esperanza.
¿Acaso no es eso la vida?
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: