Son días complicados. No sabes si es mejor hablar o callar. Porque, entre otras cosas, si hablas se te llevan los demonios.
«Tampoco es para tanto». «A mí me entró agua en casa y no monté tanto drama». Estos comentarios los he leído de gente que ve esto por la tele y opina, campanuda, desde su sofá. Y, entre otras muchas cosas, me empuja a escribir. Porque, además, parece que quien tiene los medios para solucionar esta tragedia opina eso mismo. O igual es que no se ha pedido lo suficiente, no ha pasado lo suficiente.
Pongámonos en situación. Imagina que estás en tu casa, viendo la tele como cualquier otro día o haciendo los deberes con tus hijos o preparando la cena. No hace mucho que oscureció y diste la luz. Miras al techo porque las lámparas parpadean y recuerdas que en las noticias habían dicho que el tiempo está chungo, Como tantas otras veces, piensas, en las que nunca ha pasado nada. De hecho, no llueve y la temperatura es agradable. Un poco de viento molesto, nada más. La luz aguanta, falsa alarma Y sigues con tus cosas.
Pero a los pocos minutos se hace la oscuridad. Y el silencio. Fuera, solo queda el resplandor mínimo del día que no hace mucho acabó. Oyes un rumor no muy lejos, como el rugido de un mundo sólido y líquido en movimiento. En tus divagaciones no te has dado cuenta, pero los minutos han pasado y tus hijos, nerviosos, quieren que des la luz. Decides asomarte a la ventana y, entonces sí, el estruendo del agua te sobrecoge. Sientes el miedo golpear sin avisar, antes incluso de que el tsunami de barro que ha conquistado tu calle ascienda por los escalones de la portería y se cuele en tu casa ―ese bajo al que te mudaste hace nada y que decoraste con esfuerzo y cariño―, con tanta fuerza, que revienta la puerta. Todo sucede muy rápido, el agua os rodea, las sillas bailan al ritmo de la marea. Lo primero que piensas es en sacar a tus hijos de allí, subirlos adonde sea. En dos gritos se organiza todo. Tu marido se los lleva en volandas escaleras arriba mientras tú sigues agarrada al marco de la ventana sin dar crédito a que tu coche, aparcado en la calle, navega. Sin querer, tu mente hace un repaso de los armarios. ¿Cojo algo? ¿Ropa? ¿La cartera? Desistes. A duras penas puedes mantenerte en pie por la fuerza de un agua, que no entiendes de dónde viene tanta sin llover una gota. Te dejas arrastrar hacia la puerta, con cuidado de no golpearte con la multitud de enseres y ramas que se arremolinan a la deriva y apenas ves, aunque la vista se ha adaptado a la nueva oscuridad. Te sujetas como puedes a la barandilla de la escalera, pero te falta fuerza para subir. El agua no ha dejado de crecer a una velocidad incomprensible. Crees que vas a morir ahogada, hasta que la mano de tu compañero se estira desde unos cuantos escalones más arriba, como cuerda salvadora. Estás al borde del pánico y solo saber que tus hijos están a salvo y te necesitan evita que te dejes vencer por él.
Sucia, temblorosa y asustada, asciendes esa escalera alumbrada por la luz de un móvil que aún funciona; el tuyo, en el bolsillo del pantalón, ha muerto. Intentas sacar fuerzas y transmitir serenidad a tus hijos. Por suerte, la tensión los vence y no tardan en dormirse. Quienes no pueden dormir sois vosotros y no solo por descansar tumbados en el suelo sobre un colchón sin hinchar. No sabes qué va a ser de tu familia a partir de ese día. Casa, coche y gabinete son siniestro total, no hay duda. Os queda lo poco que hay en el banco y deudas.
Con los primeros rayos de luz te atreves a descender al infierno. El agua enfangada todavía alcanza las rodillas y una marca siniestra decora toda la casa hasta una altura de un metro del techo. Arrastras las piernas bajo el agua sucia, mientras compruebas que no queda nada. Lo que no ha salido por la puerta ahora es basura: electrodomésticos, camas, ropa de cama, tus efectos personales, fotos, juguetes, documentos… Ni se te ocurre salir a la calle con ese panorama, pero necesitas contactar con el mundo exterior, seguro que en breve aparecerá el ejército, la Guardia Civil o cualquiera de esos cuerpos de élite que has visto tantas veces coger un avión para socorrer a otros en destinos lejanos. Desde casa de tu vecina te asomas al balcón. Nada. En la calle no hay nadie. El fango sigue de carcelero. Y las cañas y los coches. El tuyo no se ha perdido porque ha decidido agarrarse a un árbol y descansa sobre él medio destrozado. Unos vecinos hablan con otros a gritos, de balcón a balcón. Preguntas por los ocupantes de otros bajos, de alguno no saben nada, otros dan señales de vida. Tus hijos tienen hambre y tienes que pasar con lo que tus vecinos de los pisos altos pueden darles porque de tu nevera nada se salva. Tu prefieres comer poco, por lo que pueda pasar. Aunque, ¿qué más va a pasar? Estamos en el siglo XXI, la era de Internet, en el Primer Mundo, en un país civilizado miembro de la UE. La ayuda va a llegar en breve, contundente, decidida.
El día transcurre lento, abrumador y el peso de la realidad, compacto y duro, mina tu esperanza. Comes y cenas de lo que queda en las casas con un ojo puesto en la calle, que sigue muerta, silenciosa, enfangada. El agua embotellada la racionas. Ha pasado otro día y se te agota el repertorio de juegos para distraer a tus hijos que quieren salir a la calle, volver a su casa, a su cuarto.
Sí, es el siglo XXI y blablablá, pero vas a pasar otra noche, sobre la piel de un colchón que no podéis hinchar, sin nadie que venga a socorreros y defecando en bolsas de basura porque los desagües no funcionan y no hay agua que echar.
Por fin, al día siguiente, el fango ha bajado, se compacta y de la calle llega un murmullo que consuela. Vuelve la vida, llega la ayuda, pero el único uniforme que viste es de la voluntad. Las calles se han llenado de desconocidos con escobas, cubos, palas, carretillas, haraganes ―averiguas el nombre tiempo después―, dispuestos a hacer lo que haga falta con medios rudimentarios. De los equipos con los que soñabas no hay ni rastro. Te rodea el caos absoluto.
Esto que cuento es un caso real. Multiplica por los 78 municipios. Hablamos de una zona con casi 900.000 habitantes. De estos municipios, en 32 hay daños severos y suman una población de 535.479 habitantes. Cada uno con su historia, a cuál más dura. En Chiva hubo gente incomunicada sin luz ni agua durante cinco días, racionando la comida a bebés, a niños, a ancianos. Cinco días sin noticias de Dios.
Son 650 kilómetros de carreteras dañadas o destruidas y unos 20 kilómetros de vías de ferrocarril. Y una superficie de 563 km2 afectados. A diez militares por km2, salen cinco mil seiscientos efectivos. Seamos generosos, ponle veinte por km2―una vergüenza―, ya nos vamos a diez mil doscientos. Quien tenga ganas que vea lo que se mandó y cuándo y cómo. A las 72 horas se habían desplegado algo menos de dos mil quinientos. Y a fecha de hoy, veintitantos días después, hay unos ocho mil.
Si comparas con la ayuda en otras tragedias y teniendo en cuenta que hay más de 220 muertos, lo que han enviado es incomprensible.
Y ahora viene la situación casi un mes después. Leo en RRSS comentarios triunfalistas sobre el gran cambio que ha dado la zona cero. Solo faltaba que no hubiera cambiado. Pero la realidad es dura, difícil. Los grupos de wasap echan humo. Garajes con lodo y 7 u 8 coches todavía por sacar, con los cimientos resintiéndose por la humedad. Se busca entre los contactos a particulares con 4×4 que puedan sacarlos, porque a la UME ni se la espera. Te informan de personas mayores confinadas sin poder salir porque los ascensores están muertos y nadie, salvo sus familiares o vecinos, ha pasado a ver si necesitan algo. Tienen hambre, tienen frío. La humedad duele. Te llegan peticiones desesperadas de dumpers como si fuese algo que cualquiera tiene en su casa y ves como cuadrillas de voluntarios sacan capazos de lodo de fincas donde los vecinos es muy probable que sigan defecando en bolsas de basura, Después de veintitantos días
Familias arruinadas mendigan colchones, hornillos para poder guisar, calefactores… Muchos negocios son siniestro total, otros tardarán muchos años en recuperarse si es que lo consiguen. Los que han quitado el fango del suelo tienen las paredes, si han aguantado, llenas de humedad. Proliferan los hongos y el moho es el nuevo papel pintado.
Los voluntarios se han buscado la vida para conseguir lo básico a las familias afectadas. Repito, multiplica la situación por miles. Familias como la tuya. Hay cientos de grupos que, en la sombra, mueven camiones, suben escaleras, reparten comida ―incluso a las FFCCSSEE, que, digo yo, ya podría darles de comer el Estado―. Como si estuviéramos en el tercer mundo, como si no existiera el sector público, como si no hubieran pagado impuestos toda su puñetera vida y como si no se tratara de una emergencia nacional.
«Tampoco es para tanto…»
«A mí me entró agua en casa y no monté tanto drama…»
A día de hoy, los coches fantasma siguen por ahí amontonados. Las calles, no todas y muy poco a poco, se han vuelto transitables en plan lejano oeste ―barro, piedras, nada parecido a un asfalto―, y si te mueves por la periferia se sigue necesitando botas de agua o calzado de montaña para moverte sin riesgo. Esto no ha hecho más que empezar, y visto que no hay nadie al mando y quien tendría que mandar se pone intensa y se quita el problema de encima, no queda otra que apechugar entre todos, pero muchas naves que ahora están cedidas como campas logísticas pronto volverán a su actividad habitual ―o se arruinarán también―, las fuerzas y los bolsillos se agotan y los voluntarios languidecen. Casi un mes de tensión continua por no llegar a todo, agota. El Estado tiene que hacerse cargo y no solo con anuncios de ayudas en el BOE que a saber cuándo llegarán. Mientras quede un garaje con lodo y coches, fincas con riesgo por humedades y sin suministros, y polígonos desalojados, el ejército debe permanecer y con más efectivos de los que hay, así no habría que decidir entre si ayudar a lo público o a los ciudadanos. Lo dije desde el primer día..
Cuando terminaba de escribir esto, me llegó el relato de Posteguillo, conocido escritor y amigo, sobre su vivencia personal. A todo el que piense que lo que cuento es exagerado, que lo escuche.
Llega el invierno a Mad Max.
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