Calles con memoria
Igual que nosotros guardamos memoria de las calles que pisamos, también ellas se acuerdan de nosotros cuando, después de un tiempo, volvemos a recorrerlas con la atención puesta en los detalles conocidos, pero también en aquellos otros que nos cogen desprevenidos, porque han germinado en el tiempo de nuestra ausencia o porque no llegamos a prestarles atención en ocasiones anteriores. Regreso a una ciudad que he ido queriendo a base de frecuentarla y lo hago con el cuidado del forastero que busca refugio o consuelo en los rincones familiares, pero también se aventura en pos de otros aún desconocidos o no muy explorados para ampliar con ellos su imaginario sentimental. La propia ciudad parece sugerirme el itinerario en los momentos en que me despisto y me extravío, como si pese a todo quisiera sugerirme que estoy a salvo en ella, que nada hay que temer en este nuevo deambular por paisajes que una vez fueron ajenos y poco a poco se van haciendo propios. Ni la espesura del calor mitiga esa necesidad de salir al paso del reencuentro, de inspeccionar plazas y callejones y recodos con la avidez y el entusiasmo de quien alcanza a sentirse parte de algo que ni le pertenece por completo ni llega a comprender del todo. Vuelvo a contemplar la amplitud de las avenidas que se pierden en un horizonte difuso, la estrechez de las arterias que se arremolinan buscando el corazón del centro, y me sorprendo trazando en mi cabeza las rutas que sé que habrán de conducirme hacia el lugar que busco, aquél en el que al final también acabaré dando con algo de mí mismo. Pienso que volveré a irme pronto, y me pregunto si entonces la ciudad seguirá acordándose de mí, si retendrá en su atmósfera el eco de mis pasos errabundos; si la próxima vez que vuelva a ella sonreirá igual que sonríe hoy, si tendrá a bien seguir abrigándome, como hace ahora que empieza a anochecer y una brisa fresca suaviza el bochorno vespertino y hay voces amables y risas que evidencian que aún quedan razones para la felicidad en estos tiempos tan poco luminosos.
El poema y la canción
Miguel Munárriz anda repasando la obra poética de Luis Eduardo Aute para preparar un volumen antológico que publicará la editorial Casimiro Parker. La idea es recoger únicamente poemas puros, es decir, versos que nacieron para permanecer en el papel y no para viajar en el aire de las canciones. Es inevitable que la cuestión se complique. El propio Aute me confesó en alguna ocasión que, de todos sus elepés, sentía una especial inclinación por Templo, que vio la luz en 1987. Fue aquél el disco más osado de su carrera y, también, uno de sus grandes fracasos en términos comerciales. Lo integraban composiciones realizadas a partir de los textos que habían conformado su poemario Templo de carne, un librito inspirado a su vez en un conjunto de lienzos que él mismo había pintado en torno a las confluencias entre el sexo y la religiosidad. No se trataba de una novedad en su carrera. En la década anterior ya había armonizado algunos poemas incluidos en La matemática del espejo para dar forma a Sarcófago, otra de sus rarezas discográficas, centrada en esta ocasión en el tema de la muerte. Son, así, Sarcófago y Templo los títulos más peculiares dentro del cancionero de Aute, al menos aquellos menos conocidos por quienes no están muy al tanto de su obra. Con la excepción de «Cada vez que me amas», incluida en el segundo, ninguna de las canciones que los integran acostumbraban a aparecer en el repertorio de sus conciertos, y rara vez se las ha tenido en cuenta a la hora de confeccionar una recopilación de grandes éxitos. Su origen y su carácter, sin embargo, resultan sumamente interesantes a la hora de plantear esa recurrente reflexión en torno a la frontera que separa el poema y la canción; es decir, si mantienen los textos al ser cantados su condición literaria o si ésta pierde empuje en beneficio de su complemento melódico. ¿Siguieron siendo poemas los textos de La matemática del espejo una vez que se registraron en los surcos de Sarcófago, o adquirieron a partir de ese momento la condición de canciones y vieron trastocada su naturaleza para siempre? ¿Se puede considerar como poema la letra de una canción a la que se despoja de su música —también Aute lo hizo en Cuerpo del delito, un grueso tomo que recogía los textos de sus discos— o ésta queda siempre subsidiada a una melodía sin la que pierde hasta su razón de ser? Es un debate interesante y me temo que irresoluble. Cuando hace unos años la Academia sueca concedió a Bob Dylan el premio Nobel de Literatura, se desencadenó una enconada discusión entre quienes recordaban que la poesía nació para ser cantada y los que oponían que la palabra literatura proviene del latín littera, «letra», y que es las letras se inventaron para ser escritas y no pronunciadas. Nunca he conseguido formarme una opinión firme al respecto, aunque tiendo a pensar que es la forma, y no el fondo, lo que importa: que es la estética, en última instancia, quien al cabo distingue las palabras que se conciben para engendrar belleza por sí mismas de aquellas otras que nacen con un fin meramente subsidiario. No me consta que nadie situase nunca el nombre de Aute entre los candidatos al premio Cervantes. De haber ocurrido tal cosa, en absoluto me hubiese parecido una decisión descabellada.
Arte nuevo de hacer comedias
Si hay en la literatura española un autor con una obra inabarcable, ése es Lope de Vega. La Biblioteca Castro acaba de publicar otro de esos volúmenes con los que acostumbra a animar el optimismo de los lectores inteligentes y en el que se reúnen ocho comedias fundamentales para comprender la importancia y el alcance de aquél a quien ya en su tiempo apodaron el Fénix de los ingenios. El libro recopila libretos cuyos títulos resultarán conocidos a todas aquellas personas que se hayan preocupado por adquirir una mínima formación literaria —Peribáñez y el comendador de Ocaña, Fuenteovejuna, El villano, en su rincón, El mejor alcalde, el Rey, La dama boba, El perro del hortelano, El Caballero de Olmedo y El castigo sin venganza— e incorpora una espléndida introducción de Agustín Sánchez Aguilar que la contextualiza y, como no podía ser de otro modo, desmenuza la aportación que Lope hizo a la dramaturgia, tan inmensa que hasta dinamitó la hegemonía de las reglas aristotélicas y dotó a la escritura teatral de una libertad que aún prevalece en nuestros días. Es interesante su revisión del modo en que la subversión del autor más prolífico de nuestras letras —han llegado hasta nosotros trescientas obras con su firma, pero se cree que pudo pergeñar entre cuatrocientas y mil— ofendió a los prebostes de la intelectualidad de su tiempo, recelosas de que un tipo pudiera agradar con sus creaciones tanto a las élites como a los estratos más bajos del pueblo soberano. «El hecho mismo de que sus obras gustasen tanto al vulgo», escribe Sánchez Aguilar, «les parecía sospechoso, pues se daba por sentado que un teatro que entusiasma a las lavanderas y a los arrieros no puede pertenecer al territorio del arte genuino: si gustas a todo el mundo, es que has prostituido tu pluma.» La cuestión demuestra que el eterno e inerte debate entre alta y baja cultura, que también subyace en la dicotomía entre el poema y la canción, no es cosa de nuestros días, y que ya en el Siglo de Oro se ponían bajo sospecha los textos cuyo prestigio, por el motivo que fuese, trascendía los cenáculos de los mandarines para extenderse por todas las capas de la sociedad. Las envidias contra Lope se sustentaban en su aceptación popular, pero orillaban una cuestión crucial para entender por qué el Fénix de los ingenios, con todas sus concesiones y su facilidad para escribir comedias en serie, se situaba muy por encima de los eruditos y autoproclamados intelectuales que menospreciaban su talento: por mucho que violentase las normas férreas del teatro clásico, por planos o repetitivos que resultaran algunos personajes o ciertos argumentos, nunca dejó de cuidar en sus textos un lenguaje que, sin renunciar a los usos coloquiales, adquiría cotas altísimas cuando salía de su pluma —Aguilar cita como ejemplo el célebre soneto con el que el protagonista de El Caballero de Olmedo declara su amor por Inés— y terminaba siempre por desmentir aquel postulado suyo que aconsejaba hablarle en necio al vulgo para mantener sus favores. La conclusión es bien sabida, aunque no por ello se acepte de buen grado, ni siquiera en nuestros días: más que en los estilos alambicados, en la profusión de adjetivos o en los virtuosismos sintácticos, la excelencia anida en la adecuación entre la forma y el fondo, es decir, en el modo en que el lenguaje se acomoda a la idea para emprender un camino que debe desarrollarse con la firmeza que conceden la coherencia y la convicción. Así consiguió Lope poner en marcha una carrera que lo convirtió en un autor adinerado y conocidísimo mientras vivía, pero también tremendamente crucial para nuestras letras, como corrobora el que cuatro siglos después de su paso por el mundo aún sigamos disfrutando y aprendiendo de sus textos.
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