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Lo llamaban catarsis

Los queridos fantasmas

Algunas noches vienen a visitarme en sueños personas muy queridas que hace tiempo que no están y hablamos como si no llevásemos sin vernos unos cuantos años, y hasta décadas en algún caso. Solemos encontrarnos de improviso, en una habitación extraña que sin embargo reviste un leve aire familiar o en algún lugar al aire libre donde todos nos dejamos caer por vez primera, pero en el que actuamos como si lo conociéramos desde siempre. En ningún caso los tengo que poner al día porque ellos están al tanto de mis andanzas, y como mucho me preguntan por algún hecho reciente o recaban la opinión que pueda tener sobre tal o cual asunto, o incluso recordamos alguna anécdota de cuando ellos aún vivían y yo era bastante más joven y teníamos por delante un futuro que inevitablemente ahora conjugamos en pretérito. No aparecen con el aspecto que tenían las últimas veces que los vi, sino con aquél con el que se han querido anclar a mi memoria, así que me los encuentro siempre no en el mejor momento de sus vidas, pero sí en el que yo considero el mejor de todos los momentos que pasaron a mi lado. Son charlas amistosas, afables, nada admonitorias ni afectadas: me cuentan y les cuento, nos reímos casi siempre, de vez en cuando compartimos maledicencias sobre algún allegado ausente y nunca tenemos la obligación de despedirnos, porque siempre me despierto antes de que se vayan. No suelo recordar mis sueños, pero sí que queda algo de las visitas a deshoras de mis queridos fantasmas siempre que éstos aparecen. Lo hacen con frecuencia desde que conocí el significado más definitivo e irreversible de la palabra «ausencia», y aunque al principio me generaban un desasosiego que no era fruto del temor, sino de la desazón que me invadía al desvelarme pensando que no podría volver a ver más en el mundo real a aquellas personas con las que tan bien me lo estaba pasando en mis fabulaciones oníricas, me he ido acostumbrando a su presencia nebulosa en las noches más insospechadas, y hasta echo de menos sus apariciones cuando pasan días, o semanas, o meses, sin que se entrometan de improviso en las esquinas de mis ensoñaciones. Son, a decir verdad, fantasías reconfortantes. Es grato saber que mis muertos todavía se acuerdan de mí, y que de vez en cuando gustan de pasar por mi subconsciente para preguntarme qué tal me está yendo la vida, ese asunto tan raro y tan inhóspito del que ellos tienen ya todas las claves.

Amor más poderoso que la muerte

"Pervivía el amor, que igual que en el poema de Quevedo fue aquí más poderoso que la muerte y se sobrepuso a la de ambos"

Es uno de los sonetos más famosos no ya de Quevedo, sino de toda la literatura española, y al encontrármelo de casualidad en un libro al que entro en busca de otra cosa recuerdo una historia que al principio no sé si me contaron o leí y que más tarde adjudico a uno de los textos de El amor de La Habana, un libro magnífico que Pablo Antón Marín Estrada alumbró cuando recién inaugurábamos el siglo. Habla de una pareja de finales del siglo XIX o primeros del XX a la que las penurias económicas obligaron a separarse: él emigraba a Cuba y ella se quedaba en su aldea natal. Todos los años, no recuerdo si coincidiendo con la Navidad, o con la fecha del cumpleaños de la mujer, o con cualquier otra efeméride, él le enviaba una foto que se tomaba expresamente para tal fin delante del Malecón. Pasaron los años y cada uno hizo su vida a una y otra orilla del Atlántico, pero la costumbre permaneció. Se veían envejecer desde la distancia mientras en sus día a día respectivos se casaban, tenían hijos y hacían frente a los consabidos quehaceres cotidianos. Cuando la mujer murió, ya a una edad provecta, no cesaron los envíos. Año tras año llegaba un nuevo retrato de aquel hombre —cada vez más envejecida su cara, más encorvado su cuerpo, más mustio su semblante—, y alguien de la familia se puso a indagar el número de teléfono que se correspondía con sus señas postales, a fin de comunicarle que su antigua novia ya no formaba parte de este mundo. Cuando consiguieron contactar con el otro lado del océano, la sorpresa fue grande: un hijo o un pariente les explicó que el hombre de las fotos había muerto más de una década atrás y antes de fallecer —sabedor de que había anidado en su cuerpo una enfermedad que no le permitiría vivir durante mucho tiempo más— se había hecho unos cuantos retratos y dejado el encargo de que cada año, coincidiendo con la fecha habitual, sus deudos los fueran remitiendo uno por uno a la dirección de aquella mujer a la que había amado tanto y aún amaba lo suficiente como para evitar que se entristeciera al saber de su destino aciago y auspiciar una mentira que la hiciera sonreír al menos una vez al año. Así, durante un tiempo ella vivió pensando que él aún respiraba allá en su isla, y aguardaría y recibiría sus fotos con la alegría de saberlo aún sobre la faz de una tierra que ya lo había acogido en sus entrañas. Pervivía el amor, que igual que en el poema de Quevedo fue aquí más poderoso que la muerte y se sobrepuso a la de ambos, y es curioso que ella pudiese comprobarlo, pero no lo llegara a saber nunca.

El grito de la piedra

"Lorem ipsum dolor..."

Que Gonzalo Suárez es uno de los creadores más originales, innovadores y arriesgados de la cultura española contemporánea lo sabe cualquiera que se haya acercado a sus libros y a sus películas; para descubrirlo, en cualquier caso, basta con adentrarse en las páginas de Trece veces trece, Rocabruno bate a Ditirambo o La suela de mis zapatos y asomarse a los fotogramas de Don Juan en los infiernos, El detective y la muerte o Aoom. He sentido siempre una inclinación especial por esta última, que fue la tercera que dirigió y es, en mi opinión, una de las películas importantes del cine español. Tiene tras ella, además, una historia divertida que el propio Suárez ha contado en más de una ocasión y que vale la pena recordar para que no se la lleve el viento. Se estrenó en el Festival de Cine de San Sebastián, allá por 1970, y fue un sonoro fracaso. El jurado, que presidía Fritz Lang, no llegó a calibrar ni el valor ni la pertinencia de un largometraje tan osado como divertido que exploraba sin ningún miedo los parajes vanguardistas para extraviarse en ellos y terminar cuestionándolos con una socarronería que les restaba solemnidad al tiempo que, paradójicamente, les reconocía su verdadero empaque. Suárez y su mujer, Helène, se quedaron desolados: aquel golpe suponía, de facto, el final de una carrera que daba aún sus primeros pasos. Estaban haciendo las maletas cuando recibieron el aviso de que otro cineasta invitado al festival, el mítico Sam Peckinpah, había mostrado interés en la película. No es que le hubieran hablado bien de ella, más bien al contrario: le habían asegurado que era algo tan desastroso que el hombre no pudo reprimir la tentación de contemplar con sus propios ojos el desbarre. Contrarreloj, consiguieron organizarle un pase privado en horario matinal; contra pronóstico, tras verla se entusiasmó. «Hay una gran familia por todo el mundo, y lo sabes en un segundo si miras a los ojos», escribiría el mismo Peckinpah no mucho después: «He conocido a Toshiro Mifune en Japón y sé que pertenece a esa familia. Y Lee Marvin. Y Jeanne Moreau. Y Gonzalo Suárez, que ha hecho una película espléndida que ha sido capaz de plantearme muchas dudas y muchos problemas. Se llama Aoom… El arte sirve para esto, porque la base del arte es la transformación. Era ya así en la tragedia griega y lo llamaban catarsis.» El embrujo fue tan grande que Peckinpach, en vez de dirigirse a Londres —donde lo aguardaban para preparar el rodaje de Perros de paja—, optó por sumarse, junto a su secretaria, al viaje que Suárez y su mujer tenían previsto hacer a Llanes, en el oriente de Asturias. En sus paisajes se había rodado Aoom, y por ellos transitaron durante varios días en los que las excursiones montañeras se sucedían con los excesos etílicos, en una dulce amalgama que estuvo a punto de deshacerse cuando Peckinpah, víctima de uno de sus arrebatos, estuvo a punto de estrangular a su acompañante. Pese al incidente, ambos mantuvieron una relación que se estrecharía hasta el punto de que Suárez se trasladó a Los Ángeles para escribir junto a su colega el guión de una película, Doble dos, que iba a inspirarse en una de sus novelas y nunca llegó a ver la luz. Suárez me cuenta ahora, en una fría y soleada mañana gijonesa, que aquel viejo proyecto puede estar a punto de hacerse realidad: acaba de terminar un nuevo libreto tras revisar concienzudamente los anteriores, y aunque no será él quien se ponga tras la cámara —y es una pena, porque probablemente nadie mejor que Suárez, en esta etapa de su biografía, podría insuflar nueva vida a la historia que su propia imaginación urdió allá por 1974— está más que justificada la expectación ante esta nueva osadía. Qué alegría saber que aquella piedra que gritó hace más de cuarenta años en una playa llanisca siga siendo capaz de engendrar ecos.

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