Viktor Lavrov es un joven talento perteneciente al KGB destinado en Berlín durante el periodo más crudo de la Guerra Fría. Pronto recibirá un delicado encargo que pondrá a prueba sus conocimientos en psicología criminalista y sus virtudes como agente de inteligencia. Zenda ofrece un fragmento de la nueva novela de César Pérez Gellida, Todo lo mejor, su relato más negro.
EL TIPO QUE IBA A SER SECUESTRADO
Taberna Wirtsgarten
Distrito de Köpenick. Berlín Oriental (RDA)
24 de septiembre de 1980
Todo lo mejor es lo peor cuando uno no sabe de qué lado está —sentenció.
Por aquel entonces, el tipo que iba a ser secuestrado sabía pocas cosas, pero las pocas cosas que sabía no eran objeto de debate en su fuero interno.
Sabía que el mundo en que le había tocado vivir se sustentaba en una omnímoda verdad: solo es cierto lo que es susceptible de convertirse en mentira. Y aquel axioma, aplicado como única regla del juego, provocaba que lo bueno y lo malo fueran dos conceptos confusos; dos ideas suplementarias que se fundían y confundían al tiempo que se complementaban.
Dos caras de una moneda que rara vez caía de canto.
Ello explicaba que, en un tablero con solo dos jugadores, lo que era bueno para uno no tenía por qué ser del todo malo para el otro. Dependía de cuáles fueran los intereses y estos, volubles y caprichosos, mutaban a mayor velocidad de lo que giraba la moneda en el aire. Pero, además, si se pretendía contar con un rival fuerte con el que proseguir la partida, era imprescindible repartir las victorias y las derrotas de forma ecuánime. De otra manera, ¿qué sentido tendría el capitalismo sin un peligroso enemigo al que temer como era el comunismo? ¿Y qué sería del Bloque Oriental sin la sempiterna amenaza del imperialismo?
El símbolo del dólar contra la hoz y el martillo.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética devinieron en antagonistas necesarios para escenificar un innecesario vodevil cuyo final infeliz se visualizaba en forma de hongo nuclear, de estallido cegador, de destrucción masiva replicada a lo largo y ancho del globo terráqueo en un apocalipsis que muchos tildaban de inevitable. Enclavada en el corazón de la vieja Europa e inmersa en ese marco belicista silencioso de principios de los años ochenta, existía una ciudad partida en dos que había sido elegida como escenario principal del conflicto y, al mismo tiempo —antojadizo infortunio—, como el único camerino que debían compartir los dos actores principales. Berlín representaba a la perfección las dos caras de esa moneda que, harto veleidosa, había caído de canto en forma de muro.
En ese enclave urbano, el tipo que iba a ser secuestrado había llevado al extremo la conjetura sobre la difusa frontera que separaba el bien y el mal, lo bueno y lo malo.
—Todo lo mejor es lo peor cuando uno no sabe de qué lado está —le repitió a su vecino de taburete, que, más ocupado por mantener la verticalidad que preocupado por el misterio que encerraba la frase, no le prestó oídos.
Algo contrariado, buscó la complicidad de Rudi, el barman del turno de noche del Wirtsgarten. Lo conocía desde hacía un par de meses, coincidiendo con su regreso de los JJ. OO. de Moscú, pero ello no obstaba para que se hubiera convertido, si no en un amigo, sí en su estoico confidente. Rudi escuchó sus últimas aseveraciones mientras pasaba el trapo a la sufrida barra sobre la que se acodaban muchos de los funcionarios más crápulas del Berlín Oriental. Y dentro del casi infinito funcionariado público de la República Democrática Alemana, no había un departamento más numeroso que aquellos que trabajaban para el Ministerio para la Seguridad del Estado, más conocido popularmente como la Stasi.
El tipo que iba a ser secuestrado era uno de ellos.
—Ya sé que vas a cerrar, interpreto las señales, pero haz un último favor a este sufrido cliente y ponle el penúltimo.
Sin otra opción que seguir sus instrucciones, Rudi agarró la botella de vodka de la marca Zhuravlí que tenía separada para él y le rellenó el vaso al tipo que se hacía llamar Viktor pero al que se solían referir con apelativos relacionados con los cráteres que el paso de la viruela había dejado en su rostro.
—Esto parece un cementerio. Voy a tener que animar a la parroquia —le dijo en voz queda—. Necesito que me ayudes.
—No me fastidies, Viktor, que me quiero marchar a casa de una vez —protestó tímidamente Rudi.
—Te dejo elegir: Auferstanden aus Ruinen o Augen geradeaus.
—¿Conoces Die Grenzerkompanie? —propuso Rudi.
—Otro día. Vamos con Auferstanden aus Ruinen.
Con las primeras estrofas del himno comunista, resonaron voces dispersas que provenían de las mesas del fondo, alguna enérgica, casi todas tímidas, forzadas a cumplir con el expediente patriótico.
Viktor se giró sin dejar de cantar y buscó con la mirada a la única pareja entusiasta que se había incorporado y alzado sus jarras de cerveza. La escasez de bombillas generaba amplias zonas de penumbra bajo las que se cobijaban aquellos que no querían exponerse al escrutinio ajeno. Ella, rubia, con el pelo cardado y el flequillo abombado hasta las cejas, le sonreía animosa. Él sostenía un cigarro entre los dientes y se cubría la cabeza con una desgastada gorra de corte leninista, que seguía siendo el distintivo por excelencia de la clase obrera en la Alemania del Este. Ninguno superaba la treintena; como él. Tambaleándose, se aproximó con su mejor sonrisa y la peor de sus intenciones, elevando la voz para entonar con la pasión que requería el tramo final de la letra.
—Und die Sonne schön wie nie über Deutschland scheint, über Deutschland scheint! ¡Salud, camaradas!
—¡Salud! —contestaron ellos al unísono.
—¿Puedo? —preguntó agarrando el respaldo de una de las dos sillas libres. Ninguno dudó.
—Por supuesto —dijo él cortésmente.
Viktor Lavrov levantó el brazo y le hizo una seña a Rudi. Los aturquesados ojos de la joven repararon en el grosero bulto que conformaba la Makarov de 9 mm —el arma oficial de la Stasi— bajo el ajustado jersey de su invitado. Antes de que la pareja terminara de contarle que él, Thomas, trabajaba en un taller de vehículos y ella, Annike, era dependienta de una floristería situada en el distrito obrero de Friedrichshain, ya había servido dos jarras de cerveza y entregado la custodia de su botella de vodka a su legítimo propietario.
—Mi Trabi me está dando problemas últimamente —expuso Viktor haciendo que su lengua patinara de un modo estrepitoso sobre el pavimento alcoholizado de su paladar.
—¿Qué tipo de problemas?
—De esos que te pueden arruinar el día. Arranca cuando le viene en gana y hoy no ha sido uno de esos días que le ha apetecido.
—¿De qué modelo se trata?
—Un 601, modelo Kübel del año… No sé qué maldito año es —reconoció tras vaciar el vaso.
—No me digas más. El sistema de calentamiento auxiliar da fallos en cuanto empieza a hacer frío. Si quieres traerlo al taller, lo reviso encantado y puede que mi jefe me permita hacerte una rebaja en el precio.
—Si mañana resucita, puede que lo haga —dijo recogiendo la tarjeta arrugada con visibles manchas de aceite que Thomas le ofreció.
Tras varios minutos de intercambio de información pueril, a Viktor le pudo su deformación profesional.
—¿Os dejáis caer mucho por aquí? —quiso saber el de la Stasi.
—Yo, en realidad, sí —intervino Annike—. Suelo venir con mi amiga Ebba, pero hoy tenía otros planes.
—¿Ebba Wiegmann, de la Comisión de Comercio y Abastecimiento?
—Ebba Lingor, de la pescadería Lingor de Friedrichsfelde —contestó ufana.
Viktor hizo como si hurgara en su memoria.
—No la conozco —dictaminó—, pero si es tan guapa como tú, sin ofender —añadió mirando a Thomas—, no me importaría conocerla.
La pareja intercambió un par de miradas cómplices.
—Camarada, creo que hoy es tu día de suerte —dijo él apoyando su mano en el hombro de Viktor.
—¡No me digas! ¡Cuenta, cuenta! —exclamó abriendo tanto los párpados que sus abultados ojos parecían querer escapar de sus órbitas de un momento a otro.
—Ebba nos está esperando en un local cerca de Gendarmenmarkt donde están celebrando una fiesta clandestina, pero todavía no nos hemos decidido a ir.
—Eso suena bien. Realmente bien.
—Tenemos nuestro coche a cinco minutos y mi Trabant 600 no será tan llamativo como el tuyo, pero arranca siempre. Estaremos allí en un pestañeo, ¿te animas?
El colmillo izquierdo asomó por la comisura de sus labios conformando esa delatora sonrisa de niño travieso que acaba de salirse con la suya.
Se ajustó la gabardina de cuero negro y se ciñó el sombrero Trilby a juego sin despedirse de Rudi ni pagar la cuenta, cuestión que solía zanjar a final de mes. En el exterior les esperaban el mes de septiembre y su temperatura nocturna en forma de invitación a apretar el paso. A Viktor le costaba caminar en línea recta, lo cual era objeto de mofa moderada por parte de sus acompañantes. El silencio de la madrugada redujo la comunicación a susurros, monosílabos y gestos ufanos mientras callejeaban por el deficientemente alumbrado barrio de Oberschöneweide.
—Ahí está —anunció Thomas señalando un oscuro callejón—. La puerta de la derecha no se abre, así que entrad por la izquierda —advirtió.
—¿Y a qué demonios estás esperando para arreglarla con tus propias manos? —preguntó Viktor.
Pero no fue eso lo que le hizo sospechar que algo no iba bien, sino la extraña indicación de este a Annike, apostada a su espalda. La secuencia se desarrolló en apenas unos segundos: primero sintió la bolsa en la cabeza y la inmediata dificultad para respirar, luego notó cómo le arrebataban el arma sin que pudiera hacer nada por impedirlo y finalmente el golpe en la cabeza que lo dejó aturdido mientras lo enlataban a la fuerza en el maletero del Trabant. La penuria morfológica de Viktor lo hizo compatible con la escasez volumétrica de aquel espacio en el que apenas si cabía una caja de herramientas.
Thomas condujo despacio para no alertar a ninguna rana de la Stasi, aunque, a esas horas, era harto improbable que croara alguno de los casi doscientos mil informadores con los que contaba la policía secreta de la República Democrática Alemana. La misión de los dos miembros del Servicio Federal de Inteligencia —el BND— consistía en detectar y secuestrar a importantes activos de la Stasi y trasladarlos a Alemania Occidental, donde, o bien se les sacaba información a la fuerza, o se les ofrecía trabajar como agentes dobles si entendían que el candidato merecía la pena. Al término de las tres semanas de seguimiento intensivo concluyeron que Viktor Lavrov —que ocupaba un cargo relevante dentro de la Administración 12, encargada de la vigilancia de las comunicaciones de sus vecinos del este— reunía las premisas fundamentales para ser invitado a trabajar para el BND desde dentro de la Stasi. Soltero, de vida notablemente disoluta, amigo de la nocturnidad y del dispendio. Ideal dependiendo de la cantidad que pidiera a cambio.
No tenían planificado hacerlo ese día, pero la oportunidad se les presentó en bandeja y estaban entrenados para actuar cuando los astros se alineaban, como estaba siendo el caso.
—No me puedo creer que todo esté resultando tan sencillo —opinó Annike, excitada.
—No nos relajemos. Todavía tenemos que sacarlo de ahí atrás, meterlo en el túnel y llevarlo al piso franco. En cuanto crucemos tenemos que avisar a Raimond para que se hagan cargo de él de inmediato y podamos regresar antes de que amanezca.
La entrada estaba en un bloque de viviendas de la calle Franz-Klühs con Friedrichstrasse. Eligieron ese lugar porque había tenido la fortuna de no terminar seriamente dañado tras los bombardeos aliados y por ello no había sido derrumbado y levantado de nuevo, sino que estaba reconstruido. Eso hacía que su nivel de ocupación fuera muy bajo, lo que minimizaba los riesgos. Además, los locales contaban con un sótano anormalmente profundo y una plaza de garaje individual soterrada prevista para la carga y descarga de mercadería. Así, con la excusa de realizar una reforma ambiciosa, el BND lo había adquirido bajo una sociedad falsa para llevar a cabo unas obras que se dilataron ocho meses. El túnel se sumergía a dos metros y medio bajo la superficie y contaba con sesenta y cuatro metros de longitud y dos de ancho. No era comparable con aquel que hicieron con la ayuda de la CIA y el SIS, con el propósito de interceptar las comunicaciones telefónicas soviéticas y que terminó siendo un fiasco para los intereses occidentales; sin embargo, cumplía con el objetivo para el que había sido diseñado: ser una puerta giratoria en el corazón del telón de acero. El acceso estaba tras otra del todo oxidada junto a una columna en la plaza de garaje n.º 17. Auspiciados por la soledad, Thomas clavó sus ojos en los de su compañera.
—Yo lo saco y tú me cubres mientras lo amordazo. Que no nos pase como con Reichmann, ¿de acuerdo? ¿Estás preparada?
Ella asintió.
El hecho al que se refería había terminado mal, sobre todo para el oficial de la Stasi, que, al recobrar la conciencia, se dejó llevar por el pánico y arremetió contra sus captores. Tuvieron que calmarlo a base de golpes con tan mala suerte que uno de ellos le provocó una fractura del hueso occipital y terminó por causarle la muerte.
El de la Stasi seguía inconsciente y presentaba idéntica posición fetal que cuando Thomas cerró el maletero.
—¿No estará…? —se preguntó ella.
—Joder, espero que no —deseó mientras se inclinaba para quitarle la bolsa de la cabeza y tomarle el pulso en la yugular.
Teaser de Todo lo mejor, de César Pérez Gellida
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Autor: César Pérez Gellida. Título: Todo lo mejor. Editorial: Suma. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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