Jordi Ledesma es un autor que no me canso de recomendar. Su primera novela, Narcolepsia (Alrevés, 2012), contaba cómo un chico de clase media podía llegar a convertirse en un auténtico narcotraficante. El libro destilaba realismo por los cuatro costados y más de uno consideró que se trataba de un auténtico manual para delinquir. En 2014 fue todavía más lejos con El diablo en cada esquina (Alrevés), una obra de apenas 200 páginas donde se condensaba una historia coral en la que ampliaba los horizontes de su “escuela del crimen”. Eran dos novelas magníficas injustamente tratadas por crítica y lectores, pasando desapercibidas en plena moda de la novela negra nórdica.
Lo que nos queda de la muerte es su última obra, al igual que todas las anteriores publicada por Alrevés, quizá la editorial que está publicando la mejor novela negra patria en la actualidad. Cuando todo el mundo está subiéndose a la ola de la nostalgia, Ledesma ha mirado hacia atrás y nos recuerda que no todo tiempo pasado fue mejor. Ambientada en los años noventa en un pueblo de la costa mediterránea, el autor no duda en definirlo como “tercer mundo”. Jóvenes sin futuro, viviendo con la mirada puesta en esos edificios de primera línea que ocupaban los chicos de la capital, donde no hay más diversión que dar una vuelta en moto o sentarse a fumar. Trapicheos, ajustes de cuentas, vecinos que se conocen de siempre y esos, los que visten bien, los que aparecen en verano y tienen la vida resuelta. En el tercer mundo abundan los personajes pintorescos, los perturbados sin diagnosticar, de profesores que dan clase borrachos y a nadie le parece raro: “La ruina del molino veía pasar al señor Triana sobre una Derbi Variant, negra, del bar a la escuela y de la escuela al bar. Y no podía la Derbi con los ciento cuarenta kilos del señor Triana; lo llamaban el Bombilla. Saben los cielos que no podía la moto, como sé yo que no está bien hablar de los muertos”.
Una obra personal, realista, con un lenguaje muy cuidado, que nos transporta a ese otro pasado donde la sordidez era común. “Ya rondaba el Pajero con su deficiencia mental, incitando a los niños a mirarlo mientras él se la meneaba”. Todo ello aderezado con una trama con tintes negros y policiales que gira en torno a la muerte de un chico y la investigación de un viejo caimán de la Guardia Civil, aunque el protagonismo es bastante coral. Jordi Ledesma habla con conocimiento de causa de una realidad que solo podía ser vista por los jóvenes de esa época. Cualquiera de otra generación, anterior o posterior, se preguntará sorprendido si lo que se narra es cierto, si existían esos reductos de marginalidad, drogas y violencia a la luz del día. Y la respuesta es que sí. Una muestra: “Iris provenía de la periferia de la periferia, de un arrabal de extrarradio con nombre de santo y que no era más que un eufemismo urbanita; un tampón burocrático. […] Ahí creció la chica, en un reducto marginal de gente sin raza, traficantes y delincuentes. Un lugar en el que había tipos con nombres como el Morgan y el Cápsula, y que abandonaban los coches robados en pistas de baloncesto”.
Jordi Ledesma es un gran escritor. Sin excusas. Y es con esta novela, por fin, cuando mucha gente parece darse por enterada. Hace poco obtuvo el premio Novelpol a la mejor novela negra de 2016 y además se ha alzado con el codiciado Premio Pata Negra que otorga la USAL. Dos premios en dos meses, además de otra nominación para el festival Valencia Negra. Si después de todo lo dicho no quieren acercarse a este autor es porque, sencillamente, no le gustan los buenos libros.
Autor: Jordi Ledesma. Título: Lo que nos queda de la muerte. Editorial: Alrevés. Venta: Amazon y Fnac
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