Poco antes de la pandemia se me ocurrió recoger en un libro los poemas de algunos poetas del momento. Es decir, trabajar en una antología que reuniría a quince poetas y que llamaría Los últimos del XX (editorial Luna de Abajo), porque sus fechas de nacimiento van desde 1980 a 1997. En pleno trabajo ocurrió el confinamiento y tuve que enfrentarme al horror diario de la enfermedad y la muerte de queridos amigos, mientras ordenaba, con los quince poetas, las páginas que deberían recoger las respuestas a un cuestionario que les mandé a cada uno, los poemas elegidos, más un prólogo que escribí y que ahora dejo expuesto aquí, en esta prisión zendiana que me da tanta libertad. Todos los poetas tienen el denominador común de la asturianidad: Sergio C. Fanjul (1980), Pablo Núñez (1980), Fruela Fernández (1982), Carlos Iglesias, (1983), Rodrigo Olay (1989), Ruth Llana (1990), Sara A. Palicio (1991), Mario Vega (1992), Miguel Floriano (1992), Lorenzo Roal (1992), Xaime Martínez (1993), Candela de las Heras (1994), Dalia Alonso (1996), Óscar Díaz (1997) y Rocío Acebal (1997).
LOS PRIMEROS DEL XXI
El arte de la vida, de la vida del poeta, es estar siempre ocupado sin tener nada que hacer. H. D. Thoreau, Diarios, entrada del 29 de abril de 1852.
«Poesía en Asturias» es un término que acuñamos en Luna de Abajo en 1981 cuando comenzamos a publicar una modesta aunque significativa colección de libros de poetas que compartían nuestro ámbito estético. “De un modo de hacer y entender la poesía, de una forma de estar y de permanecer en el tiempo”, decíamos en clara manifestación de nuestras preferencias por la llamada poesía de la experiencia, con Ángel González como bandera, “un nombre que se confunde con nuestros sueños y nuestras biografías”.
Durante los primeros años la editorial apostó por autores afines a esta línea, nacidos o vividos en Asturias, y así colaboraron Ricardo Labra y Alberto Vega, cofundadores de la marca, Fernando Beltrán, Francisco Álvarez Velasco, Rosa Espada, Víctor Botas, Álvaro Díaz Huici, Juan Manuel Muñiz, José Luis García Martín, Fernando Menéndez, Pedro Luis Menéndez… Más tarde se amplió la nómina de colaboradores a la narrativa, incluso al ensayo, sin dejar de apoyarnos, ya desde el primer número, en la pintura y la fotografía.
La mayoría de edad nos llegó con Guía para un encuentro con Ángel González (1985), un libro por el que tuvimos la oportunidad de conocer muchos escritores que llegaron como una ráfaga de aire fresco: Jaime Gil de Biedma, José Manuel Caballero Bonald, Juan García Hortelano, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, Marsé, Celaya…
En la tercera edición de este libro decíamos:
“… ¿Por qué la obra de un poeta nos acompaña durante un buen número de años y en cada lectura crece con nosotros, o nosotros con ella, que al fin y acabo son la misma cosa? ¿Por qué a un grupo de poetas amigos cada cierto tiempo se les llena la boca de borges, pessoas o cortázares…? ¿Por qué de ángeles?”.
En nuestra antología hay poetas que mencionan la poesía de Ángel González como uno de sus autores recurrentes. Rodrigo Olay incluso escribió este poema en el que están, además, otros poetas asturianos como Almuzara, Piquero y Botas. Un poema que tiene como título el primer verso de “Así parece”, de González, al que le añade algo más en tono irónico:
“Acusado por los críticos literarios de…”
(en efecto, otra cita de González)
Que si Borges, que si d’Ors gotas
de Almuzara, que si injerto
de Piquero o Luis Alberto,
que si González y Botas,
que si ahora los Machado
y callo, aunque no he acabado.
Lo habéis dicho hasta el sopor:
venga formas, venga temas…
¿Y el dolor? En mis poemas,
sí, lo mío es lo peor.
He comenzado esta nota introductoria recordando los orígenes de Luna de Abajo y la figura de Ángel González por dos motivos: uno de ellos es por el camino por el que los componentes del grupo Luna de Abajo recorrimos durante los años en que estuvimos juntos, es decir, por la búsqueda de poetas en nuestro territorio —geográfico y cultural—, y el magisterio del poeta ovetense. También porque muchos años después, frente a tantas vueltas vitales recorridas por cada uno de nosotros, hemos regresado juntos al mismo lugar de partida: un libro de poesía de poetas asturianos. En segundo lugar, porque leídas las respuestas a la segunda pregunta formulada en el cuestionario, “¿cuáles han sido tus lecturas de formación y los poetas que han influido en tu escritura?”, nueve de los 15 autores seleccionados dieron el nombre de Ángel González. Bien, pero no hay que olvidar que en los caminos poéticos que recorren estos autores también conviven otros poetas del ámbito nacional, así como escritores ingleses y franceses, incluso músicos y hasta cineastas, como en el caso de Ruth Llana. Lo que sí parece que queda patente es que conocen bien lo que se ha escrito en Asturias; que se leen entre ellos, que se admiran, incluso que han compartido espacio en revistas y antologías poéticas.
Y como los poetas del Grupo del 27, muchos son profesores de literatura.
La Antología
Este libro comienza con un misterio, o más bien con el concepto de misterio aplicado a la poesía. A cada uno de los poetas seleccionados les propuse escribir una poética y responder a un cuestionario cuya primera pregunta era esta: “Federico García Lorca escribió que la poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse, y que forman algo así como un misterio. ¿Cómo definirías tú la poesía?”.
Cuando se habla de misterio poético se suele relacionar con la inspiración, pero la inspiración no se acoge a ningún método científico, al trabajo sistemático o a la formación. La inspiración, o lo que Lorca llamaba «duende», para los poetas nacidos a finales del siglo XX —la mayoría de ellos viviendo toda su vida en el XXI— no tiene ningún punto de apoyo en el que encontrar ese despegue de la imaginación que se necesita para escribir un buen poema. “Que la inspiración me encuentre trabajando” es una frase atribuida a Picasso, aunque el pintor de Málaga —que se pasaba las horas ante el lienzo o modelando figuras con cerámica, u otras figuras más corpóreas, o bien imaginaba proyectos con sus amigos en el Café de Flore o en La Brasserie Lipp— no dejó nunca de ejercitar la parte derecha del cerebro.
Al pintor, al músico, al poeta, al creador de mundos paralelos, lo que sea eso de la inspiración lo encuentra siempre trabajando.
Vladimir Nabokov, del que no sabemos si su mejor fuente de recursos estaba solo en Vera, su mujer, escribió: “Los conformistas sospechan que hablar de «inspiración» es tan insípido y anticuado como defender la torre de marfil. Sin embargo, la inspiración existe, al igual que las torres y los colmillos”.
Dámaso Alonso, en “Permanencia del soneto” pedía que nada se interpusiera entre el lector y la obra. Las intuiciones, las revelaciones, las iluminaciones artísticas, la ensoñación… remueven por completo el intelecto y ponen en marcha otros ámbitos creativos, “como la realidad ilusoria, que es una intuición fantástica; intuición afectiva, la intuición intelectual…”.
Cuando Mario Vega dice: “… el poeta puede escribir un poema, pero para que se complete la comunicación tiene que haber un lector”, me ha recordado lo que dice Borges en el prólogo a su Obra poética (1923-1977), Alianza Tres / Emecé editores, 1979: “El sabor de la manzana (diría Berkley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro”.
Miguel Floriano se acerca a la incomprensión del hecho poético: “Nunca dejamos de comprender, y eso es lo que mantiene viva la llama de la escritura”, y es el que más cerca está de la pregunta: “Lorca tenía razón con ese artificio verbal: tiene el color del misterio”, con lo que no está nada convencido Lorenzo Roal cuando escribe: “No creo que la poesía sea un misterio (…). Mucho más interesante me parece hablar sobre qué es buena poesía o para qué es buena la poesía.
Me gustaría haber planteado la pregunta a propósito de lo que dice Roal; sería sin duda mucho más interesante intentar desbrozar esos otros misterios: el qué y el para qué de la poesía.
A Sara Palicio, “la necesidad de definir la poesía fuera del verso” dice resultarle “más agobiante que clarificadora, hasta el punto” —y esto es lo que a mí me acerca más a una especie de misterio cósmico— “de que se me parece a intentar explicar los matices cromáticos sin utilizar el concepto de color».
No es mi intención cansar al lector con más opiniones que luego podrá leer en las respuestas de los poetas. Solo recordaré la sorprendente teoría, relativa al tiempo, de Agustín de Hipona, muy bien traída por Óscar Díaz: “Copiaré la celebrada contestación que dio San Agustín sobre qué era el tiempo, mutatis mutandis: ¿qué es, pues, la poesía? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”.
Para Borges toda poesía es misteriosa, “nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir. La triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconsciencia o, lo que aun es menos hermoso, de lo subconsciente; los griegos invocaban la musa, los hebreos el Espíritu Santo; el sentido es el mismo”.
El poeta no tiene una chistera mágica de la que salen poemas como palomas blancas; sin embargo, el efecto que produce la lectura íntima de un buen poema es parecido al encantamiento del batir de alas de una paloma surgida de la sombra. El poeta debe ejercer en el lector una profunda emoción. Leer poesía en silencio y en soledad puede ser una experiencia única que aproxime al lector al alma del poeta, de tal forma que sienta que es él el verdadero creador de ese poema que le describe, que le alimenta, que le conforta. Es así cuando el poeta se convierte en verdadero demiurgo, en el auténtico mago que le da una vuelta más al lenguaje que usamos cada día para conseguir que la unión de palabras archiconocidas cobren un valor nuevo y nos sorprendan.
En su Defensa de la poesía, Percy B. Shelley escribió hasta qué punto el verso construye un espacio nuevo, de tal forma que el ideal soñado se realice. Al poeta de hoy no se le pide que tenga misión alguna, como en el Romanticismo. En su Himno a la belleza intelectual, Shelley sintió el temblor de la pérdida de la claridad poética, sembrando y sombreando una duda en estos versos que son también una súplica: «No te vayas, dejándonos en sombra, / no te alejes para que no sea la tumba / una verdad igual de oscura / que este miedo al que llamamos vida».
Vivimos tiempos en los que la vida pública no se compromete con la verdad, con la bondad o la belleza, sino que se alía con la tiranía, con el dinero y con el miedo. También con otras tiranías más pequeñas en las que una parte de la sociedad se deja domeñar, en aras de no sé qué dioses ridículos, por todo lo que no sea la belleza interior, como en este título del canto del gran poeta romántico: Himno a la belleza intelectual.
Lo intelectual no vende, y el compromiso se ha ido por el desagüe del inodoro. Estamos en un sálvese quien pueda, mientras aspiramos a mejores razones de un tiempo ido que solo pueden volver a rescatar los poetas verdaderos.
Todos los autores de esta Antología son hijos de su tiempo. Son, por tanto, modernos en el sentido en que Hermann Bahr deseaba como el único deber en la vida; pero ser moderno no es otra cosa que ser actual y contemporáneo. Y todos estos poetas de fin de siglo lo son.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: