El inspector Camacho yacía sobre una camilla de la morgue y yo lo observaba de manera distinta a como había mirado a cientos de cadáveres durante mis más de veinte años de antigüedad como auxiliar forense del Hospital Central. Sentía lástima por él y un gran respeto.
Llamé al doctor Muñoz, para ir adelantando trabajo. Nos conocíamos desde hacía tanto tiempo, habíamos hecho tantos exámenes juntos que ya casi no podíamos diferenciar con claridad donde comenzaban y terminaban las tareas de cada uno. Como esperaba, me dio su visto bueno, así que procedí a desvestir al inspector y a embolsar la ropa: una camisa de cuadros Vichy, unos vaqueros azules, un reloj Casio, unos mocasines de aspecto deportivo, unos calzoncillos elásticos, una cadena con la cruz de Calatrava. En el fondo quería tener el honor de pasar un rato a solas con uno de los policías más laureados de la ciudad y ofrecerle mis respetos de la mejor manera que sabía: tomándome mi tiempo en adecentarlo, antes de la intervención. Después de quitarle la ropa con mucho cuidado de no tocar la herida del hombro, tomé varias fotografías generales del cuerpo y en particular del tajo mortal en el cuello. Ahí ya no tuve ninguna duda: cualquier forense diría que la muerte lo encontró de espaldas y agachado, mientras el inspector miraba algo que había en el suelo o a la altura de sus rodillas. Eso es lo que diría, sin lugar a dudas, el doctor Muñoz.
Una vez preparado el cuerpo, volví a llamar al forense.
—¿Ya está listo? —preguntó.
—Así es —respondí.
—¿Y dices que también tiene uno?
—Correcto; un Small Micra —le informé.
—¿Un Small Micra? No me lo puedo creer. En nada estoy ahí.
Miré el reloj de pared.
Llevaba un día de mierda.
Antes de la llegada del policía, había tenido que coser el cadáver que todavía yacía en la camilla contigua a la de Camacho: el de un albañil sin arnés, caído en mala hora del andamio.
Acaricié el cabello del inspector. Cuántas veces lo había visto en las noticias, casi siempre triunfante. Nunca hubiese creído que nuestros caminos se irían a cruzar aquí, en este lugar, en mi puesto de trabajo. Desde luego, no era el cadáver de un policía más, uno de esos que se partían la crisma mientras el criminal se perdía tras un horizonte de tejados grises y humeantes. A este hombre lo admiraba de veras, de corazón. Un año atrás, Camacho había desarticulado una red de prostitución que enviaba a decenas de mujeres a los polígonos y a los muelles. Unos meses antes, había dado con el zulo donde unos mal nacidos retenían al hijo de un conocido constructor de la ciudad. Yo odio a los especuladores, pero no a los niños; a los futuros especuladores hay que dejarlos en paz. Tal vez por ello, se me ocurrió que debía decirle algo, ahora que estábamos solos y no nos oía nadie.
«Todo pasa y todo queda, inspector, pero lo nuestro es pasar», le dije con emoción, citando a Machado.
Me gustaba ese epitafio.
Lo hubiese querido para mí.
*****
Una hora antes, Camacho se había presentado solo y por sorpresa en la morgue, cuando me aprestaba a introducir en la cámara frigorífica el cuerpo del albañil y ya me preparaba para irme. Al ver entrar al policía, el corazón me dio un vuelco, pero mantuve la sangre fría.
—¿El doctor Muñoz? —preguntó.
—Se acaba de ir. Soy su ayudante —respondí.
—¿Y ese? —señaló el cuerpo del albañil.
—Accidente laboral, lo de siempre.
Camacho andaba tras los pasos de una organización criminal que se dedicaba, entre otras cosas, a sustraer los órganos y marcapasos de los cadáveres depositados en las morgues para venderlos en el mercado ilegal de órganos y marcapasos. Hacía unos meses, una familia había dado la voz de alarma al desenterrar a un ser querido para realizarle una segunda autopsia y descubrir en su pecho una incisión reciente. Camacho llevaba tiempo atando cabos y ya no le quedaba ninguno por unir. Funerarias, hospitales, cementerios: todas las pistas conducían a la morgue del Hospital Central. Sin embargo, yo no me dejé llevar por el nerviosismo, cuando comenzó a hacerme preguntas. Giré ligeramente la cabeza, respiré hondo e hice como que trabajaba en el cuerpo del albañil, lo que no era del todo incierto, pues acababa de extraerle del pecho un estupendo marcapasos bicameral que, milagrosamente, no había resultado dañado en el accidente; un artefacto que venderíamos por un excelente precio, como había asegurado antes de irse el doctor Muñoz.
Reaccioné, pues, de manera enérgica. Camacho estaba acostumbrado a marear con su verborrea a los sospechosos, antes de asestarles el golpe de gracia, pero esta vez fui yo quien se adelantó. Cuando el inspector se acercó al cuerpo rígido del albañil, cometió la imprudencia de apoyar sus brazos en la camilla para examinar la hendidura efectuada a la altura del corazón y que, a la postre, confirmaba todas sus sospechas. En ese momento, accioné la palanca de la camilla y esta perdió altura con brusquedad. El cadáver dio una pequeña sacudida y Camacho clavó sus rodillas en el suelo, circunstancia que aproveché para hundirle una aguja de velería en el cuello y en el hombro, cayendo mortalmente herido.
Una vez acabado todo, conseguí —con mucho esfuerzo, a pesar de mi gran envergadura— incorporar el cuerpo sin vida del policía y depositarlo sobre una camilla. Fue ahí, llevado quizás por la inspiración o el recuerdo de algo que había leído una vez en la prensa (pues del inspector Camacho se publicaban muchas cosas) cuando le desabroché con cuidado los botones de la camisa Vichy y descubrí una cicatriz a la altura de su todavía caliente corazón.
Sobrecogido por el hallazgo, me puse inmediatamente manos a la obra, extrayendo de su pecho una diminuta píldora del tamaño de una moneda de cinco céntimos. Efectivamente, el inspector había sufrido problemas cardíacos, y el marcapasos que hasta entonces lo había ayudado a seguir obteniendo medallas y condecoraciones era uno de los más modernos, pequeños y caros que se conocían; uno que llevábamos tiempo buscando, el huidizo Small Micra. Miré al policía con gratitud y me sequé el sudor de la frente. Cuando se lo contase al forense no lo iba a creer; era, verdaderamente, como matar dos pájaros de un tiro.
Quién podía imaginar que el tipo que nos perseguía guardaba en su interior el objeto más preciado.
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