En los años 30, la escritora Elena Fortún, célebre por sus novelas infantiles protagonizadas por Celia, tenía un alter ego: Roenueces, un simpático conejito que entrevistaba a los animales que vivían en la Casa de Fieras del Retiro de Madrid. El guacamayo, el búfalo, el elefante y, entre otros, el pájaro bobo le explicaban sus anécdotas y ella las trasladaba a los niños en la sección ‘Gente Menuda’ de la revista Blanco y Negro. Ahora la editorial Renacimiento ha compilado esas charlas imaginarias bajo el título Lo que cuentan los animales.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Lo que cuentan los animales (Renacimiento), de Elena Fortún.
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EL GUACAMAYO ME LO CUENTA TODO
Para otro cualquiera, esto de hablar con los animales —ya que se ha pasado la época feliz de los cuentos en que los animales hablaban— constituye una grave dificultad.
La Casa de Fieras me ofrece un ancho campo para mis andanzas. Allí tengo clasificados a todos mis interlocutores. Me iré haciendo amigo de ellos, hasta que pueda entrar, sin peligro para mí ni para Gente Menuda, en la jaula de los más feroces.
El primer huésped de la Casa de Fieras está casi a la entrada, y es un charlatán de primer orden. No hay que pasarlo por alto. Subido en una barra, con su cacharro lleno de agua a un lado, el guacamayo habla por los codos, y es como el que da la bienvenida a los visitantes. No es difícil pegar la hebra [1] con él ni entrar en el terreno de las confidencias. Sabe muchas cosas de la Casa de Fieras, y me las cuenta, para que yo, luego, os las pueda contar a vosotros.
—¿Cómo te llamas?
—Guacamayo, para servirte. También me dan los naturalistas el nombre de Ara.
—¡Ah! ¿Sí?
—Sí, hombre. Y, además, me llaman aracanga, porque soy un guacamayo rojo del Amazonas.
—¿Dónde está eso? –le pregunto, para ver si sabe geografía.
—Muy lejos.
—Y tú eres guacamayo rojo, ¿es que los hay de otros colores y por eso te llaman así, para distinguirte?
—¿Ahora te desayunas? ¡Pues sí! Hay guacamayo azul, o ararí, del Brasil, y el verde, o guacamaya, de Méjico. Somos parientes, pero nos distinguimos unos de otros por el plumaje.
—Oye, dime: y tú, ¿por qué tienes la habilidad de hablar como las personas?
—¡Ah! Eso es una suerte que tengo, gracias a mi lengüecilla corta y redondeada que me permite imitar los sonidos y las palabras de los hombres.
—Pero, ¿cómo te acuerdas de las palabras?
—Porque soy un animalejo de mucha memoria.
—¿Qué edad tienes? Porque me han dicho que vosotros vivís muchísimos años.
—Y es la pura verdad. Más de cien… ¡Qué sé yo! Pero en cautividad no vivimos más que de cuarenta a cincuenta años.
—Tú, ¿cuántos llevas en la Casa de Fieras?
—Diez años.
—¿Estás contento?
—¡Hombre! Estoy encantado. Todo el mundo me trata muy bien. Desde que arregló esto don Cecilio, el jefe, hay muchísimos visitantes. Sobre todo, por las tardes, en primavera. Los jueves y los sábados vienen también los niños de las escuelas.
—Entonces, estás visitadísimo…
—Sí, y me dan galletas, azúcar y caramelos. Pero a los caramelos no les tengo gran afición. Dilo en tu periódico para que no me los den más.
—¿A todos los animales los miman tanto?
—Sí, sobre todo a los monos, y a los patos y a los cisnes. A los monos les dan cacahuetes. ¿Tú sabes hasta cuántos kilos de cacahuetes se venden en un día?
—No.
—Pues hasta diez y doce kilos. ¡Fíjate!
—Oye: ¿y vienen también personas mayores?
—Muchísimas. Por lo pronto, las que acompañan a los niños. Luego, muchos señores a quienes les interesamos los animales. Y forasteros, que vienen a ver fieras, porque no las hay en su pueblo, y se asombran mucho de los leones. También vienen muchos alumnos de dibujo, de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, a tomar apuntes. Y fotógrafos.
—¿Cuáles son los animales que llevan aquí más tiempo?
—Los decanos de la Casa, como si dijéramos, son el tigre hembra, el arrú y el oso malayo, ese tan pequeñín.
—¿Y los más nuevos?
—¿Los novatos? Un leopardo y la gacela.
—¿Les va bien?
—Sí, supongo. Yo apenas los veo. A las seis, en verano, nos encierran bajo techado. En invierno tenemos calefacción. ¿Qué te habías creído?
—Nada, que vives como un rey.
—Y, además, lo bien que se está al lado de la puerta, viendo a todo el que entra, y el no estar enjaulado, como los otros. Claro que yo no me como a nadie…
Es verdad. Mi amigo, el guacamayo, que está junto a la puerta de la Casa de Fieras, es muy simpático y muy pacífico. Agradece mucho las galletas y el azúcar, así como desprecia los caramelos.
Y, como es muy sociable, le gusta estar a la puerta, recibiendo a los que entran y darles las buenas tardes con su lengua corta y redondeada que le permite hablar como las personas, a pesar de ser un pájaro rojo de allá, del Amazonas.
—Adiós, amigo mío. Muchas gracias por todo lo que me has contado, y ya sabes dónde me tienes…
—Si pudiera salir de aquí iría volando a Gente Menuda a hacerte una visita.
—No te apures. Yo voy a venir mucho por aquí. Tengo que hablar con todos los huéspedes.
—Pues hasta la vista, Roenueces.
—Adiós.
Gente Menuda, 16-11-1930
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[1]. pegar la hebra: Entablar o alargar demasiado una conversación.
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Autora: Elena Fortún. Título: Lo que cuentan los animales. Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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