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Lo que el infierno no es, de Alessandro D’Avenia

Lo que el infierno no es, de Alessandro D’Avenia

Lo que el infierno no es, libro de Alessandro D’Avenia publicado en España por La Esfera de los Libros, fue la tercera novela escrita por el autor italiano, éxito de ventas en su país. D’Avenia ha visto cómo otra de sus novelas, Blanca como la nieve, fue llevada al cine, y es comparado recurrentemente con el escritor norteamericano John Green. En Lo que el infierno no es, publicada en Italia en 2014, desciende hacia las tristes infancias de sus protagonistas para extraer, de entre el dolor, aquellas cosas que merecen la pena. 

 

A las primeras luces del alba, un adolescente la espía.

Ella está aún sumergida en el acecho, ventoso y salobre, del alba que empieza a elevarse, aún virginal, desde el mar, dispuesta a zambullirse en las calles envueltas por la penumbra.

El adolescente vive en un último piso: desde allí se ve el mar y se ve en las casas y en las calles de los hombres. Ahí arriba, la mirada se expande hasta perderse y, allí donde se pierde la mirada, esta queda atrapada. Demasiado mar se abre de par en par ante sus ojos, sobre todo por la noche, cuando el mar se desvanece y se percibe todo el vacío que late bajo las estrellas.

¿Para qué todo ese nacimiento, mañana tras mañana? El adolescente no tiene una respuesta. No puede tenerla un muchacho al que le duelen más los pétalos marchitos de la rosa que las espinas y que todas las mañanas mira su rostro en el espejo como si fuera el de un náufrago. Se palpa la cara y busca en sus ojos, con el mar atrapado en ellos, lo que aún permanece ahí vivo. Y lo que aún sigue vivo ahí es la luz de ella, cegadora en el último día de clase. La estudia, como estudiaba los mapas misteriosos que le gustaba contemplar cuando era pequeño, para sacar a la luz sus islas y sus tesoros, sus barcos y sus olas.

El adolescente la mira: ella es quien le ha arrebatado el corazón, en el enmarañado laberinto en el que crecen los sueños. Las cosas dotadas de una luz excesiva proyectan una sombra proporcionalmente igual de excesiva. Toda luz tiene su oscuridad. Todo puerto, su naufragio. Los adolescentes, sin embargo, no ven la sombra, prefieren ignorarla.

Se cubre con las manos el rostro imberbe, como si se pudiese escuchar un rostro a través de los dedos. Se parece a un marinero en el muelle, a la espera de que le llegue un contrato, después de un periodo de paro forzoso. La mira otra vez. Y otra más. Deja que la luz, el viento y la sal moldeen su carne y sus pensamientos. Que la luz, el viento, la sal hagan con él lo que quieran, igual que llevan transformando desde hace milenios la piedra estéril de los escollos. Dios le ha puesto un corazón en el pecho, pero se le ha olvidado dotarle de una armadura. Lo hace con todos los adolescentes y, por eso, para todos los adolescentes Dios es cruel.

El muchacho tiene diecisiete años y la vida por formar. Los diecisiete años no son una garantía de buena suerte, hasta los actores son feos a los diecisiete años y no se creen que un día vayan a volverse guapos. La sangre bulle, quemando, y, cuando ejerce demasiada fuerza sobre el corazón, no hay más remedio que decidir qué hacerse de ello.

Él posee ahora todas las preguntas, pero cuando obtenga las respuestas ya habrá olvidado las preguntas. Los diecisiete años son un fallo en la sincronía entre preguntas y respuestas.

La mira fijamente, bajo la luz de junio, y siente miedo: hoy es el último día de clase y en ese día lo único que tienen todos los demás en el alma es el verano y sus escapismos; él, en cambio, tiene mil preguntas. La vida le parece como las ecuaciones del libro de ejercicios de matemáticas: puede ver, debajo a la derecha, entre paréntesis, cuál es el resultado, pero es incapaz de resolverlas, y le preocupa que el resultado de menos, multiplicado por menos, sea más, y el de menos por más, menos. El menos siempre está por medio.

Como una sirena, todo ese mar y toda esa luz lo hechizan y, sin remisión, se deja atrapar por el hechizo. Mira desde lo alto, como les gusta hacer a los chicos de esa edad, cuando intentan descifrar el laberinto sin entrar en él. No tiene un ovillo que desenredar para no perderse en los pasillos de sus miedos. ¿Qué saben los adolescentes de cómo se convierte uno en un hombre? ¿Qué saben de los manuales de uso de la noche, de las sombras, de las tinieblas? Los adolescentes siempre esperan alegría de la vida, no saben que es la vida la que se espera de ellos la alegría. Él querría tener una vida sin conflictos, pero jamás ha existido una vida así. Aunque todos disfrutemos, suframos, hablemos y escribamos de la vida, se sabe muy poco de ella. Quizá el sencillo podría ser él, y dejarle a la vida su laberinto de luz y oscuridad.

La luz sobre los tejados y la sombra sobre las calles, como en un cuadro de Caravaggio: es la paradójica estética de la ciudad habitada por los hombres, no apta para los adolescentes arrebatados por su hechizo. Ignoran cuánto dolor se precisa para llegar a ser y cuánto valor hace falta para perder las ilusiones. El muchacho lo ignora más que los demás: tiene poca carne alrededor de los sueños.

Por un instante, ella deja de mantenerlo encantado y encadenado. Tiene ojos para clavar en él su mirada, celosa; garras para aferrarlo, voraz como todas las sirenas, casi como si fuera a descubrir la noche que oculta encerrada en el corazón.

Su ciudad.

Palermo.

1993.

 

Primera parte
TODO PUERTO

Panormus, conca aurea, suos devorant alienos nutrit.

Palermo, cuenca de oro, devora a los suyos
y alimenta a los forasteros.

(Palabras grabadas bajo la estatua del Genio de Palermo,
situado en el Palacio Pretorio)

The sea is the land’s edge also, the granite
Into which it reaches, the beaches where it tosses
Its hints of earlier and other creation:
The starfish, the horseshoe crab, the whale’s backbone.

El mar es también el filo de la tierra, el granito
en el que se adentra, las playas a las que arroja
sus indicios de una creación distinta y más antigua:
estrellas de mar, cangrejos herradura,
columnas vertebrales de ballena.

Thomas Sterans Eliot, Cuatro cuartetos, «Dry Salvages», I, 16-19

 

1

No obstante, la calle está silenciosa.

En las ventanas, asediadas por el calor estival, alguna persiana se enrolla de golpe, como una serpiente, dejando penetrar el soplo lento y tenaz del siroco. Algún perro vagabundea por la acera, pisoteando los oasis de sombra. Las escasas ráfagas de brisa marina mitigan el calor sofocante, hasta la resaca enseña los dientes cansinamente.

Don Pino va levantando, con sus enormes zapatos, el polvo que, por el contacto de toda esa luz, parece dorado. Su paso es rápido, pero no como el de alguien que lleva prisa, sino el de quien llega tarde, en una ciudad en la que llegar tarde forma parte ya de su esencia. Se acerca a su coche, un Uno rojo, carcomido por el sol y el óxido. El niño está sentado sobre el capó, con los pies colgando. Tiene seis años, una camiseta blanca y un par de pantaloncitos sucios, unas sandalias playeras en los pies y una madre casi adolescente, Maria, en casa. Ahí se acaba la lista de sus posesiones.

—¿Dónde vas tan temprano, padre Pino?

—Al colegio.

—¿A qué?

—A lo mismo que tú.

—¿A pegarte con los otros?

—No, a aprender.

—Pero si tú eres mayor… ¿Todavía tienes cosas que aprender?

—Cuanto más sabes, más tienes que aprender… ¿Tú no vas hoy?

—Hoy empiezan las vacaciones.

—¿Estás seguro? El colegio acaba hoy, pero hoy todavía hay clase, si no se hubiera acabado ayer.

—El colegio se acaba cuando uno quiere.

—¿Y eso desde cuándo?

—Miii haces unas preguntas muy difíciles, tú.

—¿Y tú qué estás haciendo aquí?

—Estoy esperando.

—¿Esperando el qué?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—¿Es que uno tiene que estar esperando algo a la fuerza?

—¡Esto es lo que tú te estabas esperando! —le da un cachete cariñoso en la mejilla.

—¿Pero tu colegio es para mayores?

—Sí. Mayores de dieciséis, diecisiete, dieciocho años…

—¿Y qué cosas les aprenden?

—Les «enseñan» (se dice «enseñar») cosas de mayores.

—Yo las cosas me las enseño por mi cuenta.

—En ese caso se dice: las aprendo.

—¡Qué pesado! Aprender, enseñar, es lo mismo.

—En eso no te falta razón…

—¿Y qué tipo de cosas aprenden?

—Italiano, filosofía, química, matemáticas…

—¿Y para qué sirve todo eso?

—Para descubrir los secretos de las personas y de las cosas.

—Para eso ya está Rosalia.

—¿Quién es esa?

—La peluquera.

—No, en el colegio se aprenden secretos que ni siquiera ella sabe.

—No te creo…

—Peor para ti.

—¿Me cuentas alguno?

—¿Sabes qué significa «Francesco»?

—Es mi nombre. Punto.

—Es un nombre, eso es verdad. Pero es un nombre antiguo, procede del pueblo de los francos.

—¿Y quiénes son esos?

—Los de Carlomagno.

—¿Y quién era ese?

—Francesco, eres el cuento de nunca acabar… Los francos se llamaban así porque eran «libres»: Francesco significa hombre libre.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Te lo cuento otro día.

—¿Y tú qué les aprendes a tus chicos?

—Les «enseño», se dice, les enseño religión.

—¿Y para qué sirve la religión?

—Para conocer el secreto más importante de todos.

—¿Cómo se puede robar sin que te pillen nunca?

—No…

—¿El qué entonces?

—Ah, si es un secreto no te lo puedo contar.

—Yo no soy un poli. No se lo diré a nadie.

—Y eso qué tiene que ver… es que es un secreto difícil de explicar.

—Voy a cumplir siete años, entiendo las cosas.

—Entonces, un día de estos te cuento ese secreto.

—¿Prometido?

—Prometido.

—¿Tú sabes hacer milagros?

—No, yo no. Soy demasiado pequeño.

—¡Pero si tienes cien mil años!

—Cincuenta y cinco…

—¿Y esos no son más que cien mil?

—¡Serás…! ¿Cómo te atreves a…?

—Pero si eres pequeño, ¿por qué tienes los pies tan grandes?

—Para andar mucho e ir a donde me llama la gente.

—¿Y las orejas? ¡Miii, tienes unas orejas enormes, don
Pino!

—Para poder escuchar a los demás y no ser yo el que ha-
bla siempre.

—También tienes las manos muy grandes…

—¿Y no te gustaría una?

Don Pino sonríe y le acerca la mano a la cabeza, alborotándole los rubios cabellos normandos. Tan normandos como sus ojos azules, diamantes sin pulir que los pueblos del Norte engarzaron en la piel oscura de los árabes cuando les arrebataron la ciudad.

Francesco sonríe. Un arrobado entusiasmo centellea en esos ojos en los que la historia se ha estratificado.

—Sabes un montón de cosas, don Pino.

—Venga, que me tengo que ir, voy a llegar tarde.

—Siempre llegas tarde, don Pino…

—¡Hay que fastidiarse con el monigote este!

—¿Y la cabeza? ¿Por qué la tienes tan calva?

Don Pino finge que le da una patada en el trasero y se echa a reír.

—¿Ves este sol tan maravilloso que tenemos en Palermo?

—¡Pero si estamos en Brancaccio!

—Bueno, es lo mismo, ¿qué más da?… La calva me sirve para que se refleje la luz del sol. Así los demás ven mejor.

Se agacha para que el niño la vea de cerca. Francesco apoya su mano en ella.

—¡Miii, qué dura, don Pino!

—¡Para romper con ella murallas todavía más duras!

Sonríe mientras habla y parece un niño él también. Menudo, tan pequeño como una semilla dentro de la tierra, como las que su madre tenía en el balcón, como los grumos de levadura que ponía en la masa del pan.

—¿Puedes ser mi papá, don Pino?

—¿Cómo has dicho?

—Es que yo solo tengo mamá. No sé dónde está mi papá. Lo mismo tú sabes ese secreto, sabes tantas cosas difíciles…

—No, Francesco.

Don Pino busca en el bolsillo las llaves del coche, que se escapan como los peces vivos de la red cuando la sacan de golpe del mar.

Francesco permanece inmóvil, los ojos clavados sobre el suelo.

Por fin, don Pino encuentra las llaves. Hace ademán de ir a abrir, pero Francesco no se aparta, está como petrificado. Don Pino se agacha para mirarlo desde abajo.

—¿Qué te pasa?

Francesco mantiene la mirada gacha.

—Haces que todos te llamen padre y no quieres ser mi papá, aunque yo no tenga uno.

—Tienes razón, pero yo no soy tu padre.

—¿Entonces por qué te llaman todos padre Pino? ¿Eso lo
sabes?

—Porque… Porque… Es una forma de hablar.

—Pero ¿por qué tú eres un parrinu* y estás en la iglesia, y otros, que también son parrini, no?

Don Pino se queda callado.

—Venga, Francesco. Si te parece, haré lo que dices, pero solo un poco.

Se dan la mano. El niño baja del capó y sonríe.

Don Pino sonríe también; sube al coche y le hace el gesto de los cuernos para desearle buena suerte.

 

—¡Tienes cuernos! Bien puntiagudos…

—Para romper las murallas más duras, yo también.

Francesco cierra la puerta del coche y se despide de él sacándole la lengua.

Don Pino finge enfadarse y enciende el motor.

El niño le llama por la ventanilla, con una expresión inesperadamente preocupada.

Don Pino baja el cristal.

—¿Qué pasa?

—Cuando hagas un milagro, ¿me prometes que me avisarás?

—Prometido.

—Pero un milagro de los gordos, ¿eh?, como que nieve en
Brancaccio.

—¿Nevar en Brancaccio? Tú pides cosas imposibles…

—Solo he visto nieve en los dibujos animados… ¿Qué cla-
se de parrino eres, si no?

—De acuerdo.

—Adiós, parri’.

—Adiós, Francesco.

Se aleja. Se observa en el espejo del coche y ve un rostro serio. Esos niños ocupan su corazón igual que los bebés dan patadas a su madre en el vientre. Acabarán rompiéndole ese corazón que a él le parece tan pequeño. Y, además, no sabe cuánto tiempo le queda. ¿Quién se ocupará de Francesco y de todos los demás? ¿De Maria, de Riccardo, de Lucia, de Totò? No le queda mucho tiempo, no queda mucho tiempo y todos esos niños son como semillas esparcidas en un campo que las espinas quieren sofocar y los cuervos hambrientos devorar.

La barrera del paso a nivel está bajada. Es el paso a nivel que separa Brancaccio de Palermo, como el muro de un gueto. Una niña está de pie al otro lado de la barrera, en los raíles contrarios. Mira en la dirección por la que llega el tren. Se asoma como si delante de ella hubiese una línea que no puede atravesar. Tiene en la mano una muñeca que se bambolea, cabeza abajo. Antes de que a don Pino le dé tiempo a bajarse del coche, el tren pasa como una flecha delante de él y engulle la visión de la niña. Sus cabellos enloquecen, aspirados por la fuerza de los vagones que ella mira fijamente, como si fueran los rollos de una película. Sigue la trayectoria del tren con la imaginación y recrea todos los posibles lugares de destino. Le gustaría subirse en él, con su muñeca, para llevarla lejos. No sabe dónde van exactamente los trenes, solo sabe que van lejos. Como los barcos, que van más allá de la línea del horizonte, detrás de donde acaba el mar, y se pierden. Por eso lo que más le gusta en el mundo, además de su muñeca, es ir con su padre a la playa para aprender a nadar y, así, poder ir a ver qué hay detrás de donde acaba mar.

Cuando pasa el último vagón del tren, la niña ha desaparecido.

Don Pino se queda entre la puerta del coche y la barrera, petrificado como si hubiera visto un espejismo. No sabe quién es esa niña, a la que solo ha visto durante una fracción de segundo, con su vestido de colores, dirigiéndose hacia un tren imposible de alcanzar. ¿Y si el tren la hubiese arrollado?

La barrera se levanta. Don Pino vuelve a entrar en el coche, lentamente, buscando indicios de la presencia de la niña, mientras le llegan los puntuales vocinazos de claxon de alguien que tiene prisa por llegar a algún sitio, en esa ciudad en la que la meta es detenerse.

—¿A qué viene tanta prisa? ¿Es que vas a casarte?

—Sí, con tu hermana, parri’.

Don Pino lo manda a cierto sitio con una sonrisa indulgente.

Se pone de nuevo en marcha. Piensa en la niña. No sabe quién es, pero la entiende. Al otro lado de la barrera que delimita el miedo, hay un tren que debe cogerse. Un tren que, lleve donde lleve, te escupe fuera del infierno. Su abuelo era ferroviario y le contaba en qué consistía viajar sobre los raíles. Él era solo un niño, no entendía cómo era posible que los trenes andasen y que los raíles condujesen a todas partes. Y si un tren venía en sentido contrario por la misma vía, ¿cómo se levantaba en el aire para que pasase el otro? Y, sobre todo, ¿dónde iban los trenes?

Las preguntas infantiles siguen intactas en él porque es débil, como los niños, tiene miedo, como ellos, sueña, como ellos, es confiado, como ellos, olvida enseguida, como ellos, no se da por vencido, como ellos.

Solo en una cosa es distinto: no ignora que existe la muer-
te, como sí les pasa a ellos.

2

El viento y la luz de la mañana azotan las calles de Brancaccio, barrio formado por casas similares a escamas de pescado en una ciudad que, como un pez fuera del agua, brinca y se retuerce bajo el sol cada vez más despacio, mientras muere ansiando dolorosamente el agua y la vida. Zona oscura del puerto sin fin que es Palermo, con el mar a las espaldas, Brancaccio surge sobre los detritos que todo mar abandona sobre la costa. Sobre esos restos, el Cazador camina.

Es un hombre de casi treinta años. Lógicamente, tendrá un nombre, el que le puso su madre al nacer y el que repitieron en la iglesia cuando lo bautizaron. Pero su verdadero nombre ahora es ese. El apodo de el Cazador se lo ha ganado gracias a la silenciosa determinación con la que hace lo que debe hacerse, porque un hombre que se precie es el que hace lo que debe hacer un hombre. Para él la realidad se divide en depreadores, categoría a la que pertenece, y presas. Presas que se olfatean, se identifican, se rastrean, se matan. Camina con la cabeza alta y su mirada nunca se desvía de la trayectoria: mirar fijamente, sin desviar la vista, es signo de fuerza. Tres décadas de vida y ya lo respetan como los hijos respetan a su padre. Y tiene hijos propios, tres. Luego están todos los demás, a los que les asegura un futuro lo bastante amplio como para que se conformen y obedezcan. El Cazador.

Junto a él está Nuccio. Tendrá unos veinte años, la nariz alargada como el pico de un ave, labios finos, la noche recién transcurrida encastrada entre los dientes igual que su eterno cigarrillo encendido. Ojos tristes, y no porque él esté triste, sino porque es la tristeza lo que ha dado forma a sus rasgos. Como dos lobos que controlan su territorio, deambulan sin meta aparente por el laberíntico siroco del barrio.

Las puertas de las tiendas comienzan a abrirse, desvelando sus variadas actividades bajo el letrero común a todas: «Dejar libre el paso a los carruajes las veinticuatro horas del día». Sí, porque antiguamente lo que salía de las casas eran carruajes. Cuartos de buey colgados de ganchos muestran sin pudor su carne y sus blandas entrañas. Motocicletas, sucias de grasa, que esperan a ser reparadas. Hogazas de pan con la corteza recubierta de semillas de sésamo. Escobas, detergentes, perfumes, juguetes, balones. Y quién sabe cuántas cosas más. Sillas de mimbre y de madera aún vacías, pero colocadas ya delante de las tiendas para los momentos de pausa entre un cliente y otro. Aquí el invierno dura tres meses, cuatro, como mucho, si el tiempo sigue siendo malo, el resto del año la vida se hace en la calle.

Los ojos del Cazador lanzan rápidas miradas alrededor y luego vuelven a quedarse quietos y firmes, tiene todo bajo control, incluso cuando no lo parece. Escupe sobre el suelo y la saliva se mezcla con el polvo de la calle, obstaculizada por coches aparcados en segunda fila y contenedores en los que se pudre la basura por el calor, ya violento, de las primeras horas del día. El acre olor a podrido se mezcla con el de la mañana empapada de mar, es el agridulce olor que conforma la sustancia olfativa del barrio y de toda la ciudad: el paraíso en una calle y el infierno apenas doblas una esquina.

Una mujer tiende las sábanas perezosas en el aire casi inmóvil. Va en bata y lleva rulos. Bandadas de niños deambulan buscando perros, gatos, lagartijas a los que torturar, retales de asfalto en los que jugar un partido de fútbol arrancado al cemento y al aburrimiento, con un balón de cuero consumido y casi sin aire, aventuras entre las cosas abandonadas por los adultos.

Saludan al Cazador que les sonríe como un padre a sus hijos.

—Y tú, ¿cómo te llamas? —Nuccio se dirige a uno de los niños.

—Francesco —responde el crío, ufano porque se hayan dirigido a él.

—Buen chico, así se hace. A mí tienes que decirme siempre la verdad. ¿Y a la pasma?

—Nunca.

—Buen chico, así se hace. ¿Cuántos años tienes?

—Siete. Casi.

—Siete, ¿y ya estás así de alto? Miii, dentro de poco ya puedes matar a un policía…

—¿Cómo?

—Con una pistola… ¿cómo si no?

—Pero si yo no tengo pistola…

—Cuando la necesites, tendrás una.

Nuccio se aleja y las miradas de los niños, imantadas por ese despliegue de superioridad, están todas puestas sobre él: el que tiene un cigarrillo y una pistola es un héroe. Francesco quiere ser como él, llevar una camisa blanca, desabrochada hasta la mitad, tener un cigarrillo entre los labios y aspecto serio.

El Cazador, mientras tanto, se ha adelantado. Nuccio lo mira por detrás: querría tener ya tanto poder como él, por eso lo sigue y le imita. Es la cadena trófica del respeto. El Cazador tiene el pelo pegado a la cabeza, rizado como el de un árabe. Hay pocos en Brancaccio que sepan repartir bendiciones con una pistola tan bien como él. «Lo que debe hacerse, se hace». Lo repite siempre. Es lo correcto. La familia no hace nada que no sea lo correcto y garantiza el orden en una ciudad en la que el caos es solo una forma distinta de orden. Si no hubiera gente como ellos, Nuccio se aburriría, no tendría dinero para comprarse tabaco y hasta tendría que buscarse un trabajo. Sus padres se lo han dicho mil veces, pero él no quiere partirse el espinazo toda la vida, como su padre y su madre. ¿Para qué, además? Pues para eso, para partirse el espinazo y punto. No, él tiene veinte años y otros planes. Quiere construirse una casa al lado del mar y llevar allí a su chica. Se lo ha prometido, tan verdad como que se llama Nuccio: nacido, criado y todavía no fallecido en Brancaccio.

El Cazador se detiene delante del puesto del pescadero y examina con el dedo la cabeza de un pez espada que lo mira con sus ojos blancos y desorbitados desde su lecho de hielo. Los peces no tienen párpados: la naturaleza los ha condenado a no dejar de verlo todo incluso mientras mueren. El Cazador no dice una sola palabra. Los gestos bastan para quien tiene poder y las palabras no se entrometen si no son necesarias. Febrilmente, un hombre con un delantal manchado de sangre y escamas, con un cuchillo de dos palmos de ancho, corta una rodaja de pez espada y la envuelve en un trozo de papel. La mete en una bolsa. Dentro desliza un sobre. Se lo tiende al
Cazador sin mirarle a los ojos.

El Cazador inspecciona el contenido. Nuccio observa su frialdad conscientemente calculada. Luego escupe la colilla del cigarro y se enciende otro. Echa el humo al aire estival, como si bufara, y este se detiene encima de él, formando una aureola no del todo efímera. El día va a ser caluroso. Siempre es así cuando el humo se queda detenido en el aire.

—¿Cómo es eso de (Nuccio hace el signo de la cruz en el aire húmedo para indicar «mandar al otro barrio») a un hombre?

—Es algo normal.

—¿Normal, cómo?

—Normal.

Este chico tiene que aprender que no se hace dos veces una misma pregunta. Los ojos fuera de las órbitas del pez espada le recuerdan al Cazador la mirada de su primera víctima. Una bala es un destino rápido. Los ojos de la presa se vacían deprisa, no como los de los peces, que emplean demasiado tiempo en morir. Total, todos vamos a morir, antes o después, el cómo lo decide el azar. Hay que hacer las cosas que se deben hacer. Tiene una familia que mantener, tres hijos maravillosos a los que quiere como a la niña de sus ojos. Y los cinco millones que le dan al mes se traducen en pan, futuro, salud, lo más importante de todo. Si se tiene salud, se tiene todo.

Matar no provoca esos remordimientos que dicen en las películas, y es mucho más fácil que en las películas. El lobo tiene que garantizarle la comida a la manada. Y en este mundo hay quien nace cazador y quien nace presa. Es la naturaleza la que decide cuál es tu lugar, el resto es una cuestión de coherencia. Matar garantiza el equilibrio. Policías, rivales, traidores. Todos son animales humanos. Y si, al atacarles, la sangre salta y salpica alrededor, la culpa no es de nadie: la vida está hecha de sangre. ¿Destino? ¿Fatalidad? Como coño se quiera. Tiene que defender a sus hijos y criarlos como es debido. Por ellos se ha convertido el Cazador en el Cazador, desde la
primera rapiña.

Estaba harto de oír a sus amigos, siempre pavoneándose de cosas que, en realidad, no habían hecho nunca, y necesita- ba dinero. Era un día cualquiera, se puso un pasamontañas y atracó una joyería. Punto. No hay nada más que añadir. Así, poco a poco, golpe tras golpe, presa tras presa, ha conquistado su verdadero nombre: el Cazador. Planificar y actuar con frialdad, como una serpiente. El secreto está en comprender que recibir una orden y ejecutarla es lo mismo. La obediencia es la única forma de fidelidad exigida, la devoción debida a los dioses del barrio para que su voluntad se cumpla.

Nadie debe turbar el equilibrio deseado por Madre Naturaleza, la policía no debe entrar en el barrio, para buscar a los prófugos, controlar, como hace ese parrino de San Gaetano que llena de niños, de adolescentes, de policías, la iglesia y el centro que ha abierto al lado, el Padre Nuestro. Amén. Tiene que tenerlo vigilado. Pueden pasar cosas muy feas allí dentro. Acude hasta gente de Palermo, de los barrios de los ricos. Se presentan allí con su ropa de marca y se creen que les pueden enseñar a los de Brancaccio cómo se vive. Tipos que hablan en italiano. Una vez su hijo fue a jugar al fútbol al centro Padre Nuestro y no tuvo más remedio que darle una zurra, para que olvidara que se lo había pasado muy bien. Le obligó a pinchar las ruedas de las motos de los chicos esos, los que hablan en italiano. Se lo encargó a su hijo y a otros dos chavales, a dos de esos que están siempre en la calle, esperando a tener algo que hacer. Eso es normal en Brancaccio, después de quinto de primaria. Los niños van al colegio cuando quieren, de ponerles deberes ya se ocupan los adultos.

También él fue al colegio hasta quinto de primaria, luego su escuela fue la calle. Si se quiere algo, basta con cogerlo con las manos. O con las garras, que aprendes a sacar muy pronto, en cuanto no llegas al trozo de carne que te corresponde, como les pasa a los lobos. A fuerza de aferrar, las garras siempre terminan saliendo.

Nuccio no ha matado a nadie todavía. Aguarda su momento. Cuando le pidan que lo haga, lo hará. Punto. Sabe que esa es la prueba de obediencia que necesita para hacer carrera. Por ahora, se limita al tráfico de drogas, a cobrar el pizzo* y a ocuparse de algunas putas. Sabe hacer su trabajo, y más aún: también es capaz de sisar, para concederse algún que otro capricho, aunque esto el Cazador no lo sabe.

El Cazador mira la calle asolada. La calle, eso es lo que necesita un hombre para ser hombre. Conocer la calle y sus reglas. El que no lo hace, muere, como un pez que quiere respirar fuera del agua porque le parece que está sucia. La calle es el agua en que has nacido y es ahí donde tienes que nadar. Dominar para no ser dominado. No es cuestión de lo que está bien y lo que está mal. Ese cura no quiere entenderlo. Es una cuestión de dignidad.

—Llévaselo a Maria —le ordena a Nuccio, poniéndole en la mano el paquete con el pescado.

—Vale.

Nada podría agradar más a Nuccio. Y, con el envoltorio con la rodaja de pez espada, recibe también la respuesta a la pregunta que había planteado antes.

—Es como introducir un trozo de hierro en un trozo de carne. Ni más, ni menos.

Nuccio entra en el patio de un edificio de mediano tamaño, con los balcones desconchados y las persianas roídas por el sol. El olor a verdura cocida desciende como un sudario sobre el patio, desde el que se ve perfectamente el cielo. Qué día tan maravilloso: luminoso y cálido, perfecto para ir a la playa a darse un chapuzón. Antes de subir, mira dentro de la bolsa y ve que también hay un sobre en su interior. Lo abre; contiene doscientas mil liras para Maria. Se mete el sobre en el bolsillo y sube. Llama al timbre y una joven de ojos oscuros
de princesa árabe y ojeras azuladas de prostituta abre una rendija la puerta.

—Esto es para ti.

—Gracias.

Maria alarga la mano para coger la bolsa sin abrir del todo la puerta, pero Nuccio la empuja hacia atrás con rapaz delicadeza.

Entra hasta la cocina y tira la rodaja de pez espada sobre la mesa. Se vuelve y se queda mirando fijamente a Maria. Se acerca a ella y apoya el dedo sobre el rastro de maquillaje que le ensucia la mejilla, presionando la piel de su cara; luego le estruja la boca con el índice y el pulgar y se cobra lo que se le debe.

Y Maria siente que el infierno penetra dentro de ella. Sus ojos son como los de los pescados cuando los descargan sobre el rompeolas: buscan el agua y arquean el dorso convulsamente, azotando el aire hasta romper, en ese esfuerzo extremo, el último hilo de vida al que se mantenían aún aferrados.

Un trozo de carne, hendido en otro trozo de carne, puede herir igual.

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Título: Lo que el infierno no esAutora: Alessandro D’Avenia. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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