Una despedida
En la mañana del 31 de agosto de 1995 me despertó una conversación que mi madre mantenía con alguien en la cocina. Mientras me desperezaba en la cama, deduje de sus palabras que se había producido un accidente grave en una explotación minera y todo hacía presagiar que las consecuencias iban a ser devastadoras. No tardó mucho en confirmarse el vaticinio: aquella madrugada habían fallecido catorce hombres en el pozo Nicolasa, a unos dos kilómetros de nuestro domicilio, y la noticia pronto comenzó a abrir los boletines radiofónicos y a obtener eco en las televisiones. Cuando unas pocas horas después salí a la calle, se masticaba en el aire la tristeza. La gente caminaba cabizbaja y en los corrillos se dirimían conversaciones veladas entre susurros de los que emergía de vez en cuando el pálpito de un suspiro. Todos los informativos sacaron imágenes de mi pueblo, testimonios de vecinos lamentando que una vez más, y de una manera tan cruenta, volviera a darse aquello a lo que tristemente estábamos acostumbrados y que preferiríamos no tener que vivir nunca, la secuencia terrorífica de los cadáveres camino de la morgue, el llanto resquebrajado de las madres y las viudas y los huérfanos recientes. Los funerales se celebraron en la catedral de Oviedo y unas semanas o unos meses más tarde vino a Mieres el actual rey de España, que entonces era aún príncipe, para reunirse con el alcalde en la casa consistorial y trasladar un pésame simbólico a los vecinos. Se suspendieron con motivo su visita las clases en el instituto y se congregó una apreciable multitud en la plaza del Ayuntamiento, lo sé porque yo estuve allí, para ver de cerca al heredero de la corona. En ese mismo lugar se reúnen los mierenses cada noche de San Juan para bailar la llamada Danza Prima alrededor de la hoguera, siguiendo un rito de orígenes imprecisos que ha llegado a nuestros días, y sólo entonces, pero tampoco siempre, acostumbra a llenarse por completo. No es que sea muy grande, pero no son muchas las ocasiones que mis paisanos —los de allí solemos ser bastante anárquicos— consideren lo suficientemente dignas como para merecer un agrupamiento masivo. Ocurrió alguna vez durante las protestas con que en la década de los noventa se alzó la voz contra el cierre de los pozos mineros, y sólo durante el tiempo que transcurría hasta que alguien daba el grito que impelía a dispersarse y tomar las calles al asalto. Eran, desde luego, concentraciones tensas y vocingleras, a las que se acudía con el ánimo embravecido y las piernas tensas, dispuestas para echar a correr cuando tocase. Tomé parte en algunas durante mi adolescencia, y aunque no lo recuerde porque aún no nos conocíamos, por allí debía de andar también Aníbal, con su corpachón imponente y su vozarrón incontestable. Hace unos años, cuando él llevaba ya unos años oficiando de alcalde en ese Ayuntamiento ante cuyas puertas los dos tuvimos que coincidir protestando, nos juntamos a comer y nos dio por indagar en qué momento habíamos empezado a tratarnos. No logramos ponernos de acuerdo. Unas veces nos parecía que había sido en alguna dependencia de la Casa de la Cultura, otras que en la emisora de radio local que él frecuentaba y a la que de vez en cuando me invitaban a mí a alguna tertulia, casi siempre acabábamos conviniendo que debimos de haber empezado a tratarnos de verdad en la barra de El Gato, un bar de copas decorado con los vestigios de una vieja iglesia y en cuyo interior nos acabábamos encontrando diletantes de varias generaciones. Lo cierto es que pudo haber sido en cualquier parte, porque desde mucho antes de que sus convecinos lo eligieran en las urnas Aníbal ya era una personalidad a la que se podía tropezar uno en todas partes, comprometido como estaba con la tarea de insuflar vigor a un pueblo que se iba quedando mustio e implicado en la materialización de ideas con las que reforzar las costuras de un tejido social que se iba deshilachando a costa de renuncias inducidas y deserciones obligadas. Consiguió resucitar una fiesta de los mineros a la que pocos hacían caso y se ocupó de que los Reyes Magos pudieran celebrar su cabalgata aun cuando apenas quedaban en la caja recursos que permitieran organizar una comitiva digna. Fue en esa época cuando comenzamos a hablar y a entablar una relación que se fue afianzando con el concurso de algunos amigos comunes. Cuando decidió presentarse a alcalde, hace doce años, todos tuvimos claro que ganaría con holgura, y que se mantendría en el puesto hasta que él mismo decidiera dejarlo. No nos vimos demasiadas veces a lo largo de estos años, pero siempre que nos cruzábamos había tiempo para una conversación afectuosa —a veces acompañada de un café rápido— y casi siempre socarrona, y dos abrazos, uno al encontrarnos y otro al despedirnos. El último nos lo dimos el pasado mes de junio, junto al auditorio del parque Jovellanos, al finalizar un acto organizado por el Conservatorio en el que me tocó hacer de maestro de ceremonias. Me dijeron hace unas cuantas semanas que estaba bastante enfermo y la noticia de su muerte me hiela el corazón en estos días de noviembre en que las temperaturas se elevan para acudir puntuales a su cita con el veranillo de San Martín. Vuelvo a Mieres para despedirlo y regresa aquella pesadumbre colectiva que se adueñó de las calles el día de la tragedia de Nicolasa, y veo cómo la plaza del Ayuntamiento se llena hasta el colapso con una multitud silenciosa que observa compungida la salida de su féretro, envuelto en la bandera republicana y aupado por sus amigos de la infancia. En un discurso que pronunció desde los balcones de ese edificio en el que tuvo su despacho durante la última década y que ahora abandona para siempre, dijo que la gente de Mieres sabe unirse para defender lo que es suyo. Demuestra ahora que también sabe hacerlo para despedir como se merece a quien trabajó para defender lo que era de todos.
Europa, Europa
Participé el pasado mes de septiembre en los Encuentros de Verines, que este año tuvieron como eje la discusión en torno a la internacionalización de la literatura española y su relevancia dentro del conjunto de las literaturas de la Unión Europea. Pensé entonces que, al preguntarnos por el peso que lo que aquí escribimos tiene en el resto del continente, convenía preguntarnos por la importancia que concedemos aquí a las obras que se escriben en otros países de nuestro entorno. Las reflexiones que compartí en aquellos días me siguen pareciendo pertinentes ahora que Babelia publica un largo artículo en torno a ese asunto en el que, más o menos, se vienen a exponer las mismas cuestiones. Se debe partir de una obviedad: Europa no es una realidad única ni homogénea, sino un conjunto de estados de naturalezas muy diversas que no asumieron hasta fechas relativamente recientes una cierta conciencia unitaria y cuya composición es susceptible de modificarse, como demuestran las posibles adhesiones futuras de Ucrania o Finlandia; es decir, no siempre la ciudadanía de los distintos países miembros interioriza que éstos, en efecto, son partes de un todo. A este distanciamiento que podríamos llamar sentimental se añade el que proviene del apartado lingüístico: en la actualidad la Unión Europea tiene reconocidos veinticuatro idiomas oficiales y vive en la paradoja de que su lengua franca es la propia de un país que ni siquiera forma hoy parte de ella —porque voluntariamente renunció a sus postulados y principios—, pero ostenta prácticamente el monopolio idiomático y cultural en esta parte del mundo que llamamos occidente. A ésta primera cuestión hay que sumar la que atañe a la relación entre lengua y territorio, esto es, a la relación estrecha que media entre un determinado espacio y el idioma en que se explica. A modo de ejemplo, ¿llamamos literatura española a aquélla que se escribe en español —y que incluiría, por tanto, la que se desarrolla al otro lado del océano, en los países latinoamericanos— o entendemos como tal la que circunscribe al estado español, excluyendo las que llegan desde latitudes transoceánicas e incluyendo las que emplean el gallego, el catalán, el euskera u otros idiomas que, como el asturiano o el aragonés, no tienen reconocido su estatus oficial? Si el desentendimiento entre literaturas se da de manera recurrente en un estado plurilingüe como el nuestro, sólo se puede deducir que esa distancia no puede sino aumentar a escala continental. Dicho de otro modo, ¿podemos efectivamente hablar de literatura europea o deberíamos referirnos a un conjunto de literaturas que por cuestiones geográficas y políticas conforman las literaturas de Europa? ¿Son o quieren ser conscientes esas literaturas, cada una con su lengua respectiva, de que juntas conforman una suerte de gran tradición que trasciende la cuestión meramente lingüística y las convierte en canales de expresión de un continente que comparte o anhela compartir un mismo devenir histórico? Más aún: ¿quieren realmente formar parte de esa gran tradición o han llegado a plantearse la cuestión alguna vez? Teniendo en cuenta que la Unión Europea no ha cumplido aún su primer siglo de vida —lo que la hace aún muy joven en términos históricos— y que la incorporación de los estados miembros se ha venido realizando de manera progresiva y puede no estar ni mucho menos finalizada, resulta complejo que sus distintos componentes se perciban como partes de un todo que siempre es susceptible de mutar y que, en consecuencia, consideren que sus tradiciones particulares se enmarcan dentro de una especie de tradición superior cuyos contornos resultan tan difusos como inaprehensibles. De ahí que, volviendo al peso de la literatura española dentro de ese conjunto, optase por formular en aquel congreso unas preguntas que pretendían hacer un resquicio a la autocrítica: más allá de Francia —cuya influencia en nuestra cultura ha sido siempre reseñable— y del Reino Unido —sobre cuyo monopolio ya me he referido—, ¿qué interés despierta en nuestro país la literatura portuguesa actual, por referirnos a una de las más próximas en términos geográficos?, ¿a cuántos autores griegos, alemanes, belgas o rumanos de nuestro tiempo sabríamos citar de carrerilla?, ¿los percibimos como integrantes de una tradición a la que pertenecemos nosotros mismos? Jürgen Habermas dijo en una ocasión que el desarrollo de la conciencia europea sería siempre más lento que el avance de la realidad concreta. No sé si se podrá hablar de una literatura europea hasta que los franceses no asuman que tan suyo es Cervantes como Molière o los italianos asuman que tan importante para la configuración de su imaginario pudo ser Goethe como Calvino.
La pulsión oculta
Se puede discutir de cualquier tema, sólo faltaría, con la razón y el sosiego como herramientas susceptibles de abrir un resquicio por el que, llegado el caso, penetre algo de luz. Hay razones para oponerse a las amnistías que se pueden esgrimir con tranquilidad y sensatez, sin necesidad de incurrir en sobreactuaciones desaforadas e hipérboles que casi siempre terminan adentrándose en los territorios de la falacia. Por las mismas, puede uno manifestarse, incluso debe hacerlo, si considera que es necesario alzar la voz contra algo injusto, inmoral o indeseable, sin que eso tenga que conllevar por fuerza agresiones físicas y verbales ni posicionamientos contrarios a unas cuantas libertades que, hay que insistir en ello, no costó poco conseguir. Lo consigno ahora que escucho y leo a algunos detractores del Gobierno que mientras escribo esto está a punto de conformarse, y veo las manifestaciones que noche sí y noche también se desarrollan en las inmediaciones de Ferraz, y me pregunto si en unos cuantos casos no será esa desavenencia la excusa para desenterrar una pulsión oculta que hasta hace poco, y por fortuna, sus poseedores intentaban reprimir porque algo en el fondo de sus conciencias —ésas que ahora se adormecen al arrullo de la bronca colectiva— sabían que no tenía medio pase. Es la misma a la que se refería un compañero que tuve en el primer curso de la facultad con sinceridad admirable y claridad meridiana: «Yo cuando estoy sobrio soy de centro, pero en cuanto tomo un par de copas ya me vuelvo facha.»
Excelente su recuerdo de la minería asruriana y la defensa de sus derechos. Lo último que quedó del viejo sindicalismo español en una época en la que ya los sindicatos a nivel general no defendîan los casos concretos de los trabajadores individuales sino solamente los grandes follones a nivel general y las csusas políticas ieeológicas.
Me ha extrañado un poco, sr. Barrero, su alegato a favor de la cultura europea. Yo creo que en España, tenemos muy en cuenta la literatura del resto de Europa y tanto a nivel editorial como a nivel del lector admiramos a Dante, a Zweig, a Rilke, a Dumas, a Moliere, a Proust, y a un largo etcétera de lecturas y de autores. Quizás falta un poco de mayor conocimiento literario de la Europa del este pero la admiración por Dostoyevky, Kafka, etc., es incuestionable. Quizás el problema esté más en otros paises.
Respecto a la amnistía o no, no voy a discutir con usted. Cada uno creo que tenemos puntos de vista opuestos, aparte del derecho a manifestarse, siempre sin violencia. No va a tener únicamente derecho a manifestarse la izquierda, extrema izquierda, perroflautismo y antisistemas, ¿no le parece a usted? Y, precisamente, no lo hacen sin violencia.
No discuto, no me dan ganas, pero si le digo que, se esté o no en desacuerdo con la amnistía, creo que no es lo importante. Lo importante como siempre, como ha sido siempre desde las cavernas, son las motivaciones. Y todo lo que se haga, cualquier cosa, con el único objetivo de permanecer en el poder, está ya viciado de antemano, es ya espúreo. Adolece de cualquier virtud que se quiera rebuscar. Está, ya de entrada, maldita de corrupción.
Son temas que, por desgracia, tendremos la oportunidad de comprobar.
Saludos.