Un escritor prolijo cuyas obras completas enumeran los 46 tomos y cuya contribución a la literatura española del siglo XX enaltece, merece siempre un recordatorio en estos tiempos olvidadizos. Vivió para la lectura y la escritura y fue testigo de las grandes transformaciones históricas de su país y del continente. No se trata de un personaje cualquiera, hablamos de Josep Pla (1897-1981). La peculiaridad con que condujo sus extravagancias, a contracorriente de la generación de su época, se retratan en la entrañable entrevista que le hizo ese grande del periodismo cultural que fue Joaquín Soler Serrano [1]. Nacido en el país del Ampurdán, en Palafrugell, hijo de pequeños propietarios, payeses (campesinos) de la región. Su madre lo empujó a que estudiara derecho y se convirtiera en notario, se graduó de esta carrera para no ejercerla y acomodarse definitivamente en el periodismo con el que viajaría como corresponsal [2]. Con Soler Serrano se confiesa y se muestra deslenguado hablando sobre sus contemporáneos [3]. Arranca con una frase de André Gide por la cual “lo más profundo que tiene un hombre es su superficialidad”. Anteponía para la escritura la inteligibilidad, la sencillez del lenguaje, el poner detrás de cada sustantivo el adjetivo adecuado. Prefería la literatura de la observación a la literatura de la imaginación. Se declaraba heredero de Montaigne y de Pascal y su frase favorita del primero es que “La vie est ondoyante”. Sostenía no haber conocido nunca el amor [4] y dominar poco el castellano ya que escribía en catalán. Se liaba los cigarrillos que fumaba uno detrás de otro y afirmaba tomar whisky constantemente. Nunca viajó por turismo sino por trabajo, y lo hacía en tanqueros petroleros para evitar a los viajeros y por entenderse bien con la tripulación de estos cargueros. Por último, dividía a las personas entre amigos, conocidos y saludados.
De entre su vasta producción, hoy invocamos sus recuerdos gastronómicos, Lo que hemos comido [5], seleccionados y prologados por Manuel Vázquez Montalbán, quien lo describe como “un punto de vista ambulante con boina” [6] acompañado de una “retina balzaquiana” [7]. Memoria, deseo y esperanza son los términos clave alrededor de la preocupación gastronómica de Pla según el prologuista [8]. La definición de Pla sobre la forma de comer de un pueblo se relacionaba con su propia identidad subsumida en su memoria histórica. Esa comida debe incluir el sosiego y la sobremesa. No cabe duda de que el comer encarna una virtud civilizatoria en la que la conversación juega un papel estelar. La sobremesa no la conocen los pueblos que llevan prisa [9]. Pla asume el prejuicio de no interesarse por las comidas exóticas. Se restringe a la comida europea y la de América del Norte. En esta mesa global de nuestros días cuesta admitir ese tratado de límites que pacta consigo mismo. Su propósito es la sencillez y rechaza todo tipo de lujos:
“Mi ideal culinario es la simplicidad, compatible en todo momento con un determinado grado de sustancia. Pido una cocina simple y ligera, sin ningún elemento de digestión pesada, una cocina sin taquicardias. El comer es un mal necesario y, por tanto, se ha de airear. Soy contrario al vino fuerte y de alta graduación. El vino dulce me horroriza. El vino ha de ser seco, fresco, y de pocos grados. No me gustan las cosas crudas, ni dulces, ni demasiado saladas. El lujo, en el comer como en todo, me deprime. Siempre he creído que la mesa es un elemento decisivo de sociabilidad y tolerancia. Nunca he sido partidario de las cocinas exóticas ni de los platos de pueblos lejanos, remotos. En alguna ocasión, encontrándome en una ciudad u otra, mis amigos me han querido llevar a algún restaurante chino o judío o polinesio … Jamás he puesto los pies en esos extraños recintos. Nunca he sentido la menor curiosidad ni por la cocina árabe, ni semítica, ni del Extremo Oriente. Prefiero comer con cuchara, tenedor y cuchillo, antes que con los dedos o con palillos. Soy un franco partidario de la cocina de este continente, tan variada, y de la cocina de América del Norte. Si bien se mira, lo acepto, es en conjunto algo corriente y aburrido, monótono. Pero esta monotonía me encanta, pues desconfío de que las novedades por sistema ayuden a pasar la vida.” [10]
Su planteamiento es que la comida ha decaído, al haber sido encaminada a lo masivo por la vida moderna, la llegada de los alimentos congelados [11] y la industrialización que incluye el envasamiento con químicos [12]. Aquella lentitud en la cocción, la moderación, la calma, la no prisa, ya está inevitablemente en retirada. Si bien los platillos tradicionales y simples como la escudella i carn d’olla eran lo común, lo barato y lo habitual en su edad de oro que invoca, con la masificación y los frigoríficos los guisos tradicionales se volvieron caros y escasos. Además, se cocinaba de acuerdo con la temporada y sus frutos y productos [13]. Lo primero que relaciona Pla es su definición de la cocina, a la que concibe como un sacramento:
“La cocina es una especie de bautismo. El bautismo es un exorcismo para sacar los demonios del cuerpo del niño que se desea bautizar, un exorcismo —probablemente gratuito pero muy bien visto— para limpiarlo de los pecados capitales. La cocina hace lo mismo con los alimentos: les quita el salvajismo intrínseco y trata de unificarlos.” [14]
Este proceso valida la historia de los pueblos que, en el caso de su cocina, es un modo más que solvente para que un plato encarne la representación de ese transcurrir. Y es lo que vemos —o deberíamos ver— cada vez que nos sentamos en la mesa. La cocina crea identidades, también los habitantes de un país, parafraseando a Pla, son bautizados en esa cocina. El gusto y los sabores pertenecen a una patria originaria que son los fogones de un pueblo como energía primaria y original para la alimentación. Y aquí se juega pendularmente con la idea entre localismo y universalismo, en términos culinarios, según tengamos o no “estómagos eclécticos”, como escribió el poeta Oliverio Girondo. Por ello, Pla es un nostálgico de esa patria perdida cuya identidad solicita a través de la añoranza. [15] Su libro desarrolla varias rutas: las sopas [16], reconociendo el carácter poco sopero de sus connacionales. Cuando hace homenaje a la sopa, señala que las mejores sopas de Europa son la sopa de cebolla francesa y la sopa de rabo alemana, “así como el boeuf a la mode y el boeuf a la bourguignonne que hacen en Francia son (…) los resultados más importantes de la cocina burguesa” [17]. A los cocidos los ve desprovistos del buey, y de allí Pla sentencia una teoría del determinismo culinario:
“Nosotros tenemos una cocina sin buey, carencia de la que se resiente el cocido de una manera muy acusada. Formamos parte de un mundo de almas pálidas, más dadas a cantar que a razonar, y de cuerpos o muy gordos o demasiado escuálidos, sin que esto signifique la inexistencia de mujeres de gran belleza. Nos falta el buey —el clima, la lluvia, los prados— para llegar a obtener el punto de corpulencia deseado. Si tuviésemos el clima apropiado a la alimentación normal del ser humano, acaso seríamos más plácidos, más comprensivos y más tolerantes. Pasamos con mucha facilidad de la sempiterna indiferencia al desenfreno momentáneo. Estamos demasiado dominados por los nervios, por la impresionabilidad a menudo gratuita, por la angustia que nace del vacío del estómago cuando se ha comido de manera extravagante. Treinta días más de lluvia al año y el país sería mucho más agradable.” [18]
Al igual que Julio Camba sostenía en La casa de Lúculo que la comida española estaba llena de ajo y de preocupaciones religiosas, Pla ve en el ajo un componente muy particular de la dieta española, actuando muchas veces de desequilibrador, como una tendencia obsesiva. Se pregunta por el imperio del ajo y acaso, termina acordando que sea “el fundamento multisecular de la sobriedad espartana de la vida rural.” [19]
Dos salsas ocupan la atención de Pla en sus cacerías locales: el ajoaceite (lo que comúnmente llamamos alioli) y la mayonesa. Sobre esta se cierne una disputa histórica ya que mientras los españoles tercian que nació en Mahón, de allí el apelativo español a la salsa, los franceses sostienen lo contrario. Su tesis es que se origina en Francia, habida cuenta de los versos del poeta Antoine Lancelot del siglo XVII dedicados a la mayonaisse, pero citando uno de los papeles que encuentra en el Ateneo científico y literario de Mahón, asoma una muy humorística postura sobre esta diferencia de índole casi tribal (muy parecida a la querella entre peruanos y chilenos sobre el pisco o a la que existe entre venezolanos y colombianos sobre la arepa), que vale la pena reproducir para entender la manipulación del patriotismo menorquí sobre la salsa:
“Cuando el mariscal-duque de Richelieu se instaló en Mahón, como primer gobernador francés de la isla de Menorca, quiso conocer la cocina del país. Le presentaron, como es natural, el ajoaceite, antiquísima salsa de la cocina del aceite. Resultó, sin embargo, que encontró demasiado ajo en el ajoaceite y que, por tanto, lo juzgó demasiado vulgar para una persona tan admirable y espaciosamente vestida, compuesta de una peluca tan maravillosa, de un temperamento tan encantador y siempre rodeada de señoras tan elegantes y de tan nobles caballeros. Sucedió, así pues, lo inevitable. El paladar de todo este mundo distante y de apariencia importantísima creyó que su primer cometido debía ser la idealización del ajoaceite, que en definitiva se tradujo en la confección de un ajoaceite sin ajo. Esta nueva salsa, desprovista del oloroso y avasallador tubérculo, se convirtió una vez trasladada a París en la salsa a la mahonesa, como tantas otras cosas se hicieron entonces “a la mahonesa” después de la conmoción literalmente europea, y no digamos francesa, que supuso la ocupación de la isla por el gobierno de Luis XV. Cuando, al cabo de muy pocos años, los ingleses recuperaron la isla, la salsa siguió llamándose de la misma manera. Luego al fin la mayonesa no fue nada más que un ajoaceite elegante y distinguido, inodoro e insípido como corresponde a la arrogancia de aquellos tiempos tan altisonantes, barrocos y ficticios.” [20]
Se pasea Pla por las diversas estaciones del comer. La cocina de verano, otoño e invierno. Desarrolla el tema de los arroces, el cerdo, el cordero, el pollo, los huevos y las tortillas, los crustáceos y la langosta, los guisantes y las habas, los vinos, las ensaimadas, y termina como las comidas en las que nadie consulta la hora, con un café, una copa y un puro. En Navidad se hacía la olla de las cuatro carnes o de las cuatro órdenes mendicantes: el cerdo por san Antonio Abad, el buey por san Lucas, el cordero por san Juan y la gallina por san Pedro. No cabe duda de que se entiende a plenitud el sentido de la frase de Camba respecto a las preocupaciones religiosas. Una de las cosas más curiosas de las costumbres sociales y de la estratificación habitual es que ricos y pobres en Barcelona nunca comían a la misma hora. Los campesinos almorzaban a las doce, los obreros a las doce y quince, la clase media a un cuarto para la una, y los ricos a la una y media. Según Pla, “se buscaba cualquier pretexto para subrayar las diferencias de clase” [21].
El libro no es avaro con los preparados. La comida local no parece tener fin vistas las variedades que se enaltecen. Uno de los más curiosos y milenario es el Niu que combina la montaña con el mar, en un maridaje que recibe apuestas fuertes y que sus defensores sostienen como uno de los grandes del Ampurdán. Lo han tildado de que es la representación de lo inesperado. Combina el bacalao y sus tripas así como pájaros. La descripción de Pla es tan entusiasta como convincente:
“El fundamento de este plato es pura y simplemente el bacalao con patatas, elaborado al estilo más habitual y familiar: el sofrito de siempre, la picada, el bacalao y las patatas… se le añaden las tripas del bacalao (…) que cocinadas convenientemente —quiero decir durante largo rato— segregan un jugo graso, pastoso y marítimo de la más elevada calidad que añadido al guisado, le elevan notoriamente. (…) Al plato que ahora describimos, se le añaden, en efecto, unos pájaros, si es posible de primera calidad. Los tordos son rotundamente adecuados. (…) … todo el plato, esencialmente marítimo, se organiza como una especie de nido para los volátiles que se añaden al final, colocados en el centro de la cazuela lista para servir.” [22]
Este libro de Pla pacta la unión indisoluble con su territorio. Pla fue un defensor del idioma y de la cultura catalana en un tiempo en que la censura del franquismo no permitía publicar en catalán, siendo un escritor que escribía y honraba su lengua. Este libro, publicado por primera vez en 1972, bajo el título El que hem menjat, podría verse como una biografía que cuenta de sí mismo alrededor de la cocina, atento a una mesa que oficia como pocos. Porque nada de lo que sostiene le es ajeno. Igualmente, es el testimonio de quien se niega a los cronómetros del apuro, que defiende la serenidad de la tertulia, en un tiempo, como sostiene el autor, en que nadie se cuenta ya nada. Este es un libro que tiene la virtud liberadora de haberse escrito para permanecer en él, para sobrevivir con sus cocciones, para recontarse en una larga sobremesa de añoranzas. Con cada momento gastronómico que se aclama, cada ingrediente es una forma de pertenencia, y de vivir en el festejo inagotable de la dicha y familiaridad del Ampurdán convertido en receta.
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[1] https://www.rtve.es/play/videos/a-fondo/fondo-josep-pla/5607778/
[2] En su Viaje a Rusia señaló que ese país no era más que una tendencia a que los pobres fueran ricos y los ricos fueran pobres. Tenía una admiración mayúscula por Italia, Dante y Maquiavelo. “Los italianos han perdido todas las guerras porque no son gente de guerra sino de pensamiento”. Inglaterra propende al aislamiento y el español es un ser profundamente insatisfecho. Ibidem.
[3] Mostraba una afinidad total por Pío Baroja. Decía que Unamuno era un avaro espantoso. De Eugenio D´Ors afirma que era un gandul y que le chocaba su lenguaje jesuítico con el que hacía el papel de víctima. De Salvador Dalí opina que era un comerciante tremendo y que delante de él no decía tonterías. Ramón Pérez de Ayala escribía en un castellano maravilloso, mientras Miguel Delibes era grisáceo. Por Julio Camba tiene gran admiración, lo encuentra imbuido del humorismo inglés, sus artículos eran de una arquitectura perfecta: “Para Camba la vida era jugar bridge toda la noche, dormir todo el día para volver al juego, y en algún momento escribía un artículo.” Ibidem.
[4] En la entrevista con Soler Serrano dispara las frases de un reaccionario y un misógino sobre las mujeres: “Son anti románticas, realistas, les gusta el dinero y luego del matrimonio dejan de ser fascinantes porque han conseguido lo que se proponían”. Ibidem.
[5] Pla, Josep. Lo que hemos comido. Austral. Ediciones Destino. Barcelona 2014.
[6] Ibidem, p. 7.
[7] Ibidem.
[8] “… la filosofía planiana: una cocina de la memoria mediterránea con tiempo suficiente para llenar nuestro presente y un generoso turno de tertulia de sobremesa para planear las comidas del futuro. Es decir, memoria, deseo y esperanza.” Ibidem, p. 11.
[9] “Culinariamente hablando, la prisa no solamente no sirve para nada, sino que es contraproducente: lo hace todo crudo y desgraciado y se encuentra en el origen de constantes y habituales catástrofes.” Ibidem, p. 233.
[10] Ibidem, p.18-19.
[11] Como apunta Vázquez Montalbán: “Aún vivió Pla para ver desde la sarcástica melodía cómo los congeladores destruían la lógica alimentaria de las estaciones…”. Ibidem, p. 8.
[12] Ibidem, p. 16.
[13] “En los tiempos de la monotonía culinaria, cuando se comía escudella i carn d´olla seis días a la semana y los domingos arroz, en muchos hogares del país se cocinaba un plato suplementario que llamábamos platillo y era extremadamente variado. Era un plato de almuerzo y solía recoger los productos que iba dando el paso del año. (…) Eran platos monográficos de carne o de pescado; quiero decir que en su formación entraba únicamente un tipo de carne o de pescado. El suquet de pescado era uno de estos platos; como lo era la ternera con setas o las costillas de cordero con patatas y cebollas.” Ibidem, p. 86. La expresión “país” que emplea Pla no se refiere al resto de España, sino a su terruño ampurdanés. De los payeses de su país, Pla abunda en que comercian mejor que lo que comen.
[14] Ibidem, p. 17.
[15] “La añoranza proviene, en gran parte, del recuerdo -inalcanzable- de las sensaciones palatales pasadas y sólo se puede luchar contra ella generando nuevas sensaciones palatales plausibles y reales.” Ibidem, p. 78.
[16] En cuanto al gazpacho, reproduzco la receta que honra Pla: “En una fuente de ensalada, mézclense agua, sal y vinagre. En otra fuente, mézclense limón, aceite, pequeñas cebollas cortadas, cuadritos de cohombro (una variedad de pepino) y migas de pan, abundantes, que sobrenaden en la mezcla.” Ibidem, p. 284.
[17] Ibidem, p. 80.
[18] Ibidem, p. 35.
[19] Ibidem, p. 23,
[20] Ibidem, p. 264-265.
[21] Ibidem, p. 306.
[22] Ibidem, p. 231-232.
Qué tontería. Durante el franquismo no estaba prohibido publicar en catalán. Los premios Ciudad de Barcelona, el Segarra, el Amadeu Oller, el Sant Jordi, y otros muchos más, eran del franquismo. En 1967 se daba cinco horas de clase en catalán en las escuelas municipales de Barcelona, más que las que hoy se dan en castellano. Franquista era Josep Pla, Eugenio d’Ors, Josep Vergés (el fundador del premio Nadal), Xavier Montsalvatge, Llorenç Villalonga, Dalí, José María Gironella, José Pijoan y un largo etcétera.