Se propagó por las redes la pasada semana una fotografía en la que Pablo Casado, presidente del Partido Popular, aparecía leyendo un libro en la que se suponía que era la biblioteca de su domicilio. Debo decir que la imagen, en un primer momento, me infundió algo parecido al alborozo: que un político de primera línea optase por aparecer ante la ciudadanía con un libro entre las manos denotaba que la lectura aún goza de cierto prestigio, pese a todo, y que en las altas esferas se considera que la práctica de ese hábito conlleva una mínima respetabilidad, lo que no es poco para los tiempos que corren. Lo siguiente que hice fue fijarme en todo lo que rodeaba al retratado, y la observación me sirvió para intuir que el retrato no reflejaba un momento de la intimidad del señor Casado, sino que todo allí obedecía a una puesta en escena calculadamente concebida. La deducción no supuso un gran esfuerzo por mi parte: las personas que leemos habitualmente solemos tener el ojo entrenado para distinguir de un solo vistazo la biblioteca de un verdadero lector, por mínima que sea, de la de aquél que más bien emplea los libros como adorno. Nada que objetar, sin embargo. El que una persona que no lee habitualmente —y que, por tanto, no siente gran aprecio por los libros ni los considera una necesidad— se anime a fotografiarse haciéndolo indica que, en cierto sentido, ve ahí una carencia: sabe que debería leer más, aunque no lo haga, y siendo benévolo uno puede llegar a pensar que la estrategia de marketing encierra un propósito de enmienda. Bien.
El problema vino luego, cuando pasé de lo general a lo concreto. Me puse a escudriñar el título del libro que Pablo Casado sostenía entre las manos —los que reposaban en la mesa situada a su vera eran catálogos pictóricos, lo que me ratificó en las conclusiones que ya he mencionado— y descubrí que se trataba de un ejemplar de 21 Lessons for the 21st Century, un ensayo del historiador israelí Yuval Noah Harari. Reproduzco el título en inglés porque la edición que el presidente del PP sostenía en las manos era la que en ese idioma publicó la editorial Spiegel & Grau y cuya primera tirada vio la luz en agosto de 2018. Ésa es la razón de que mi inicial entusiasmo ante la iniciativa de la flamante esperanza blanca de la derecha española se acabara trocando en amarga melancolía. Las razones son varias, e intentaré exponerlas de la manera más ordenada posible, por más que a la postre todas se acaben relacionando con el tradicional desprecio —no, desprecio no, es peor aún: indiferencia— que los españoles solemos mostrar por nuestra propia cultura.
En primer lugar, la elección de un libro en inglés —idioma en el que quien esto firma no ha oído expresarse jamás a Casado, lo que me permite albergar serias dudas sobre su competencia en la materia— denota que o bien él o bien sus asesores juzgan que tal cosa es señal de cosmopolitismo, de modernidad, de dinamismo, de prestancia. Es extraño, teniendo en cuenta la afición que el propio Casado y otros líderes de su partido han cogido en los últimos años a parapetarse tras inmensas banderas de España y reivindicar constantemente la grandeza de su país. Se ve que esa grandeza no incluye a su propio idioma, pese a que lo hablan varios cientos de millones de personas en todo el mundo y constituye uno de nuestros principales patrimonios, si no el mayor. Que la misma persona que ha incurrido en apasionadas defensas de la lengua de Cervantes para intentar enfrentarla a los otros idiomas que cohabitan en España elija para un posado un libro en inglés indica que, cuando menos, algo hace aguas en su discurso.
De la misma manera —y, aquí sí, en gran coherencia con las inquietudes de su antecesor, Mariano Rajoy, que en los casi siete años que pasó residiendo en La Moncloa no se dignó a visitar ni una sola vez la Real Academia—, cabe inferir que su interés por la cultura española o su vocación de defenderla son más bien nulos. En vez de sostener entre sus manos la obra de un historiador israelí —y sin pretender tampoco que se aprestara a coger El Quijote, que además de tópico quedaría aún más inverosímil—, cuánto mejor no hubiera sido aprovechar el centenario de Galdós para fotografiarse con Fortunata y Jacinta o alguno de los Episodios nacionales, o decantarse por la obra de cualquier ensayista autóctono —Jovellanos, Feijoo, Unamuno, Ortega, Trías, Savater—, o, ya puestos, prestar alguna atención a nuestra narrativa, nuestro verso y nuestra dramaturgia y demostrar a sus conciudadanos que un líder del siglo XXI puede obtener muchas y muy buenas lecciones de las confesiones amatorias del Arcipreste de Hita, las andanzas picarescas del Lazarillo, los sonetos burlones o dolientes de Quevedo, las disecciones naturalistas de Emilia Pardo Bazán o los retratos esperpénticos de Valle-Inclán.
Se me dirá —de hecho, se me ha dicho— que defender lo que defiendo implica una irritante cortedad de miras por mi parte, dado que cualquier persona debe leer lo que le da la gana y, cuanto más universales sean las lecturas, mejor. No tengo nada que objetar a este argumento último, pero emplearlo para defender que Pablo Casado aparezca en público leyendo un libro escrito y publicado en lengua inglesa implica dar por hecho, aunque sea de forma inconsciente, que tanto esa lengua como su literatura son o parecen más «universales» que la nuestra, lo que sólo puede ser síntoma de un complejo de inferioridad que, además de falso, es contraproducente en alguien que aspira a gobernar algún día el país del que ha emanado un acervo cultural que prefiere ignorar a la hora de exhibirse en público. No me imagino a Emmanuel Macron ni a António Costa, por ceñirme al ejemplo de nuestros vecinos, posando en la misma tesitura con Shakespeare y Lope de Vega; sí los veo, en cambio, enarbolando a Montaigne (o Balzac, o Victor Hugo, o Camus) y Pessoa (o Lobo Antunes, o Saramago, o Camões), fundamentalmente porque son gestos como esos los que, aunque muchos no lo entiendan, demuestran implicación con lo propio y, por extensión, sentido de Estado.
Hay una última cuestión: Casado posa con la edición inglesa del libro de Harari, y cabe reseñar que la traducción al español de esa misma obra llegó a las librerías de manera simultánea a la original, de la mano de la editorial Debate. Dado que el sistema editorial español forma parte de nuestro sector empresarial, dado que en él trabajan personas que también van a sufrir con mucha severidad los efectos de esta crisis, y dado el importantísimo papel que juegan los traductores a la hora de hacer accesibles en nuestro idioma las obras y los pensamientos de autores que se expresan en otras lenguas, no habría estado de más, en el peor de los casos, que Casado hubiese elegido la versión castellana del mismo título. No habría alardeado de sus dudosas virtudes políglotas, pero al menos habría exhibido de aquella manera un cierto compromiso con algo que forma parte del país que dice defender. Por ver si esto eran sólo cosas mías, corrí raudo a supervisar las propuestas que el PP presentó recientemente para hacer frente a lo que nos aguarda una vez que se decrete el fin del confinamiento. No había una sola medida de contenido cultural. No hace falta que diga que no me sorprendió.
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