En Lo que no se da se pierde (Plataforma) la periodista Mey Zamora retrata a la misionera española Isa Solá, asesinada en Puerto Príncipe a los 51 años. Cuando llevaba poco más de un año en Haití sobrevivió al devastador terremoto que arrasó la capital. Esa experiencia redobló su compromiso con el país y se volcó aún más en ayudar a la gente que se había quedado sin nada. El siguiente capítulo relata cómo vivió Isa aquella jornada del 12 de enero de 2010.
El reloj marcaba las 16:55 cuando la tierra tembló con una fuerza descomunal. Durante treinta y tres eternos segundos todo se tambaleó, empezó a resquebrajarse y a desplomarse con furia. Isa y Gardyne estaban en la planta baja con otra religiosa a la que la primera impartía clases de español. Nada más sentir el primer movimiento, salieron corriendo de la casa para evitar que les cayera encima.
El cielo azul intenso característico del Caribe se convirtió en una gran nube gris. La atmósfera se tornó irrespirable, repleta de polvo que apenas dejaba ver. El rugido de la tierra fue seguido por el derrumbamiento en cadena de los edificios y los gritos de las personas que iban quedado atrapadas bajo los escombros de las construcciones caídas. En cuestión de segundos la ciudad se vino abajo. El testimonio de los que pudieron contarlo refleja un escenario apocalíptico, asfixiante y horrible. Isa estaba viva, milagrosamente viva, como ella misma explicaría días más tarde.
Todo había sucedido en menos de un minuto. Cuando se dio cuenta de que estaba estirada en el suelo fuera de la casa, se puso en pie y corrió hacia la escuela sita cerca de su vivienda. El terremoto cogió a muchas personas todavía en sus centros de trabajo y de estudio. Los que estaban fuera en la calle pudieron salvarse. El centro escolar se había desplomado sesgando las vidas de muchos. Otros, atrapados, pedían auxilio a gritos. Ella intentaba atender a todas las voces que resonaban aquí y allí y les decía que iba a pedir ayuda. Veía brazos que se movían y escuchaba sus voces. Esa visión le quedó grabada de por vida. Mientras buscaba la manera de sacar a algunas personas atrapadas, diferentes réplicas –se registraron hasta cuarenta- sacudieron la tierra de nuevo y añadieron más destrucción donde ya poco quedaba en pie.
Tiempo después pudo relatar a un equipo de televisión cómo el temblor de la tierra hacía imposible caminar. Explicó que al levantarse y verse envuelta en una nube pensó: “¡Esto es el fin del mundo, es demasiado grande!”. Se sintió impotente al no poder rescatar a los niños que gritaban socorro y le pedían “sáqueme de aquí”. Sólo consiguió sacar a una niña muy delgadita. Tras ella, otra le dijo: “yo soy más gordita, no puedo salir”. En una de las réplicas murió, como tantos otros. “Me sentí impotente” y “decía: Dios mío, Dios mío porque me has abandonado”, explicó ante las cámaras.
“Hay tanta gente muerta que siento que estoy muerta con ellos. No sé por qué estoy yo viva, me da rabia estar siempre entre los que tienen suerte… No sé qué quiere Dios de mí y de todo esto…”, señalaba once días después del seísmo. Relataba lo vivido el día del terremoto cuando intentaba socorrer a personas:
“[…] Me fui por la parte de detrás y encontré un chico metido de pie entre los bloques y los hierros… Me pidió ayuda, estaba hundido y había muchos cables de hierro a su alrededor. Yo sola no podía llegar, había un bloque sobre él que corría peligro de caer, se movía y los temblores continuaban… Salí varias veces corriendo con cada temblor, pero el chico me llamaba y suplicaba que no le dejara… Le estiré por los brazos pero era imposible, era muy grande y estaba muy metido. Los hierros no me dejaban llegar… Me dijo que tenía las piernas rotas pero que le estirara… que si le metía las manos y le sacaba los zapatos podría salir. Me metí para sacarle los zapatos y me enganché con los hierros, pero se los saqué. Un hombre nos vino a ayudar, me estiró a mí y luego le estiramos a él. Las piernas totalmente rotas, aullaba de dolor… Me fui a buscar el coche y además de a él, metimos a tres más. Todos desgarrados, ensangrentados, todos gimiendo…
Caos en la ciudad, ningún sitio a donde ir, todo bloqueado… Lo dejé en el hospital Sacré Coeur, en el patio, porque el edificio amenazaba ruina. No podía hacer más, algo harían por ellos.
No pudimos llegar a casa, todas las viviendas caídas, mi calle destrozada, nuestra Parroquia en el suelo, las calles totalmente bloqueadas… Dejé el coche en los Montfortianos. La iglesia también destruida. Cadáveres por todas partes.
Caminé toda la noche en busca de Vivian, que estaba en la otra punta de la ciudad. Cuando llegué a las 6 de la mañana, se la habían llevado a otro sitio. Cogí un camión para llegar y seguir caminando. Luego a buscar a Middia , la encontré herida, cerca de casa, sin poder caminar. Busqué el coche e intenté juntar a todas y ponernos a salvo. Ningún hospital nos recibía. Cuerpos sin vida por todas partes… inexplicable.
Después llegaron equipos de Estados Unidos para buscar cadáveres entre los escombros y recorrimos escuelas y universidades; no encontramos a nadie. El olor a muerto era insoportable…
He trabajado en el hospital cinco días interminables…Todos, todos, todos con piernas y brazos amputados, cabezas abiertas, desangrados… Hemos perdido a muchos si poder hacer nada. Mi lucha estaba entre llorar o seguir aguantando para soportar el dolor de tanta gente… Nos llegaban a treintenas las camillas. Indescriptible.”
“La vida ha cambiado para mí”, concluía. La gente deambulaba por las calles en busca de sus seres queridos, y lo seguirían haciendo durante días. A los que sabían que ya estaban muertos los velaban permaneciendo junto a las ruinas que los habían sepultado. No funcionaba nada. Se cortaron las comunicaciones, los transportes y el tendido eléctrico.
Las primeras veinticuatro horas fueron de gran incertidumbre. La familia de Isa y las religiosas de su congregación no tenían manera de saber si estaban bien o no. En las dos misiones situadas más al norte de la capital también sintieron el terremoto. Al día siguiente la religiosa Nazareth Ybarra escribía desde Jean Rabel: “…Estamos bien pero ha sido terrible el movimiento… Yo creí morir, me fui a la puerta y le decía a los otros que hicieran lo mismo… Se cayeron algunas cosas… Me pareció eterno. No podemos llamar por teléfono, todo incomunicado… No sabemos cómo se encuentran en Puerto Príncipe, está toda comunicación cortada. Ha sido terrible el terremoto…Nos encontramos sanas aunque yo tiemblo por dentro todavía”.
Más tarde supieron que las cuatro integrantes de la comunidad de Puerto Príncipe estaban vivas. La Hermana Vivian había quedado tendida en el suelo del hotel donde se celebraba el encuentro de religiosos. Cuando intentó asistir a otra religiosa mayor que estaba junto a ella, una persona pasó corriendo y tropezó con ella. A consecuencia del golpe se dislocó el hombro y se rompió el húmero. Tras ser atendida en la ciudad, tres días después Isa la acompañaría a la embajada de Estados Unidos. Quince horas más tarde un avión militar la trasladaba hasta New Jersey, donde la operaron. Tardaría más de cuatro meses en volver al país.
La joven Middia sufrió heridas en una pierna y fue tratada en la ciudad donde residía su familia. Isa sabía que en la parroquia de Sacré Coeur se iba a celebrar una reunión a las cuatro de la tarde. Se lo había dicho Leide por la mañana. Corrió hacia allí y se encontró la iglesia destrozada. Murieron muchos miembros de la parroquia. El rector, el padre Hans Alexandre, salvó la vida porque estaba fuera del edificio. También Leide que llegó tarde a la convocatoria. Cuando Isa la vio días más tarde, se abrazaron con fuerza. Allí empezaría una relación de profunda amistad entre las dos. Los días siguientes la haitiana compartió lo que tenía y fue un apoyo para Isa.
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Autor: Mey Zamora. Título: Lo que no se da se pierde. Editorial: Plataforma. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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