El poder de las palabras
Es grande el poder de las palabras. Lo saben bien quienes tienen el privilegio de pronunciar o escribir las suyas en tribunas de alcance público, pero suelen ignorarlo o relativizarlo sus receptores, en la mayoría de los casos impregnados de esa buena fe que tiende a creer a cualquier voz a la que ellos concedan cierta autoridad, sin pararse a pensar que también ellas pueden emitir sus mensajes bajo el condicionante de unos intereses sumergidos en las profundidades más abisales del subtexto. De ahí que haya que tener cuidado con el empleo de ciertas figuras retóricas que el emisor puede considerar afortunadas, originales o simpáticas cuando las emplea de manera espontánea u ocasional, fruto de una ocurrencia repentina, y que como consecuencia esa satisfacción íntima comienza a repetir una vez, y otra, hasta convertir la excepción en regla, casi en dogma. La hipérbole, esa sobreactuación del significado, puede desembocar en perversiones semióticas de consecuencias impredecibles si se abusa de ella y se la estira, si se emplea como un mero ardid para concitar el aplauso de la parroquia más enfervorizada en vez de como una máscara grotesca tras la cual acaso se agazape el embrión de una verdad. Durante unos cuantos años y en varios periodos de nuestra historia reciente —siempre que el poder se le ha escapado a un partido que ansiaba tenerlo—, hemos visto cómo proliferan y se instalan exageraciones desmedidas con el fin no de criticar o reconvenir al adversario, sino azuzar a la gente contra él, y casi siempre nos terminamos instalando en la triste costumbre de escuchar y leer cosas que no habrían de decirse, ni en el fondo ni en la forma, en el seno de una sociedad que se quiere considerar civilizada. «Antes de la violencia física viene la verbal, que no sólo la precede: la llama», escribe Pedro de Silva —que es escritor y abogado, y que presidió la comunidad autónoma de Asturias— en un artículo en el que explica detalladamente en qué consiste ese tipo de furor al que se refiere: «Son palabras broncas, insultos fuertes pero calculados para no dejar marca, descalificaciones radicales, que van empujando poco a poco la valla.» Se refiere a quienes alientan las concentraciones, casi nunca pacíficas, que se están llevando a cabo estos días contra la amnistía acordada por el presidente Sánchez y el huido Puigdemont. Se celebran esas protestas al caer la tarde, en las proximidades del número 70 de la madrileña calle Ferraz, donde tiene su sede el PSOE. Se trata del mismo edificio en el que vivió y murió Pablo Iglesias, fundador del partido, a quien representa un busto que se conserva allí mismo, según se entra en el local, a mano izquierda. La historia de esa escultura es curiosa y agitada. La talló Emiliano Barral para integrarla en un conjunto monumental que estuvo instalado en el Parque del Oeste y que se demolió cuando los franquistas consumaron la toma de Madrid, en abril de 1939, después de un largo conflicto que se inició justamente a partir de palabras viles, engañosas, cicateras, falsarias, que inflamaron ánimos y desahuciaron cualquier atisbo de paz, piedad o perdón. Los escombros se trasladaron al Retiro y un militante socialista en la clandestinidad, a la sazón delineante de parques y jardines en el Ayuntamiento, distinguió un día entre los cascotes la efigie del creador de su partido y consiguió que unos obreros a los que pagó generosamente la sepultaran allí mismo para mantenerla a salvo. Él se ocupó de dar cumplida cuenta del lugar exacto para que, cuando volviera la democracia, pudiera recuperarse. Tal cosa sucedió a finales de los setenta. El busto emergió tras cuatro largas décadas oculto bajo tierra, exiliado invisible después de esa guerra infame que desencadenaron palabras igual de gruesas que las que se están escuchando y leyendo estos días, pronunciadas y escritas desde oratorios y tribunas por personas a las que cabría pedir un uso responsable del lenguaje y, sobre todo, un sentido cívico y bien temperado de la convivencia y un cierto cuidado hacia los engranajes que la mantienen engrasada; un mínimo sentido común para evitar que esas palabras viejas y grotescas en las que fue pródigo el pasado no ganen el presente para volver a sepultarnos.
Las desgracias ajenas
En la infancia —que es la etapa vital más inocente y, sin embargo, la más cruel, o quizá sea lo segundo consecuencia de lo primero— ocurría a menudo: bastaba que algún compañero de clase que concitaba la repulsión general se viera amonestado por un profesor para que ninguno perdiera la ocasión de zaherirlo. Publica el Babelia una dura crítica de Jordi Gracia sobre la última novela de Sonsoles Ónega, ganadora del Planeta, cosa que no me parece ni original ni censurable por sí misma. Gracia ya había dedicado reseñas en similar tono a otras novelas galardonadas con ese mismo premio —quiero decir que no existe en este caso un enconamiento especial—, y al fin y al cabo la crítica literaria está para ocuparse de señalar lo que sus firmantes consideren o no apreciable, por mucho que se les pueda discutir un tono que, en este caso concreto, se dirige más a la política de la empresa editora que al buen o mal hacer de la autora. Lo que sí me deja un poco atónito es la repercusión que el artículo de Gracia obtiene en unas redes sociales donde no pocos escritores han aprovechado la ocasión para arremeter con iracundia y mofa contra un libro que ni han leído ni piensan leer mientras se regodean en las glosas de los epítetos con que el reseñista se refiere a la obra en cuestión. Todos los que escribimos sabemos bien lo que cuesta sacar adelante una idea, y como le escuché decir a Javier Ruescas en los pasados Encuentros de Verines —y tal y como el propio Gracia apunta en su artículo—, hasta el escritor menos dotado pelea con la página en blanco del mejor modo que puede y sabe. También sabemos todos —aunque finjamos ignorarlo, o evitemos darle importancia, o procuremos que ésta sea ínfima o relativa— el daño que puede hacer una mala crítica y lo descorazonadora que resulta esa sensación de que alguien echa al traste, en sólo dos o tres columnas, lo que a nosotros nos ha costado meses o años de trabajo casi siempre solitario y a menudo dubitativo. Me parece bien que diga que la novela de Ónega es mala quien así lo juzgue, pero, por mucho que Ónega haya ganado el Planeta, y por tanto goce de una visibilidad mucho mayor de la que alcanzan la gran mayoría de los autores, no creo que esa circunstancia la haga merecedora de un linchamiento en el que me temo que priman el revanchismo y la fealdad sobre cualquier pretendido afán de justicia.
Bajo el puente de San Pedro
De entre todos mis amigos, sólo Sergio Gaspar aparece inevitablemente vinculado a una ciudad concreta, la Barcelona donde vive y que él mismo me explica y me muestra cada vez que caigo por allí y dejamos ir las horas enfrascados en paseos memorables. Hasta tal punto llega la asociación que rara vez reparo en que sus raíces no están en la capital catalana, sino en la provincia de Guadalajara, y que él fue un charnego más de cuantos se asentaron junto a su familia en los predios barceloneses durante la segunda mitad del siglo pasado, en busca de una prosperidad que se les negaba o se les resistía en sus tierras de origen. Pese a que hemos hablado mucho —y aún lo hacemos, aunque sea de tanto en tanto—, no recuerdo que me contara nunca nada de su infancia ni que se refiriera al poso que pudieron dejar en su conciencia unos paisajes, unos olores, una paleta cromática de la que tuvo que exiliarse y a la que imagino que sólo ha regresado atendiendo a las exigencias de una memoria íntima que siempre se acaba cobrando sus cuentas pendientes. Caigo en la cuenta de todo esto ahora que recibo su Puente de San Pedro, un cuaderno breve, delicado y sustancioso que consta de dos partes, la segunda conformada por tres poemas —los dos primeros incluidos ya en su libro Estancia, el tercero inédito y con una cierta vocación testamentaria— y la primera enhebrada a partir de pequeñas prosas poéticas que van trazando un fresco impresionista de la infancia en el que la tentación de la anécdota se ve superada por la esencia del lenguaje y se reivindica la capacidad de las palabras para nombrar no sólo aquello que denotan de manera expresa, sino todo lo que puede quedar resguardado a la sombra de ese significado aparentemente unívoco. El agua, que se presenta como principio, se revela en realidad alfa y omega de una exploración personal y fascinante, una navegación por los remolinos desbocados de la conciencia y el recuerdo en la que se funden lo vivido y lo soñado, el fracaso que se adhiere a la existencia y el anhelo que sobrevive a los desastres, el eco cada vez más lejano de lo que una vez fue nítido y ahora casi resulta innombrable, la mentira de lo que fue y la verdad de lo que tal vez pudo haber sido: «¿Cómo has olvidado aquello que viviste realmente, tú, que no consigues olvidar lo que nunca ha sucedido…?»
Respecto a las palabras, sr. Barrero, me choca su artículo. Precisamente mi idea es que estamos precisamente en la época de los eufemismos, de los que se usa y abusa hasra la extenuación y sorprenden muchas veces los circunloquios ezforzados que, sobre todo los políticos, son capaces de pronunciar para no decir al pan, pan y al vino, vino. La corrección polìtica que se dice.
Por eso, en mi opiniòn, bienvenidas sean las expresiones que describan la realidad tal cual, lo tangible. Porque la culpa del desagrado que le causan a usted las palabras no son las palabras sino la realidad.
Y las invenciones y dichos son el reflejo de esa realidad que no puede esconderse con eufemismos. Está ahí.
Me choca rambién cómo le ofenden a usted las manifestaciones sean o no violentas, cosa que no apruebo nunca, pero cuando el perroflautismo y los antisistema salen a la calle a destrozar y pegar a los policías usted no dice ni pío. La violencia hay que condenarla siempre y la agitaciòn política con fines espúreos, también.
Y en cuanto a los nombres, le pongo un ejemplo. Llamar investidura, al remedo al que vamos a asistir, a la gente le puede parecer impropio. Si alguien inventa la palabra «INVESTIBLANDA» para este conchabamiento, a mi me parece muy apropiado y muy descriptivo.
Rememorando un poco a Clinton, le diría que no sea usted … sr. Barrero, son los hechos no las palabras.
Saludos.