Los rastros perdidos
Ocurre muchas veces en la vida, y sin embargo siempre nos sorprende y nos asusta porque cada repetición es una forma de constatar los caprichos inconsecuentes de un azar que no se deja contener por mucho que lo intentemos. Me refiero a esas personas que en un determinado momento consideramos importantes, casi imprescindibles, y que van dejando de estar de forma tan paulatina que cuando nos percatamos de su ausencia han debido de pasar ya años o décadas desde la última vez que intercambiamos con ellas alguna palabra o requerimos su opinión para cualquier asunto. Su presencia en nuestro día a día era algo indiscutible, incluso necesario, hasta que de pronto dejó de serlo o vio menguada su importancia poco a poco, y llegó el día en que ya no nos hizo falta conocer sus dictámenes ni echamos de menos sus apreciaciones ni mostramos mayor interés por saber en qué andaban metidos. De pronto, tiempo después, nos asalta su recuerdo, aparece su imagen en nuestra mente y nos acordamos de algo de lo que nos gustaría hacerlos partícipes, y los tratamos de localizar y es imposible porque su rastro se ha perdido no sólo para nosotros, sino también para otros muchos que merodeaban por sus alrededores cuando nosotros los frecuentábamos. Seguir el rastro es inútil: alguien asegurará que estuvo con ellos tiempo atrás, pero no sabrá precisar en qué momento exacto; otro barruntará que se han mudado, o que estarán viejos o enfermos o ambas cosas, o que tal vez se hayan muerto; el de más allá objetará que no hay por qué lamentarse, que si los perdimos de vista no es únicamente por responsabilidad nuestra, que algo habrán tenido que ver ellos también, pudieron estar más pendientes o hacer por no quedarse rezagados en la larga marcha del olvido. Me ocurre con una persona de la que me acordé hace ahora un año y a la que llevo cerca de un lustro sin ver, por más que en nuestro último encuentro me prometiera una llamada que nunca se produjo. No me preocupé entonces ni lo consideré un desaire —andaba yo bastante ocupado en aquella época y tampoco tuve ocasión de reparar en ello—, y me pregunto ahora si esa falta a su propia palabra fue obligada y no voluntaria; si no se lo impediría alguna circunstancia indeseada o fatal —era una persona cumplidora, no se comprometía a nada que no fuese a llevar a cabo— a la que permanecí ajeno y de la que nada supe, y sigo sin saber. En vano intento recabar noticias suyas: pregunto a gente que también la conocía, hablo con algunos de los que estaban cuando esa persona y yo teníamos una relación no muy constante, pero sí lo suficientemente estrecha para no ser calificada de intermitente, y tampoco ellos saben nada: hace tiempo que no la ven ni nadie les habla de ella, seguramente siga por ahí, estará muy mayor, se habrá retirado de todo, cómo saberlo si tampoco ella se preocupó nunca de dar excesivas noticias de su vida. No obtiene la indagación más que vaguedades, y así el rastro se pierde en un laberinto de lagunas y conjeturas, como si la existencia de esa persona no hubiese permanecido adscrita nunca a la realidad y se tratara más bien de la figuración remota de un sueño lejano, como si se perdiera su memoria de un modo similar al que lentamente se va ocultando el paisaje bajo la nieve.
Lo alto y lo bajo
Casi siempre que se habla de alta y baja literatura se hace para oponer a los libros surgidos de un impulso intelectual —por calificarlo de un modo fácilmente comprensible— de aquellos otros que se escriben con la única vocación de entretener a los lectores. Es una distinción efectiva en tanto que todo el mundo sabe de qué se está hablando una vez que se esgrime —a la frase anterior me remito—, pero injusta en el sentido de que, por defecto, entendemos lo alto por lo excelso y damos por hecho que lo bajo actúa como sinónimo de mediocre. Ésa es la intención que subyace, sin duda, pero no deja de ser una falacia ratificada por la propia historia de la literatura, como queda de manifiesto a poco que se indague en las leyes no siempre ecuánimes que rigen la conformación de aquello que llamamos canon y con sólo reflexionar acerca de si lo que determina la calidad de una obra de arte es el resultado o las intenciones. Las obras que consideramos fundacionales de las literaturas en lenguas romances fueron vistas en su tiempo como una suerte de excentricidades vulgares —toda vez que usaban como herramienta expresiva un idioma distinto del latín, el único culto y aceptable para cualquier escrito que aspirara a permanecer en los anales— y cualquiera podría poner ejemplos de novelas que pretenden ser sesudas y naufragan sin remedio a partir del segundo párrafo y oponer otras que se limitan a contar una historia y lo hacen con el talento, la gracia y la complejidad necesarias para que sus páginas trasciendan lugares y épocas y se instalen en el imaginario escurridizo de la posteridad. Lo alto y lo bajo se manifiestan, así, como categorías sometidas al arbitrio de un academicismo que se pretende mayestático e infalible sin serlo ni por asomo y cuyos códigos acostumbran a alterarse a toro pasado para enmendar los errores en los que incurrió su propia perspectiva. La misma rigidez afecta a los parapetos que se elevan entre los distintos géneros literarios —es conocida la convicción de que Borges no obtuvo el Nobel porque no creyeron que lo mereciese alguien que nunca había escrito una novela—, a menudo construidos por quienes son incapaces de asumir que el arte evoluciona contaminándose y que la gran mayoría de los libros que consideramos hoy obras maestras afianzan sus raíces en la bastardía. Con tanto como llevamos rodado, y después de todo lo que hemos aprendido, hay quienes siguen empeñados en poner puertas al campo y constreñir la literatura dentro de unos márgenes que se le quedan estrechos porque el arte, como la vida, es siempre indomable y al cabo sólo cabe distinguir entre aquello que, de una forma u otra, valió la pena que se diera y lo que no.
Para qué sirven los libros
Entre las discusiones bizantinas que nunca cesan se encuentra la que tiene que ver con la función de la literatura, entendiendo tal cosa como la obtención de una utilidad pragmática, una finalidad cierta e indiscutible que confiera sentido a su razón de ser. Los más bienintencionados aseguran que leer nos hace mejores personas —como si no hubieran existido grandes canallas que fueron, además, grandes lectores— o nos garantiza un porvenir más halagüeño —como si el ascensor social no estuviese hecho trizas y no hubiera por ahí gente inteligente y estudiada malviviendo por un sueldo precario y hacinada con varios semejantes en apartamentos por los que pagan un alquiler inverosímil— o conseguirá a la larga que el mundo donde vivimos sea un lugar mejor —como si después de unos cuantos siglos de escritura y de lectura no tuviésemos ya más que constatado que la humanidad tiene difícil arreglo—. Quienes ofrecen estas respuestas parten de la convicción de que la literatura por fuerza tiene que servir para algo porque cada vez se concibe peor en estos tiempos tan pragmáticos que pueda haber cosas que no sirvan para nada y que precisamente en eso resida su gracia o su valor o su vigencia —lo que sirve a un fin concreto inevitablemente se agota cuando ese fin se consigue, o cuando deja de considerarse válido o deseable, o cuando pasa de moda; lo que no sirve para nada se mantiene, porque la nada no varía—, en permanecer ajena a la obtención de resultados que se traduzcan en beneficios cuantificables ni ofrecer más gratificaciones que aquellas de carácter personal o íntimo que cada cual quiera encontrar, si es que las busca. A veces el debate contamina a algunos escritores que asumen posturas engoladas y toman partido al respecto como si la suya fuera una misión divina y no un mero oficio que desempeñan con mayor o menor fortuna en función del día y de las circunstancias, olvidando la que debería ser una máxima de obligado cumplimiento en este afán: que las novelas, los poemas o los ensayos no tienen que ser nada más que lo que sus autores quieran que sean; que no existe la obligación de transmitir un determinado mensaje, ni la de ensalzar ciertas virtudes, ni la de condenar algún que otro vicio; que no hay otra finalidad que la de escribir lo que a cada cual le apetezca; que muchas veces se comprueba que las cosas que realmente se antojan irrenunciables son precisamente aquellas que no sirven para nada.
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