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Lo que Viggo pudo escribir

Lo que Viggo pudo escribir

Hace una noche gélida en Avilés, y en el Niemeyer, al pie de la ría, el termómetro se desploma literalmente. Cae una helada que lo compensa todo con un cielo despejado, de esos que tan caros se venden aquí, en Asturias. La afluencia de público es notable. Una marea de entusiastas se va aproximando al inconfundible edificio, bastión cultural de la ciudad, con cierto toque galáctico, dispuesta a enfrentar los rigores de enero para darse el gusto de ver y oír a Viggo Mortensen recitando sus poemas. Y Viggo, claro, no defrauda.

Lleno el auditorio, y tras una elogiosa presentación del anfitrión (Javier García Rodríguez, escritor y profesor de la Universidad de Oviedo), Viggo irrumpe en el escenario despojado, como es ya natural en él, de cualquier ínfula de estrella hollywoodiense. Se acompaña de una bolsa de tela repleta de papeles en aparente caos (una “filoxa”, dirían mis ancestros), se enreda con la mascarilla, hace bromas, despliega sus letras sobre el atril (un marasmo de cuartillas, clips, cinta adhesiva, “la precisión en el desorden”, dirá él mismo después). Se arranca con un clásico, un imprescindible, ese poema o “cuentito corto” que no necesita leer, porque lo escribió a los seis años, cuando gustaba de jugar solo por el bosque imaginando aventuras. Sus fans le acompañamos por lo bajo, cómplices. Me cago en la selva, como los monos… Queda claro que Viggo ya era un poco iconoclasta de pequeño.

"El rapsoda no quiere aburrir, insiste, y pregunta varias veces si debe parar ya, mientras no deja de disculparse por la longitud de sus poemas"

Prosigue la lectura, con el poeta cribando, seleccionando e incluso amputando sus propios versos sobre la marcha, en un ejercicio que no parece otra cosa que una reunión entre amigos, íntima, sin aspavientos de ningún tipo. Viggo, y quienes hemos tenido la fortuna de tropezar con él en varias ocasiones a lo largo de años lo sabemos bien, no posturea. No importa cuánto tiempo pase ni cuáles sean las circunstancias de su aparición en público. Puede tratarse del preestreno de Alatriste (hubo dos, de hecho), de su reconocimiento como Hijo Adoptivo de León (por su genuino amor a esa tierra, especialmente a la zona del Curueño, de donde quiso hacer oriundo al Capitán Diego), o de esta cita de ayer. Sea cual sea el marco de la foto, Viggo se muestra siempre tan cercano y auténtico como si fuera nuestro vecino de puerta, pese a que, seguramente sin él saberlo, arrastra consigo una especie de foco que le ilumina, causándonos a los demás un Síndrome de Stendhal digno de estudio.

El rapsoda no quiere aburrir, insiste, y pregunta varias veces si debe parar ya, mientras no deja de disculparse por la longitud de sus poemas. “Sin dase un pijo importancia”, que dirían de nuevo mis ancestros. Sigue sorprendiendo su actitud humilde, cuando es él el protagonista de una velada poética a la que hemos acudido todos precisamente para oírle declamar. Pero hay en Mortensen un empeño por no sobresalir demasiado, por desviar su protagonismo y compartirlo con los asistentes. La charla que sigue a su lectura es tan amena y relajada como cabría esperar. Respondiendo a las interesantes preguntas de Javier, Viggo ahonda en lo que todos hemos podido captar escuchando sus versos: la importancia del viaje, tanto físico como mental; la sensación de desgajamiento, de no pertenencia, fruto sin duda de una trayectoria vital que le llevó desde niño a habitar en diversos rincones del globo, y que, en su caso, no vive como algo traumático o desolador, sino como una suerte de “multipropiedad” en la que el no ser se convierte en ser de todas partes, en sentir cada uno de esos rincones como parte de uno, en saber encontrar siempre lo interesante de cada paisaje. Así es, imagino, cómo Viggo aprendió a hacerse con el entorno, incorporándolo a su esencia. El privilegio de poder sentir nostalgia de tantos lugares.

Nos cuenta que, en su caso, escribir es un proceso sin demasiado orden, en el que cualquier idea, frase captada al azar o sentimiento, puede ser anotada en un papel, terminando por ser parte de una pila o fondo de un cajón, a modo de hilo del que tirar más adelante. Mortensen escribe, reescribe, tacha, recupera, reestructura, recicla, atento siempre al estímulo, buscando el ritmo exacto, la veracidad de un mensaje que, aun así, invariablemente le acaba pareciendo mentiroso. No hay horarios ni momentos exactos para la inspiración. No cabe el tedio de la disciplina (salvo que se trate de un guion cinematográfico, en cuyo caso Viggo es capaz de dejarse llevar por un frenesí de optimismo y dedicación en el que se olvida incluso de comer). La poesía como fracaso que, pese a esta certeza demoledora, nunca debe abandonarse, siempre puede crecer, mutar, estallar como una bomba cuyos fragmentos lleguen a otros engendrando ideas nuevas. Las estrofas de Mortensen hablan de lo cotidiano, de un día cualquiera, del color y la forma del pelo de María en aquel avión; de la luz entrando en la casa familiar, ya vacía; de la urgencia de irse a dormir; de la existencia fugaz de un perro al que se amó. Apuntes sobre una vida y sus momentos a los que poder regresar con el tiempo, jugando a adivinar qué se cocía entonces, quién era el Viggo de diez, quince, veintitrés, cuarenta años. Qué había más allá de la fotografía de un instante.

"Tras los aplausos y la despedida, los enamorados de Viggo nos dispersamos en la oscuridad a toda prisa, resoplando contra el frío"

Concluido este coloquio, que se nos antoja breve, el público plantea sus preguntas, y Mortensen responde distendido, sin apearse de su tono amable, logrando que sintamos que es ese parroquiano habitual con el que coincidimos casi a diario en nuestro Café favorito, y al que consideramos poco menos que un viejo amigo. El colofón del evento llega revestido de concurso televisivo. Viggo toma el mando y nos va lanzando sus propias preguntas, obsequiando al más rápido en responder con un ejemplar firmado de su libro Lo que no se puede escribir, un hermoso volumen publicado por su editorial, Perceval Press, en el que conviven algunos de sus poemas con bellísimas fotografías realizadas por el autor (Viggo Mortensen, ese artista polifacético: actor, director, guionista, músico, pintor, poeta, fotógrafo, quién sabe qué más). En el particular show de Viggo, broche final de este encuentro memorable, cabe de todo, como en sus escritos. Preguntas sobre su idolatrado club de fútbol (los Cuervos del San Lorenzo de Almagro, mención obligada); referencias a sus películas (“¿dónde se conocieron Aragorn y Arwen?”); y un detalle hermoso para con este pedacito del mundo que le recibió ayer: un fragmento de Milagro de la luz, de nuestro querido Ángel González (que en paz descanse), que llevó a esta que les habla a hacerse con el último preciado trofeo de la noche. Curiosidad imposible de soslayar: la preciosa imagen que ocupa las páginas 20 y 21, lleva por título “Lenka, Jystrup”. Por descontado, no soy yo. Jamás he tenido la suerte de posar para Viggo, ni de visitar Jystrup (ni siquiera he pisado Dinamarca, ay de mí, y lo único que sé sobre la hermosa región de Selandia es que por allí se asentaba el internado en el que transcurrían ciertas novelitas juveniles que devoré en mi infancia, soñando con ser danesa). Pero no me negarán que no es una bonita casualidad.

Tras los aplausos y la despedida, los enamorados de Viggo nos dispersamos en la oscuridad a toda prisa, resoplando contra el frío. Unos pocos afortunados nos llevamos a casa un regalo, pero todos, sin duda, compartimos la sensación de haber vivido un rato mágico, de haber aprendido que “un poema es la flor de la mentira de las palabras”, y que “hay que proteger a la poesía de los poemas. Y de los poetas, sobre todo”. Si es Viggo Mortensen quien nos cuenta este embuste, entonces será verdad.

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