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Lo único que importa

El oficio de escribir

El oficio de escribir es tan complejo que uno nunca está seguro de dominarlo realmente, ni sabe hasta qué punto merecen o no la pena las palabras y las líneas que va entretejiendo con mucha perseverancia y dudas abundantes, con tensión variable e inexplicable obstinación, a lo largo de días o semanas o meses o años. Tampoco sabe bien por qué lo sigue haciendo a pesar de todos los pesares, qué razón profunda lo lleva a sentarse delante de un folio en blanco o una pantalla aun cuando las tentativas anteriores resultaran infructuosas o decepcionantes. Ni siquiera acierta siempre uno, por bien que le vaya, a calibrar el alcance verdadero de sus aptitudes. Cuando Mario Puzo escribió El padrino no tenía ninguna esperanza —le había ido muy mal con sus libros anteriores y su cuenta corriente se asomaba al abismo de los números rojos— y dejó el manuscrito en manos de su editor antes de irse de viaje. A su vuelta, descubrió con sorpresa que el libro se había convertido en un fenómeno: llevaba varios miles de ejemplares vendidos y el saldo de la liquidación lo libraba definitivamente de esa pobreza en la que había estado a punto de instalarse. No tardó Francis Ford Coppola en interesarse por los derechos para la adaptación cinematográfica, y cuando los adquirió solicitó al propio Puzo que se encargara de escribir el guion. Lo hizo un poco a regañadientes, porque aquél era un mundo nuevo para él y no estaba seguro de dar la talla necesaria. Cuando al fin lo terminó, no las tuvo todas consigo: sentía que aquel mazo de folios era algo imperfecto, tosco, carente del acabado que merecía una encomienda de esa envergadura. Sus reticencias se revelaron infundadas, y su propia impresión se demostró errónea: el texto le valió un Oscar y más encargos para elaborar nuevos argumentos de películas. No obstante, se sentía tan inseguro que, antes de aceptar, decidió adquirir unas nociones mínimas que le permitieran cumplir las peticiones con un rigor del que no se consideraba depositario. Fue a una librería y encontró en un anaquel un manual de escritura de guiones. Lo abrió y en una de las primeras páginas leyó: «Si quiere aprender a escribir guiones, lea el guion de El Padrino».

Una visión romana

"El tiempo ha quedado suspendido y de pronto, en esta mañana de junio, aquella otra mañana de 1699 en Piazza Navona es lo único que importa"

La antigua estación de metro de Atocha se llama ahora Estación del Arte en atención a los tres grandes museos que se levantan en sus inmediaciones. En sus paredes cuelgan reproducciones de obras pictóricas que apenas atraen la atención de quienes recorren los pasillos más pendientes del reloj y de sus obligaciones que de las cuestiones ornamentales, pero esta mañana, al embocar con algo de prisa los largos pasillos que conducen hacia los andenes, observo de refilón por el rabillo del ojo algo en lo que advierto reminiscencias familiares. Se trata de una vista de la Piazza Navona que pintó Gaspar van Vittel en 1699, un tiempo en el que no era extraño que los estudiantes ingleses acudieran a Italia para completar su formación, lo que propició el surgimiento de un mercado que demandaba retratos de determinados paisajes urbanos que aquellos viajeros adquirían, a modo de postales turísticas, para llevarlos con ellos a su país. Van Wittel, que se había educado en la tradición paisajística holandesa, jugó en esta vista romana con los contrastes que la luz marca al incidir sobre el obelisco que remata la Fontana dei Fumi y deja en penumbra la vertiente meridional, con la fachada de Nostra Signora del Sacro Cuore proyectando su sombra sobre una superficie poblada de tenderetes y comerciantes. Esto último define otra de las características del cuadro: el detalle con que su autor quiso destacar los usos populares de aquel lugar en aquella época, encarnados en pequeñas figuras que pasean o pastorean animales o hacen bajo ese sol que podría ser el del mediodía negocios cuya naturaleza se nos escapan, pero en los que cabe sospechar que se dirimían tejemanejes de todo tipo. Se aprecian en los bajos de los edificios toldos que aliviaban el calor a los comerciantes y a sus clientes, y también unos pocos personajes que se disponen a entrar en Sant’Agnese in Agone, supongo que para participar en los oficios litúrgicos, cuestiones propias todas ellas de ese tiempo en el que la Piazza Navona aún era un espacio donde se concitaban las gentes de Roma y no el hervidero de turistas en que se ha convertido de un tiempo a esta parte. Hay algo balsámico en la contemplación morosa de esta escena que se dio hace tres siglos y que llega hasta mí capturada por un pintor que la observó mientras sucedía y se decidió a pintarla, una especie de abstracción que me aparta de la gran ciudad que bulle sobre mi cabeza y me transporta brevemente a esa Roma que en el día de hoy, a estas mismas horas, experimentará un ajetreo similar, pero donde en el tiempo en que la contemplo la vida se desenvolvía a un ritmo más humano, más asequible o menos trepidante, y esta suave visión romana pinta de pronto el día de un color más amable, más hospitalario o menos acuciante, porque el tiempo ha quedado suspendido y de pronto, en esta mañana de junio, aquella otra mañana de 1699 en Piazza Navona es lo único que importa.

Noticia de un poeta

"El maridaje arroja un conjunto consistente donde se entremezcla el componente experiencial con el simbólico"

La vida nómada depara encuentros tan inesperados como gratos. El mes pasado, en Moraleja, conocí a Tente Garrido, poeta que ejerce como maestro de lengua portuguesa en Valverde del Fresno y con quien estuve charlando a las puertas de la librería Neruda acerca de la fala extremeña y su parentesco evidente con la lengua asturiana. Antes de despedirnos me hizo entrega de su último poemario, Temperamentos básicos, que he venido leyendo a tragos cortos desde entonces, aprovechando las pausas entre viaje y viaje y los tiempos muertos entre un quehacer y el siguiente. El libro lo ha publicado la Editora Regional de Extremadura, una bendita excepción que hasta la fecha se ha caracterizado por el buen gusto a la hora de determinar tanto la forma como el fondo de aquello que da a imprenta, y envuelve con hechuras cosmopolitas unos poemas que se clasifican atendiendo a los humores hipocráticos y beben de fuentes rabiosamente contemporáneas, tendiendo así un puente de orilla a orilla entre la tradición grecolatina y la cultura pop. El maridaje arroja un conjunto consistente donde se entremezcla el componente experiencial con el simbólico y la expresión de lo íntimo se anuda con un sólido sentido de lo colectivo, entendido como la categoría que define a una generación forjada en crisis sucesivas para la que el horizonte rara vez ha tenido más estatus que el de una simple quimera. Hay un desarraigo respecto al mundo, pero también una ligazón profunda a esas esquinas de la intimidad donde se hacen fuertes las cuestiones que verdaderamente importan, y está ese desasosiego hondo que se excava al adquirir conciencia de la soledad insoslayable, pero también el tenue rayo de luz que asoma al percibir la sombra de alguien dispuesto a hacer las penitencias algo más llevaderas. «Se burla de mí un fantasma», dice un verso de cierre puesto bajo la advocación de Kurt Cobain, y sabemos bien que ese fantasma es un viejo conocido de todos nosotros.

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