Lobo

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXXI: LOBO

Si lo hubiera sabido, claro, ni se habría bajado del coche. Pero si algo tenía bien asumido desde niña era su debilidad por los perros.

Mediaba enero, y el país estaba sumido en un temporal de frío y nieve como, a decir de los expertos, no se había visto en setenta años. Todas las cadenas de televisión y radio bombardeaban a la población con la noticia (que ya no era tal), desmenuzando los pormenores del fenómeno, haciendo previsiones más o menos exactas y brindando consejos a la ciudadanía. Diana no podía evitar alguna que otra sonrisa desdeñosa ante el despliegue. Casi oía la voz de su abuelo, fuerte y desabrida, en algún rincón de su memoria: “Es invierno, coño. Lo raro sería que hiciera calor”.

Adoraba la nieve, pero su infancia en el pueblo le había enseñado a no perderle jamás el respeto. Había sido bien instruida en sus peligros, en la amenaza que suponía confiarse demasiado, en un sincero desprecio por la absoluta irresponsabilidad de los urbanitas, tan insensatos a menudo a la hora de gestionar ciertas cosas. No hubiera viajado de poder evitarlo, de no haberse tratado de una emergencia. Algo la inquietó inexplicablemente cuando sonó el teléfono, y la sensación fue en aumento pese a la sincera calma que Dori trató de transmitirle.

—Al menos ha sido la mano izquierda —explicó su tía, en tono jovial—. Tu madre tropezó con uno de esos gatos piojosos suyos y se fue de morros, ya está. Mira que se lo tengo dicho, pero nada, oye. Venga gatos y más gatos, que parece esa casa un refugio. De verdad que no hace falta ni que vengas, ya me ocupo yo de todo, que no me cuesta nada. Con este tiempo, encima… quédate en casa, cielo, es lo mejor.

No se quedó en casa. Salió a escape hacia el garaje, arrancó aquel cacharro infame de segunda mano y se puso en camino. Habían llevado a su madre al hospital comarcal, a ocho kilómetros del pueblo y a cuarenta y dos de la ciudad en la que Diana vivía desde sus tiempos de universitaria. Se tenía por una buena conductora, hábil y prudente. No había motivos para alarmarse, ni para las prisas, pero iría de todos modos.

Apenas se cruzó con un par de coches en el trayecto. Era una carretera secundaria, de poco tráfico. Pasaban de las nueve y media de la noche y la climatología no invitaba a la aventura.

—No se ve un choto… —murmuró con resignación, mientras el limpiaparabrisas luchaba en vano contra los elementos.

Faltaban menos de diez kilómetros cuando vio el bulto. Grande, inequívoco, en medio del carril. Contra toda sensatez, clavó el freno, sabiendo de antemano que era un error. Volvió a oír la voz atronadora de su abuelo: “¿Sabes cuántos infelices se matan por no querer atropellar a un animal?”. El vehículo patinó, escorándose a un lado. Nunca fue capaz de recordar qué hizo exactamente, si levantó el pie, si se aferró al volante, si cerró los ojos. Nada. Solo supo que el tiempo se detuvo y, por fortuna, el coche también. Quedó atravesado en medio de la vía, pero ni siquiera pensó en eso entonces. Echó el freno de mano sin pensar y se pegó al cristal. Un perro. Enorme. Parecía un lobo, en realidad. Muerto, seguramente. Estaba inmóvil, y una capa de nieve y escarcha le cubría el pelaje gris. Una especie de alarma interior le rogó que continuara. No le hizo caso. Bajó del coche y se acercó al animal, calculando ya mentalmente cómo se las apañaría, en caso de que estuviera aún vivo, para cargarlo en el asiento de atrás. Dónde buscaría ayuda.

Se arrodilló junto al cuerpo inerte, con un nudo atroz en el estómago. Posó su mano sobre el costado, tratando de percibir algún atisbo de respiración y calor. A una velocidad impensable, la cabeza del perro se elevó del suelo, girando hacia atrás con un gruñido amenazador. La dentellada fue certera, atravesando sin esfuerzo alguno la lana de su guante. Notó la punzada de los colmillos en la base carnosa del pulgar. Gritó, retirando el brazo y cayendo hacia atrás. El animal se puso en pie y huyó hacia el bosque, perdiéndose en la oscuridad.

Le curaron la herida en el mismo hospital en el que su madre, resignada y con buen humor, esperaba que la enyesaran. Su tía Dori la regañó sin convicción y con mucho aspaviento, poniendo los ojos en blanco.

—Animalitos, cómo no —sentenció, suspirando—. No tenéis remedio, ninguna de las dos.

Al principio, no hubo señales. Transcurridos unos días, empezó a cambiar. De un modo casi imperceptible al principio. Olores intensos que nunca había notado antes. Ruidos que la incomodaban de un modo perturbador. La ciudad jamás le había parecido tan bulliciosa, fétida e insoportable. No conseguía conciliar el sueño por las noches, y andaba luego medio sonámbula e inquieta. Después, llegó el hambre. O la sed, no conseguía identificar la sensación con exactitud. Era como una extraña quemazón en la garganta y en la boca. Se lamía los labios constantemente, tanto que se le agrietaron. El sabor metálico de la sangre la llenó de una ansiedad desconocida. Su lengua parecía haber adquirido vida propia, buscando con insistencia cada resquicio en la piel maltratada, cada mínima gota.

Se partió en dos. Una parte de ella estaba aterrada. La otra, invadida por una sensación de paz exultante que no habría sido capaz de describir. Como si se anticipara a una sorpresa anhelada y temida al mismo tiempo. Comprendió que el proceso no tenía vuelta atrás cuando se vio a sí misma salivando ante un bistec sanguinolento en el supermercado. Se estremeció, en una mezcla de fascinación y asco. Odiaba la carne. No la había probado en quince años.

La última noche la pasó en un agónico duermevela, postrada en el suelo de la cocina. Su cuerpo se cubrió de un sudor gélido y pegajoso, mientras el corazón le bombeaba a un ritmo desaforado, martilleando en sus sienes. Llegaron las convulsiones y el dolor, como millones de agujas rompiéndole la piel desde dentro. Asumió, sin ningún género de duda, que iba a morir. Pero no le pareció una idea tan terrible. Cuando el tormento desapareció, retirándose como una suerte de marea, se observó las manos con curiosidad. Eran las mismas. Toda ella parecía la misma. Y, sin embargo, ya no lo era. Había algo. Algo oscuro y secreto que latía bajo su carcasa. Algo poderoso que le había otorgado una fuerza inimaginable. Lo supo, sin más.

Corrió al recibidor y se miró al espejo, llena de ansiedad y júbilo. Se palpó el rostro, se acarició el pelo, flexionó sus músculos una y otra vez. Tenía un aire distinto, una especie de luminosidad, un aplomo que jamás había sentido. Sonrió, y soltó una jubilosa exclamación al ver en el reflejo la nueva forma de sus colmillos. Iba a ser una sensación agradable, seguro, esa de vivir sin miedo a nada. Sin miedo a nadie.

El sonido del timbre la sobresaltó. Miró hacia la puerta con el ceño fruncido. El aroma del intruso era tan potente que la mareó por un momento. Debía haber estado realmente abstraída si no lo había detectado antes. La espoleó un ansia salvaje que a duras penas pudo contener. Estaba famélica.

Era un chico joven, de aspecto desaliñado e inocente. Un estudiante, seguramente, tratando de ganar algo de pasta con curros esporádicos y aburridos. Llevaba una cazadora horrenda con un logo de empresa en el pecho y unas gafas de montura barata. Mascaba furiosamente un chicle. El tufo a sandía lo inundaba todo. Era guapo, moreno, menudo. No podía tener más de veinte años. Diana se apoyó en el quicio y lo estudió, ladeando la cabeza.

—Buenas, le traigo un paquete de “Hermanos Selgar” —espetó el repartidor, sin mirarla.

El vago recuerdo de los libros que había encargado apenas llegó a materializarse en su mente.

—Si me firma aquí, todo lis…

La mandíbula del chico se desencajó en una mueca de espanto. Quizá fuera por sus ojos. El paquete cayó sobre la raída moqueta con un ruido amortiguado. Le vio trastabillar hacia atrás, hasta chocar con la pared. Se encogió sobre sí mismo, jadeando aterrorizado. Ni siquiera intentó huir. Habría sido inútil.

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