“La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neanderthal gritando ‘el lobo, el lobo’, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando ‘el lobo, el lobo’, sin que le persiguiera ningún lobo. El que el pobre chaval acabara siendo devorado por un animal de verdad por haber mentido tantas veces es un mero accidente. Entre el lobo de la espesura y el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura”, nos dice Nabokov en Curso de literatura europea.
Recurro a esta cita para ilustrar la decisión fundamental que tomé casi de forma inconsciente cuando empecé a escribir Un solar abandonado. El epicentro de la novela reside en la muerte de la abuela de Ismael Atta. Este acontecimiento, objetivo y externo a la vez, arranca el viaje del protagonista, es el detonante inesperado que hace obligatoria una vuelta al pasado.
Ahora confieso que esa abuela es mi abuela materna, salvo por el pequeño matiz de que mi abuela sigue viva. Como el chico de Nabokov que grita “el lobo, el lobo”, sin que le persiguiera ningún lobo, pretendí recrear el espectro de aquel animal salvaje en el acto de adelantar la muerte de mi abuela para volver a ser niño, quizá, y para afrontar una situación futura e imaginaria, desde el prisma de la literatura. ¿Cómo y en qué direcciones refractó la luz de esta historia?
Desde el principio tuve clara la idea de escribir una novela fragmentada o una novela matrioshka. De hecho, lo hago saber de manera explícita al inicio del segundo capítulo, anunciándole al lector la posible forma que se iba a encontrar dentro. “Historias dentro de historias enlazadas con historias de gente que escribía historias y otros las contaban mientras otros tantos las leían, escuchaban o vivían. Narración dentro de Narración, decía Auster. Cervantear en esencia pura”. Así quedó resumida la idea estructural de la novela.
Ver por casualidad, en 2014, la película En tercera persona de Paul Haggis me dio mucho en qué pensar. El resultado de la reflexión fue narrar por un lado una primera parte de la novela algo sencilla y lineal, sin sobresaltos, envuelta en una atmósfera realista. Por otro lado, construir una segunda parte de la misma historia aparentemente inconexa, que contiene cinco relatos o cuentos, empapada en un ambiente onírico de humo y Kif. Las dos partes son presentadas de forma intercalada a lo largo de la novela.
La primera parte es la de Ismael Atta, un traductor casi sin trabajo, que recibe en Madrid la noticia de la muerte de su abuela y entonces emprende el viaje a Alhucemas, su ciudad natal, con la esperanza de llegar al entierro. Hasta aquí, todo bien. No obstante, no sé por qué, decidí que a Atta no le ocurriera nada relevante en el viaje. Es más, opté por que no le sucediera nada que fuese digno de ser narrado. Me excitaba la idea de buscar una “no historia” o, en otras palabras, una historia construida y armada por los silencios que la configuraban. Es decir, que el viaje que hiciera Ismael Atta de Madrid a Alhucemas resultara, además de silencioso, aburrido, torpe, anodino y sin ningún interés. De ahí que concentrara toda la esencia de la historia en el recuerdo. El recuerdo es el territorio propicio donde el silencio se reconcilia con su dimensión lógica. Era un viaje a la infancia, un encuentro con la infancia del protagonista y no quise contaminarlo con hechos del presente. Esta decisión forzó que el relato se basara en la introspección, cosa que me ayudó bastante a definir con nitidez el entramado psicológico de Ismael Atta. El viaje por carretera en el coche de Laia suponía que, desde el inicio, Atta no tomara ni tan siquiera las riendas de la vuelta a su ciudad natal. En todo momento fue el copiloto. “La compañía de Laia me transportaba a mi infancia (metáfora literal) en un coche”.
La segunda parte transcurre en el salón de un piso de Rabat, situado enfrente del Museo de Arte Contemporáneo. Dentro, cinco hombres se sientan alrededor de una mesa para contarse historias. La reunión se llama Dekka sin dientes. «Dekka, en la jerga callejera y lúgubre marroquí, es una institución bohemia en torno a una mesa de té moruno y Kif». Uno de los asistentes es Ismael Atta. Cada uno de estos cinco integrantes de la reunión cuenta una historia, y cada historia se convierte en un capítulo de la novela. Ismael Atta, además de ser quien comienza, dedica todo el tiempo a reflexionar sobre los cuentos de los demás como si de un crítico literario se tratase. Cada uno de estos cuentos de la segunda historia aporta algún elemento, a veces evidente y otras no tanto, sobre el desarrollo de los recuerdos de la primera parte.
Con esta estructura en mente y con algún que otro croquis hecho a mano, empecé a escribir. Unos nueve meses después acabé el primer borrador. La historia ya estaba, solo faltaba todo lo demás. Más de un año después y tras corregir, eliminar, sobre todo, borrar y eliminar, limar, aderezar y trabajar sobre lo que había, las dudas fueron desapareciendo, excepto una. La única pieza con la que no estaba del todo satisfecho era el final, la última muñeca de la matrioshka . Así que empecé a dudar de nuevo hasta que sentí que era perentorio añadir un último capítulo. El final de la novela, al fin y al cabo, me exigía una implicación un tanto personal o, mejor dicho, íntima, muy íntima. Le di vueltas durante dos meses y no tuve otra que quebrar el pacto que había sellado con Ismael Atta. Esos dos meses terminaron siendo el capítulo de cierre.
¿He acertado con las decisiones tomadas? No lo sé, ustedes dirán. Lo único que sé con certeza es que he disfrutado de la compañía de Ismael Atta. Ahora solo me queda desear que ustedes disfruten también. Mi eterna gratitud y, por favor, viajen en el libro hasta que el infinito les sonría o hasta que el lobo imaginario del chico de Nabokov les devore.
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Autor: Mohamed El Morabet. Título: Un solar abandonado. Editorial: Sitara. Venta: Amazon y FNAC
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