Necesitaba hacer avanzar mi historia, y por eso me animé a llamarlo, con la excusa de la obra de teatro que quizá podíamos estrenar en el Quintero; por eso tuve que gastarme hasta lo que no tenía en un pasaje a Sevilla, y en la pensión Vergara, pegada a un colegio de chicos que me despertaban temprano, a pocas cuadras de su casa. Por eso le toqué el timbre, con las patitas temblando, sin saber bien qué iba a decirle. ¿Que era mi muso? ¿El protagonista de mi saga y necesitaba que pasaran cosas para seguir escribiendo? Atendió ella. Empezaban los giros inesperados. Una mujer en la colina. Alta, rubia, bella y carismática. Amablemente, me hizo pasar al laberinto quinteriano. Y a partir de ahí los sucederes, preciado tesoro, llegaron como vendaval. No hacía tiempo a escribirlos porque, descubrí entonces, esto de vivirescribir es un arma de doble filo. Por un lado la vida es siempre más original que una, eso es fantástico, pero por el otro hay que poner el cuerpo a las vicisitudes, a los conflictos, los personajes se enojan con una porque son personas. Etc… Imposible manipular el relato, llevarlo hacia “donde más conviene”.
Y lo que dice el alquimista es verdad: si uno sigue las señales el universo acaba conspirando a nuestro favor. Recién arribada a Sevilla no tenía idea de por dónde empezar a buscar. Y ahí apareció Santiago, hombre de radio que lo había traído Jesús a trabajar a Argentina, allá por los años noventa (también terminó atrapado de personaje en el cuento pero no se enojó). Como buen samaritano me indicó el nombre de la calle de la productora El Silencio, al lado del restaurante Robles. Salí corriendo ansiosa, con lo puesto, sin peinarme siquiera y me paré frente a la puerta negra. Toqué timbre. Nada. Pero ahí estaba el viejito que había apostado, otra vez, el universo, que ante mi pregunta por el Loco de la Colina me llevó hasta la casa de la vuelta, y sin titubeos, sin saber de la adrenalina que me recorría, ignorante de que hacía ya año y medio venía yo tratando de dar con el loco y ese era el momento crucial, me dice: «Aquí vive, no sé si estará pero hala, toca el timbre»…
Y fue en su terraza, frente a la santa Giralda, testigo silenciosa de la felliniesca historieta, que le confesé que lo del teatro era excusa, que en realidad yo necesitaba acción para mi relato, que ahí mismo estábamos escribiendo, ahora juntos, la saga En busca de Jesús Quintero. Me miró, adusto y pensativo. Se hizo un silencio de la colina. Pero Quintero era un lúcido, entendió rápidamente y no sólo no me sacó corriendo, como hubiera hecho cualquier otro invadido de sentido común: el loco se subió al barco, a vivirescribir conmigo, me regaló relato para tirar manteca al techo. Me llevó a trabajar con él en La Carbonería, parrandeamos por Almodóvar del Río junto a Jesús Vigorra, esto fue el último día que se vio con Gala, un día en que se alinearon los planetas, no metafóricamente, salió en la tele; otra vez el Universo metía la cola para que la cosa fuera todavía más poética. Comimos tortitas en infinitos bares andaluces mientras hablábamos de todo, y cada tanto me decía, pícaro, «esto tú niña no vá a escribirlo», pero era obvio, me lo contaba para que lo hiciera. ¡Si yo ya le había explicado!
Con nadie más hubiera podido hacer todo esto. Iluminado incorrecto, apasionado contradictorio, de pueblo y de ciudad. Íbamos por el pueblo y la gente se acercaba a abrazarlo. El último tiempo los medios solían agarrársela con él, pero “Quintero no necesita aclaración, quien lo siguió bien lo sabe y quien lo conoce de cerca además de saber que es buen tipo se enamora, quiere inmolarse con él, escucharlo reflexionar hasta que las velas no ardan, emborracharse, irse de parranda, lavarle los calzoncillos, aprenderle las mañas, las locuras, las corduras y las equivocaciones”. Fue lo que sentí después de esas semanas con él, poco más de tres, que se sintieron como una vida. Y un blog que está escrito sin estilo, sin normas de la literatura, escenas mezcladas, flashback a como iban saliendo… Como decía Arlt, para hacer estilo hay que tener plata, comodidades, tiempo… Y este loco no me lo dio.
Ahora diluvia en la porteña Buenos Aires. Desde el café en donde me metí a escribir esto veo a la gente apurada, entra al Starbucks a borbotones no en busca de Quintero, en busca de refugio, que es lo mismo.
Adiós, loco querido.
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