«Antes los griegos desayunábamos koulouri recién horneado y café negro, espeso como barro, y en las mañanas de verano, frappé y tirópita. Ahora, como nos hemos vuelto gilipollas (anóitoi), tomamos leche de soja y cruasán».
Es muy temprano y la ciudad soñolienta comienza a despertar. La mañana es fresca y en la bulliciosa calle Dionisio Areopagita apenas hay unos pocos madrugadores que, como yo misma, han decidido renunciar a plantar su huella entre otro centenar de huellas más sobre la Acrópolis, a cambio de poder contemplarla de lejos y en soledad. La calle peatonal ofrece al viajero uno de los paseos más hermosos de la ciudad en suave ascenso desde el Museo de la Acrópolis hasta el Thiseio, donde es renombrada como Apostolou Paulou. He de confesar que entre el santo patrón y el apóstol San Pablo indudablemente prefiero el segundo. Esta viajera incondicional siente una especial debilidad por ese otro gran viajero de la Antigüedad, un personaje que, eliminados los velos milenarios de santidad y mito, podría asemejarse en su entusiasmo, apostura y don de gentes a nuestro Paddy.
En el ascenso, jalonado de pardos olivos, con la referencia del Partenón como un faro de mármol, uno va dejando atrás las casas neoclásicas hasta llegar a Thiseio, bulliciosa calle llena de tabernas y cafés que da paso a Pnyx, la colina en cuya plataforma de piedra semicircular nació, para lo bueno y lo malo, la salud y la enfermedad, nuestra democracia. Aquí se reunía la Ekklesia, la asamblea de atenienses, y aquí mismo, en las duras gradas de oradores (bema) pronunciaron sus discursos Alcibíades o Pericles. También aquí se decidió, por unanimidad, la muerte de Sócrates, cuya cárcel (unas cuevas cercanas excavadas en la roca y cerradas con rejas) se exhibe para asombro y felicidad de viajeros románticos y escepticismo de historiadores puristas.
Contradiciendo el método peripatético de algunas escuelas filosóficas, me siento en un saliente de la roca a pensar. Me pregunto si aquella cicuta sirvió para algo, tan manoseada como se encuentra esa democracia por la que decidió morir el filósofo, convertida hoy en una especie de ente en el que todos dicen creer, pero nadie osa ya defender hasta ese extremo. Paseo la vista por el horizonte, donde la ciudad moderna se extiende en viviendas como una mancha caótica e infinita en cuyo centro se abre un óvalo verde que brilla con destellos de océano. Es el cementerio de Atenas, en el que descansan innumerables cuerpos y parte del alma inmortal de La Divina Callas, cuyas cenizas se esparcieron sobre las vecinas olas del Egeo.
Querría pasar a visitar el emblemático edificio Papaleonardu, en la avenida Patisíon, donde en 1940 y tras el divorcio de sus progenitores, la adolescente María Kalogerópulos se mudó de su Nueva York natal a Atenas para vivir con su madre y hermana, pero eso será la próxima vez. La música me ha distraído del verdadero objetivo de este viaje, como si hubiese hecho escala en la isla de los lotófagos. Debo continuar.
En esta ciudad milenaria uno puede, con imaginación y libros, asistir a una asamblea filosófica junto al Partenón a la hora del desayuno, y acudir al caer la tarde a una cena bohemia en Plátanos Taverna, el otro gran templo sagrado de los fermorianos. Me siento en la mesa bajo la foto de Paddy y los poetas y pido una retsina bien fría. Por entre el murmullo alegre de los comensales que animan el lugar, la voz de la Callas, aún enredada en algún lugar del corazón, se eleva como una cariátide que sostiene la noche:
Sempre libera degg’io
Folleggiare di gioia in gioia,
Vo’che scorra il viver mio
Pei sentieri del piacer.
A finales de la década de 1930, el pasado mítico, el clima sonriente y el más que asequible modo de vida de los pueblos del Mediterráneo atrajeron hasta Grecia a una bohemia internacional. Entre los primeros extranjeros en aparecer se encontraba el novelista Lawrence Durrell, que se había criado con sus hermanos y su madre en la isla de Corfú. Su amigo Miller no tardó en unirse al grupo heterogéneo y genial, del que ya formaban parte Katsimbalis, rebautizado como El Coloso de Marussi; Stephanides, el poeta naturalista tutor del pequeño de los Durrell; Antoniou, poeta y capitán de barco; Konstantinos Tsatsos, el profesor político y más tarde presidente de Grecia; los poetas Seferis y Odysseus Elytis y el pintor Nikos Hadjikyriakos-Ghika, cuya casa ateniense estaba a dos minutos a pie del Apotsos, uno de los ouzeris favoritos del grupo, un bar dedicado al ouzo y las conversaciones filosóficas, hoy convertido en restaurante de lujo, el Cellier Le Bistrot.
Tras la guerra, un nuevo grupo de visitantes entabló amistad con los supervivientes de aquella generación bohemia. Entre ellos se encontraban el novelista Rex Warner, cuyo Men and Gods sigue siendo un recuento útil de los mitos griegos; Edmund “Mike” Keeley, autor de Inventing Paradise, el libro que relata como ninguno la historia de esa generación y, por supuesto, Patrick Leigh Fermor, que llegó a entablar una amistad profunda y duradera con el pintor griego desde 1946, cuando el artista visitó Londres para su primera exposición británica. Ghika, recordaba Leigh Fermor, era “el más inglés de los griegos, elegantemente vestido, serio, encantador, accesible”. Casi diez años después, Ghika prestaría su enorme casa de la isla de Hydra a Paddy y su mujer, Joan, y allí el viajero encontraría la paz necesaria para escribir algunas de sus obras inmortales. Pero eso lo contaremos más adelante.
Y es que no solo de amigos vive el hombre. Las mujeres también fueron una constante en la azarosa biografía de Paddy. Amó y fue amado, entrando y saliendo de las vidas de ellas como de singulares e inolvidables aventuras. Sin embargo, Fermor siempre fue muy cuidadoso a la hora de hablar de aquellas mujeres en su literatura, y cuando las citaba lo hacía con una delicadeza cauta que casi rozaba la clandestinidad. Todas ellas, con mayor o menor intensidad, tuvieron un papel definitivo en los tramos aventureros del escritor, y por eso no deja de haber cierto rasgo de justicia en el hecho de querer recuperarlas.
Afortunadamente, su biógrafa y amiga Artemis Cooper, gracias a las innumerables conversaciones con un Paddy ya octogenario, nos ofrece en su magnífico trabajo de reconstrucción del viajero valiosísimas pistas sobre algunas de ellas. No olvidemos que Artemis mantiene aquellas entrañables charlas griegas con un hombre viudo. Tal vez la ausencia de Joan, la esposa del escritor, facilitase, en cierta medida, la fluidez de determinados recuerdos.
Paddy perdió la virginidad con Elisabeth Pelly en una de las habituales y desenfrenadas fiestas londinenses de la década de los 20. Elisabeth ya estaba divorciada y las esperanzas de casarse con un amigo del grupo, un tal Ludy, se esfumaban a medida que pasaban los meses. Aun así, no deja de ser curioso que las citas amorosas que Fermor definía como “unas cuantas tardes secretas” tuvieran lugar precisamente en la casa que el caballero Ludy, empedernido soltero, tenía en Cheyne Row. Sería imposible seguir al detalle el ajetreado camino de encuentros y despedidas del muchacho, pero su memoria, cuando se sentó a escribir aquel viaje a pie por Europa, revelaba algunos recuerdos sentimentales más especiales que otros. Entre ellos el de Xenia, la joven que amó a orillas del Maros y a quien recordaba con ternura adolescente; o su encuentro con Penka Krachanova (Paddy prefería llamarla Nadejda), una muchacha de Plovdiv en viaje de estudios visitando el Monasterio de Rila, donde ambos se conocieron y se gustaron, decidiendo pasar la noche juntos bajo las estrellas. Fermor, tan poco expresivo en estos casos, confiesa que aquel fue “uno de los días más felices de mi vida”. Tanto que prometió ir a verla, y cumplió su palabra, dirigiéndose pocos días después a Plovdiv con breve parada en Sofía donde, en el elegante Café Bulgaria, entabló conversación y amistad con Thomas Whitemore, famoso especialista en Bizancio y descubridor de los mosaicos de Santa Sofía de Constantinopla. Él fue quien le presentó al escritor Steven Runciman, quien dijo de Paddy que era “un joven muy brillante y muy mugriento”. Nadejda debió de pasar por alto el aspecto desaliñado del caminante, pues lo recibió con la misma intensidad que le ofreció la tarde en que se conocieron. Pasaron días juntos en la casa de ella, pero la fuerza de la aventura era, en el muchacho, mayor que la del romanticismo. Al despedirse, la chica le regaló una medalla de plata sólida con la imagen de San Jorge matando al dragón. Paddy la llevó colgada al cuello atada con un cordón de zapato de piel hasta que conoció a Balasha. Un día, nadando desnudos, la perdió, como despedida simbólica de aquel pasado, en las aguas cálidas del Egeo. Pero eso lo contaremos más adelante.
Lyndall Hopkinson, hija de Tom Hopkinson, periodista y editor de Picture Post y de la novelista Antonia White, fue otra de esas conquistas. La conoció en Roma en 1963. Joan, su mujer, como en otras ocasiones, había preferido quedarse en Grecia, y él viajó solo a las exequias del funeral del Papa Pío XII. La chica tenía 23 años, Paddy 48. Fue una atracción instantánea y mutua. Se veían en el diminuto ático que la muchacha, recién divorciada, tenía en la Via del Gesú. Lyndall nunca había estado tan enamorada, un problema al que sus amigas (viejas amigas de Paddy también, por lo que lo conocían de sobra) proponían soluciones dispares o contradictorias. Uno de aquellos consejos dio en el clavo: “Disfruta de tu héroe, pero no te enamores demasiado. Paddy jamás abandonará a su mujer. La necesita económica y anímicamente para escribir”.
El escritor estaba terminando las correcciones de Mani y apenas le escribió desde que se separaron, pero esos tres meses había pensado mucho en ella, así que alquiló un coche y condujo hasta Roma a reunirse con Kyndall, que había pedido unos días libres en Naciones Unidas, donde trabajaba, para intervenir en un breve papel en la película Historia de una monja, junto a Audrey Hepburn. Pero la chica estaba profundamente herida por no haber recibido apenas noticias de Fermor en tantos meses. Además, había encontrado una nueva compañía tratando de olvidar a su héroe, porque no podía seguir con aquello.
Entristecido, Paddy se retiró a trabajar en el incipiente manuscrito de Roumeli a las afueras de Roma, en el castillo de Passerano, una fortificación medio abandonada que su dueño, el conde Paolo Quintero, le cedió preguntándose cómo iba a ser capaz de concentrarse allí, en un lugar frío, húmedo, sin luz ni agua. Paddy, cuyo corazón latía en sintonía con aquel lúgubre lugar, escribió a Lyndall una de las cartas más sinceras de su vida:
“Soy consciente de lo poco que puedo ofrecer a nadie, al menos en este momento y con la vida que he llevado hasta ahora. Todo esto me convierte en el más lento y rezagado de los mortales cuando se trata de imaginar que alguien pueda estar realmente enamorado de mí. […] Ahora ya sabes cómo lamento todo esto y lo avergonzado que me siento por ello. Lo que no puedes imaginar es la amargura y la furia que siento contra mí mismo.”
Esas palabras surtieron efecto, y aquel verano Lyndall acudió con unos amigos a Ischia, donde Paddy, que pasaba la temporada escribiendo junto a su mujer, la esperaba ansioso. Lyndall no pudo menos de quedarse atónita cuando Joan la recibió con soltura y ecuanimidad. Paddy le había explicado que entre ellos no existían los celos sexuales, y allí pudo comprobar que era muy cierto. El matrimonio se comportaba con una naturalidad más propia de viejos amigos que de amantes. Por supuesto, aquel acuerdo tenía sus costes, sus condiciones y sus heridas, y Joan no siempre era tan ecuánime como parecía.
Estudio con detenimiento el retrato de Lyndall reproducido en mi libro de Artemis Cooper. El pelo corto y trigueño, la mirada joven y el arranque contenido de una sonrisa tímida recortada en el negro de un jersey de cuello de cisne. La frescura de la juventud le otorga un cierto aire andrógino que me hace pensar en la misteriosa gondolera veneciana del Barón Corvo o en la Irene Adler de Lucas Corso. O a lo mejor es el efecto distorsionado de una imagen con poca calidad. No sé. En el pie de foto, las palabras de Paddy:
“Estoy absolutamente decidido a no perderte como amiga”.
Habrá, desde luego, muchas mujeres en la vida de Paddy después de Lyndall. A mí me habría gustado saber qué hizo aquella muchacha, perdida hoy en el tiempo y de cuyo amor ya nadie se acuerda, con el peso de toda aquella felicidad singular y rota.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Próxima semana: IV: Hacia Corinto.
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