En el número 15 de la calle principal de Micenas se encuentra el mítico hotel Oreia Eleni, regentado por Agamenón, el último vástago de la familia Desis.
Aquel día yo era la única huésped en el Oreia Eleni. Agamenón, acostumbrado a este tipo de viajero curioso, me mostró, profesional, el museo que se encuentra en la planta baja del edificio. Su padre había fotocopiado en pequeñas tarjetas las firmas de personajes famosos del libro de visitas tapizando con ellas las paredes de la sala. Le pregunté si la firma de Paddy Leigh Fermor estaba entre todas aquellas tarjetas. “Oh, sí, me olvidé de mencionarlo”, dijo Agamenón antes de señalar el nombre de Paddy garabateado junto a una fecha: 1960. “Aquí está la firma de kirios Michalis”.
¿No lo llamabais Paddy? Agamenón negaba con la cabeza. “Sé que sus amigos ingleses lo llamaban así, pero para mi padre siempre fue Michalis, así me lo presentó y así lo conocí. Él era un hombre de muchas vidas y muchos nombres. Creo que eso no le importaba demasiado”.
“Vino aquí en numerosas ocasiones a lo largo de los años”, continuó contando Agamenón sin dejar de fumar su medio cigarrillo negro clavado en la boquilla eléctrica que emitía una tenue luz azul. “Llegó en la década de 1950, y nos visitó muchas veces. Recuerdo que la primera vez que oí su voz fue por teléfono: había llamado preguntando si yo era George. Dije que no, que yo era su hijo. “¿Quién es?”, pregunté intrigado, pues hablaba tan correctamente el griego que lo primero que pensé fue que se trataba de un cliente greco-americano. “Dile al truhan de George que llamó Michalis de Kardamyli”.
“Yo estaba un poco confundido. Más tarde lo conocí. Como dije, vino aquí varias veces. También lo visité en Kardamyli. Una vez, cuando su esposa estaba en Inglaterra, vino, se registró y pagó una semana entera por adelantado, aunque no lo vimos ni un solo día”. Sonreía el dueño del hotel, divertido y cómplice. “Fue un gran hombre, un gran hombre. Lo vi por última vez en 1998. Cuando volví aquí en 2007, después de algunos años viviendo en el extranjero, no lo contacté antes de que muriera. Me arrepiento cada día de eso”.
Nos sentamos a cenar en la terraza, donde la bella mujer de Agamenón, de la que nunca supe su nombre, nos tenía preparada una fuente de berenjenas al horno que sirvió dejándonos también una botella de vino tinto, que bebí casi entera, y una botella de ouzo que no llegué a probar, pero de la que dio buena cuenta Agamenón mientras confesaba, divertido, cómo Michalis venía a Micenas y desaparecería durante todo el día, regresando solo por la noche.
“Kirios Michalis nunca le dijo a nadie que era un escritor famoso ni siquiera a mí, lo tuve que averiguar por mí mismo. Era bastante autocrítico y no se tomaba a sí mismo demasiado en serio. Estaba feliz de hablar con todo tipo de personas y mostraba una curiosidad genuina por sus vidas. “Tenía una constante curiosidad por las personas y el mundo. Por eso vivió tanto”, sentenciaba con sabiduría milenaria Agamenón.
La noche, lenta y azul, fue cayendo sobre la terraza de La Belle Hélène como en un poema homérico. Agamenón tejía las anécdotas del hotel con recuerdos de su propia vida, a veces refiriéndose a él mismo en tercera persona, no sé si por un error gramatical en los giros al inglés, aprendido mientras trabajaba como fontanero en Londres, o porque nunca pudo verse más que como un huésped extraño en aquel lugar. Vivía allí con su mujer y su hija pequeña, pero apenas se refirió a ellas o a sus padres; en cambio sí se extendió en la memoria feliz de su adorado tío abuelo Orestes, su héroe, capitán de jinetes del ejército griego que participó activamente en casi todas las batallas durante la Guerra de la Independencia. Yo escuchaba sus historias fascinada, no por el contenido, sino por la manera de narrar de aquel descendiente de guerreros de bronce, Agamenón el de fuertes hombros, cuya voz poderosa poseía el eco de los viejos aedos frente a la hoguera.
“Michalis era un personaje», aseguraba, «todo un personaje”. “Cuando lo conocí, yo tenía 16 años y él 70, aunque aparentaba muchos menos. Poseía una capacidad innata para hacer amigos, para convertirse en el centro de atención, pero sin pretensiones de ser el protagonista; poseía el don de generar a su alrededor un silencio mágico porque sabía manejar las historias como nadie. Era un seductor natural”.
La madrugada se volcó sobre la terraza cuajada de estrellas. Algún gallo cantaba en la lejanía. Agamenón fumaba despacio, bebía rápido y parecía estar cómodo en el mundo de los muertos que yo le había obligado a visitar.
“Aquella noche, continuó, La Belle Hélène estaba muy animada. Había un grupo de jóvenes francesas cenando en esta misma mesa donde estamos ahora tú y yo; andaban en un viaje de estudios visitando los restos arqueológicos de Micenas y Tirinto. Con gran naturalidad, Michalis se acercó a ellas. Yo estaba muy atareado atendiendo al resto de los clientes, pero te aseguro que en los quince minutos que empleé en entrar en la cocina y volver a salir, ya estaba sentado con las chicas, completamente integrado en el grupo, hablando en francés animadamente sobre algo que no alcancé a entender, aunque lo veía gesticular divertido mientras ellas reían alegres y lo escuchaban con admiración. Al cabo de un rato, las estudiantes se retiraron a sus habitaciones, y él subió charlando con una de ellas. Al otro lado de la puerta de la habitación número cinco, la que en otro tiempo ocupó Agatha Christie y donde hoy vas a dormir tú, se oían las risas y los susurros de los dos. A la mañana siguiente, bajaron juntos sonrientes y cómplices, yo les preparé el mítico desayuno de La Belle Hélène, que llevamos preparando cada mañana desde los tiempos de Schliemann: unos huevos fritos con café y una cesta de tibio y delicioso pan recién hecho que ambos devoraron mirándose a los ojos antes de despedirse con un abrazo.
Agamenón se quedó en silencio chupando su boquilla lentamente, envuelto en las sombras. “Una vez le pregunté si era verdad que secuestró a un general alemán durante la guerra”. Me miró divertido: “¿Quién te ha dicho eso? Tu padre, ¿no? A ver, George, ¿qué le has contado a tu hijo?”. Supongo que mi gesto de súplica terminó ablandándolo. “Bueno, joven Agamenón, ¿cuánto tiempo tienes?”.
Agamenón me miró con una sonrisa de disculpa. “Lo que yo pueda contarte ensombrecería el relato colorido de kirios Michalis”. Luego abrió sus enormes brazos de titán argólico tratando de abarcar aquel lugar silencioso y decadente.
“Por La Belle Hélène pasaron los hombres y mujeres que protagonizaron parte de la historia de los últimos dos siglos, aunque la verdad es que yo nunca quise heredar este lugar; era joven y aventurero, quería viajar lejos, conocer gente, salir de este agujero hecho de tumbas y reyes llenos de polvo. Ahora, con 50 años, comprendo muchas cosas y añoro aquel tiempo. Pronto La Belle Hélène será una tumba más, tan valiosa y olvidada como la del rey Agamenón de Micenas. Mi padre determinó mi vida con el nombre que eligió para mí y la herencia que me dejó; un lugar lleno de fantasmas. Nadie escapa a su destino”.
Encogía Agamenón sus anchos hombros, sosteniendo aquel peso invisible como un Atlante cansado. “No quiero entretenerla más, señorita”. Apuró el ouzo de su copa en silencio y se puso de pie. “Créame que ha sido un placer hablar con usted esta noche”.
A la mañana siguiente bajé muy temprano a desayunar. La mujer de Agamenón, sin dejar de sonreír, me sirvió un par de aquellos famosos huevos fritos con café espeso como barro y el pan recién hecho, todavía tibio. Agamenón no apareció, había ido al pueblo a hacer unos recados y ella andaba atareada con un numeroso grupo de huéspedes que acababa de llegar.
Sobre el mostrador de madera de la recepción había una pila de libros de la historia de La Belle Hélène escrito por el padre de Agamenón, el amigo de Paddy, así que me llevé uno, dejando sobre el mostrador el precio de dos junto a una nota en inglés de agradecimiento.
Ese libro que no puedo leer porque está escrito en griego es fascinante, aun cuando solo alcanzo a descifrar algunos nombres de personas, lugares y fechas que, unidos a las numerosas fotografías que aparecen en el mismo, completadas con las historias de Agamenón, lo convierten en una singular Piedra Rossetta en papel que recoge doscientos años de viajes y cultura por la vieja Europa.
Gracias a la memoria de este libro pude saber que en el verano de 1876 el emperador Pedro II de Brasil cenó con Schliemann en el interior del Tesoro de Atreo, una tumba monumental entre el hotel y el sitio. Fue el primero de muchos miembros de la realeza en visitar La Belle Hélène. El rey Gustav Adolf VI de Suecia se hospedó aquí como príncipe heredero en 1922; Alberto II de Bélgica llegó en 1946 a la edad de 12 años; y el duque de Windsor estuvo en 1952, sin Wallis Simpson, pero acompañado por la duquesa de Kent.
Las fotos del libro son, además, el sueño de cualquier cazador de autógrafos y combinan lo lascivo con lo convincente: Claude Debussy llegó en mayo de 1909 en compañía de una misteriosa “Mme Gauthier”, quizás la mezzo canadiense Éva Gauthier, mientras estaba casado con Emma Bardacy, y mi adorada Agatha Christie, la «mujer policía», como la llamaban los lugareños, apareció dos veces: el 26/4/1909 con dos amigos y el 14/10/30 con su esposo Max, firmando como Agatha Mallowan.
Los estudiantes y profesores de Oxbridge compusieron complejas cancioncillas en griego antiguo que también dejaron escritas en el libro de visitas recogido en estas memorias, a excepción de un joven Denis Healey del Balliol College, que simplemente firmó con su nombre.
El Bloomsbury Set llegó en 1932 con Virginia y Leonard Woolf viajando con Roger y Marjory Fry, aunque su inseparable amigo Stephen Spender no llegó hasta 1951.
Allen Ginsberg reservó dos noches en septiembre de 1961, pero se quedó 24; le encantaba visitar las ruinas por la noche y escalar las montañas al amanecer. Su largo comentario de aquel viaje comienza con un «Llegué y comí con el brillo de una linterna de luna llena de septiembre amarilla, enfermiza y manchada con mares de cejas diluidas en la brisa fría de la silueta sobre el monte Sara…».
Algunos de los recuerdos familiares más intensos son los de los líderes nazis. El abuelo de Agamenón recordaba a Goering como un hombre rechoncho y jovial “que pesaba más de 100 kilos”, consumía mucha comida y dejaba una propina de 3.000 dracmas, equivalente a dos meses de salario. Joseph Goebbels y su esposa Magda también visitaron La Belle Hélène, el 24 de julio de 1937, y ambos posaron para una foto con el abuelo de Agamenón «pero nunca la enviaron y no llegamos a verla en papel».
Heinrich Himmler llegó al hotel el 10 de mayo de 1941 inmediatamente después de la ocupación de Grecia por las potencias del Eje. Mientras estaba almorzando, Orestes, el tío abuelo de Agamenón, apareció en uniforme, pues acababa de regresar del frente. Himmler lo llamó para preguntarle por qué había luchado contra el ejército alemán. Orestes respondió, serio y orgulloso, atusándose aquel bigotazo imponente, que era su deber resistir un ataque a su país. Entonces Himmler se levantó y le estrechó la mano diciendo: «Bravo, eso es lo que un patriota debe hacer por su tierra natal».
Esa historia le habría encantado a Paddy, pensé, guardando mi libro en la mochila. Ojalá alguna editorial se interese por él a mi llegada a España y decida traducirlo, editarlo bellamente y publicarlo como merece, porque es un acto de justicia y de amor a la cultura, la Historia y los libros. Me alejé de allí con ese pensamiento feliz. Poco o nada sabía yo por entonces de editoriales, intereses, respeto por la literatura, mercado y publicaciones.
Quién sabe, tal vez algún día pueda publicarlo yo misma.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Capítulo VIII: Hydra de ida y vuelta
Capítulo IX: Epidauro (Primera Parte): Salvando a un príncipe
Capitulo X: Epidauro (Segunda Parte): Un drama en varios actos
Próximo capítulo: Una peluquería en Esparta
Muy interesante, me ha gustado y atrapado. El libro será estupendo seguro