Miro por última vez aquel brillo de arena en el espejo retrovisor del coche. Es el reflejo menguante de las ruinas de Micenas, Tirinto y Pilos, restos de un mundo de héroes procedentes de una constelación de pueblos (azanes, flegios, arcadios, eolios, jonios) a los que Homero llamó aqueos, capaces de construir la primera cultura propiamente europea influida por el intercambio comercial con sus refinados vecinos egipcios y cretenses.
“Los mapas hacen de cualquiera un mariscal de campo”, decía Paddy. El mío, desplegado sobre el volante, me ofrecía tentadoras posibilidades que acariciaba con el dedo índice, deseando que el viaje pudiese continuar por el boscoso Ménalo hasta la montaña sagrada de Pan y la garganta del río Lusios, donde Zeus fue lavado al nacer, para recorrer después sus senderos hasta el inesperado Prodromou, el monasterio dedicado a San Juan Bautista, quien, por cierto, también lavó de sus pecados a otro dios en otro río. Será la próxima vez.
Al igual que la muerte, yo también querría permanecer en la Arcadia viviendo un tiempo en sus topónimos evocados por Virgilio, Ovidio, Petrarca, Boccaccio, Poussin, Cervantes, Cernuda y tantos otros que viajaron a ciegas haciendo literatura de esta tierra desconocida, pero comprendo que no es posible visitar la enrevesada amalgama de mitos y aventuras en un solo viaje. Me gusta pensar que esta Isla de Pélope que emergió de las aguas revueltas, como Ulises frente a Nausícaa, hace 25 millones de años con la forma caprichosa de una mano de cuatro dedos o, como Paddy solía decir, de “un deforme diente que acaba de ser extraído de la encía”, esperará, paciente, mi regreso.
El destino marcado está al suroeste, y allí me dirijo, a las ruinas de Esparta, al pie del legendario monte Taigeto, cruzando el valle del Eurotas, donde Zeus se unió a Leda metamorfoseado en cisne, preñándola de dos hermosos huevos de los que nacerían la bella Helena y los mellizos Cástor y Pólux. Detengo un momento el coche en un lugar seguro del arcén y camino un buen trecho por la orilla del río, porque no puedo marcharme sin visitar, aunque sólo sea un momento, la tumba de Helena de Troya.
Nadie conoció con certeza su destino, así que me dejo guiar por las palabras del abuelo Heródoto que localiza su reposo junto a las ruinas de la antigua Terapne, bajo una extraña pirámide, en compañía de su esposo. ¿Merecía Paris tanto amor, Menelao tanta venganza, Penélope tanta soledad, Aquiles tanta cólera, Nausícaa tanto abandono, Troya tanta muerte? Una brisa mentolada y azul refresca la calurosa mañana, haciendo parpadear las hojas pardas de los olivos. Et in Arcadia ego.
El verano que Paddy decidió regresar a este lugar no fue, ni por asomo, tan bucólico. Con el ardiente calor de un julio sofocante, él y Joan viajaron desde Atenas como improvisados autoestopistas subidos en la parte trasera de un camión de ouzo. En Esparta estuvieron solo el tiempo necesario para beber algo fresco, cortarse el pelo y buscar un medio de transporte “económico” que viajase rumbo al sur, a Kalamata y Mani. Convencieron al hijo del director del banco para que los llevase en su jeep, pero éste, al descubrir que el viaje duraría más de siete horas, se ofreció a acercarlos hasta un lugar intermedio, Anavritoun, un pueblo singular que el peluquero de Esparta ya se había encargado de adornar con oscuras leyendas mientras cortaba los rizos rubios de Paddy. Antes de salir de allí todavía tuvieron tiempo de visitar unos mosaicos que recuperaban su colorido original bajo el chorro de agua que el guía lanzaba sobre el pavimento con ayuda de una enorme jarra. Poco a poco, como si hubiese retirado un velo de seda gris, las imágenes iban surgiendo seductoras: Europa de enormes senos cabalgando sobre el toro Zeus, Aquiles afeminado escondido en el gineceo de Esciros, y Orfeo tañendo su lira en medio de un auditorio de animales salvajes.
No pude evitar evocar aquel momento cuando mi propio guía espartano me apartó del grupo para enseñarme algo que parecía brillar en el suelo, junto a las maltrechas gradas del teatro. Cogió el trozo parduzco, lo puso en la palma de la mano y escupió limpiamente sobre él. Luego frotó con los dedos y ante mis asombrados ojos aquella piedra insignificante se transformó en un brillante fragmento terroso y rojizo con una gruesa línea negra. “Mira, hemos tenido suerte. Es la base de un vaso de cerámica ateniense de figuras negras”, dijo con naturalidad. “Siglos cuarto o quinto, porque después dejaron de fabricarse”. Acto seguido lo tiró al suelo, sin más. Yo me abalancé y lo recogí, posándolo con extremo cuidado en mi mano, cual Leda sosteniendo aquellos huevos divinos por primera vez. La cerámica, seca, había vuelto a oscurecerse.
“No te preocupes”, sonreía el orondo guía, divertido. “Cada vez que lo chupes verás que reluce como el primer día”. Luego se dirigió al grupo, alzando la voz para continuar con su trabajo: “Esparta siempre tuvo una política aislacionista, como los EEUU durante la Segunda Guerra Mundial, y se negaron a participar en la expansión hacia oriente; pasaban mucho de Alejandro”, decía mientras se secaba el sudor con un pañuelo blanco que volvía a guardar en el bolsillo del pantalón. “Por eso se quedaron fuera de la cultura helénica. Esparta existía para luchar, pero solo por y para sus propias causas. Ningún monarca espartano permitía que sus ciudadanos salieran de aquí por miedo a que relajasen las rígidas costumbres; nunca encendían fuego, se bañaban desnudos en el Eurotas, que arrastraba las gélidas aguas del deshielo del Taigeto, y su dieta se basaba principalmente en una especie de caldo oscuro”. El orondo guía parecía sufrir tan solo imaginando aquella vida. El sudor volvía a brillar en su frente bajo el sombrero de paja. “Tras la dura conquista de Mesenia comenzó la decadencia del reconocimiento individual del héroe espartano, que fue sustituido por la memoria colectiva del ejército hoplita o, lo que es lo mismo, el componente anónimo de la falange, que en esos tiempos comenzaba a forjarse afrontando su muerte en el campo de batalla como una marca de heroísmo colectivo, confiando en que sería la ciudad quien recordara su coraje y valentía”.
El grupo escuchaba admirado y silencioso las palabras de aquel Tirteo con aspecto más de pícaro sátiro que de lacónico homoioi. Yo me alejé un poco para contemplar desde las gradas, en solitario, el muro inverosímil de piedra del Taigeto. Pensaba inevitablemente en Paddy y en lo que escribió sobre este mismo lugar donde estoy yo ahora:
“Nada en la gracia y el encanto de todo esto podía recordarle a uno la Esparta tan poco dada a los libros y a las musas. El tiempo ha borrado todos los indicios de las odiosas costumbres de aquella Potsdam del Peloponeso, y un mensaje mucho más antiguo, esclarecido por la indestructible verdad de la leyenda, alcanza al observador a medida que éste mira hacia abajo; un anuncio tan milagroso y consolador como la mano de la argiva Helena apoyada sobre su frente”.
Humedezco los dedos con saliva y froto aquel trozo de cerámica de dos mil quinientos años de antigüedad que aún sostengo en la palma de la mano y que vuelve a brillar con un tinte rojizo bajo el sol. Tal vez, me digo, formó parte de la base de uno de aquellos vasos donde, sedientos, los hoplitas brindaron frente al resplandor de las nieves del Taigeto antes de partir junto a Leónidas hacia las Termópilas y la muerte.
Imagino a los guerreros envueltos en la noche, sentados en estas gradas de mármol, sabiendo que al otro lado de la aurora les esperaban muchas jornadas de camino a pie antes de llegar al estrecho paso de Lócrida, en Tesalia, con el corazón latiendo tranquilo y ligero.
Casi puedo ver a los trescientos que, un poco antes del amanecer, se despiden de sus mujeres y parten a la guerra sin mirar atrás, repitiendo el destino ancestral de los seres humanos. Ellas permanecen a la orilla del camino admirando en silencio la fuerza de esos cuerpos amados, tensos bajo el brillo del bronce que los protege pero que nunca detiene la muerte, y algunas sonríen orgullosas recordando los nombres de aquellas que murieron en el lecho ensangrentado para que ahora sus hombres puedan marchar a la gloria. El pelo corto de las mujeres espartanas y sus hermosas formas ejercitadas en horas de entrenamiento bajo el sol les otorga un seductor aire de muchachos bronceados. Los hoplitas, por el contrario, lucen orgullosos unas hermosas cabelleras que caen sobre los hombros a modo de kuroi sagrados que gustan de peinar con ceremonia antes de entrar en combate.
Pienso sin saber muy bien por qué en los rizos dorados de Paddy esparcidos en el suelo de la peluquería de Esparta y en su nuca perfecta y rasurada. Quiero imaginar que en esa lejana noche alguna de aquellas mujeres espartanas esperó fingiendo dormir hasta que su guerrero, rendido en el lecho desordenado del sexo, cerró exhausto los ojos por un momento para sacar el pequeño cuchillo escondido bajo las mantas y cortar de un tajo certero un mechón de aquella cabellera. Un trozo cálido de vida que poder besar, acariciar y oler mucho después de que el cuerpo amado hubiese muerto.
También de Esparta tengo que alejarme. Cruzar el desfiladero de montañas con sus caminos zigzagueantes de ángulos agudos “como una regla plegable” es adentrarse en un viaje a través de la geología de la Edad del Bronce. Bosques de coníferas y helechos se descuelgan en vertical con ingravidez paleozoica y una fina lluvia envuelve la carretera en un tenue vapor verdoso. La muralla del Taigeto, que separa la llanura Laconia de la Mesenia, desciende y se estrecha a medida que se acerca al mar, y allá abajo, donde el agua espejea con reflejos de vino homérico, es adonde me dirijo; una tierra profunda y desolada cargada de leyendas de piratas y contrabandistas: Mani, al fin.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Capítulo VIII: Hydra de ida y vuelta
Capítulo IX: Epidauro (Primera Parte): Salvando a un príncipe
Capítulo X: Epidauro (Segunda Parte): Un drama en varios actos
Más hippie, lo del cartel: Λακεδαιμονία.